La belleza se ha instalado como la norma. Por eso Jonas Nyffenegger y Sebastien Mathys fundaron Ugly Design, un compendio del peor gusto en diseño. Si el mundo se ha rendido a una uniformidad de IKEA, la fealdad tiene el deber de acudir en su ayuda.
Estos diseñadores suizos (otro país afectado por la epidemia del diseño más puro que el aire alpino) cuentan con más de 125.000 seguidores en Instagram y otra cuenta aún más delirante en Tumblr.
Puede que, como tantos otros terráqueos, los suizos se hayan hartado del modernismo de los 50, de Dieter Rams y sus aparatos de tres perillas, de Jony Ive y su estética de pulirlo todo como un plato volador. Y ya que estamos, Marie Kondo, gurú del minimalismo nipón (un pleonasmo), capaz de vaciar una casa para después decorar el vacío con una planta solitaria.
Es muy probable que estas sean las causas de que muchos artistas y diseñadores, agotados por un mundo de cristal, plástico y aluminio se estén volcando agresivamente al antiglamur. «La era digital ha conseguido que queramos poner manos a la obra, ensuciarnos, mancharnos y moldear con arcilla», afirma la norteamericana Liz Collins, una artista textil cuya obra navega libremente entre el orden geométrico y el caos.
Y así lo feo –esa nueva belleza– resiste como un soldado del Viet Cong, atrincherado en el diseño de objetos. De hecho, el único territorio donde el omnipresente smartphone, con sus apps, filtros y ayudas de composición, no puede socorrernos.
Este afeamiento podría desdeñarse tildándolo de cutre, kitsch o estrambótico, pero lo que en realidad estamos diciendo es que escapa del corsé de la simetría y el refinamiento. Su objetivo no es la perfección, sino todo lo contrario: dar voz a lo anómalo, lo tosco y lo poco comercial, utilizando métodos y materiales impensables.
Gracias a la tecnología, la percepción de la belleza se ha democratizado y hoy casi todos poseemos el training armónico del profesional. Afortunadamente, llegaron los posmodernos y aportaron el humor y el kitsch. «El posmodernismo es uno de los grandes tributos a la fealdad que la arquitectura y el diseño han brindado a Occidente», remata Selims.
Parte del público consumidor actual desea objetos únicos, hechos a medida, customizados. Es decir, por un lado está la búsqueda de la sobriedad escandinava y por el otro, la necesidad de una excentricidad sin límites. «Pero la tensión entre esos extremos es agotadora», aclara Nyffenegger. «Creo que esa es la razón de que artistas y diseñadores estén buscando una nueva estética».
Esa tensión también se percibe en la política, con la proliferación de conflictos localizados, las crisis migratorias y el ascenso de la ultraderecha. En medio de semejante ebullición es lógico que los creadores necesiten un nuevo lenguaje que los ayude a abrirse camino entre los extremos.
«Resulta difícil seguir fabricando productos culturales cuando el capitalismo y la industria ya no satisfacen las necesidades de un número cada vez mayor de personas», dice Chris Schanck, escultor y diseñador de mobiliario que ve la imperfección como una respuesta visceral al neoliberalismo.
Tal vez ese tipo de rebeldía haga florecer un nuevo dadaísmo, una nueva evolución del espíritu punk. «Lo que queremos es todo lo contrario a lo que aprendimos en la facultad de Diseño», dice Mathys. «Queremos ver aquello que somos incapaces de soñar, y cuanto más absurdo, mejor».
Quizá haya llegado la hora de dejar de volver al barroco, de regalar la mesa sueca y tirar el florero con la brizna de hierba. Quizá, para que en un tiempo el equilibrio vuelva a reestablecerse, haya que regresar al color y la furia. Ya se sabe que las modas y las tendencias van y vienen, como el péndulo, que debe alcanzar los extremos antes de encontrar su centro.
Como bien dice una canción de los 70:
Todos los ríos van al mar,
pero este nunca se llenará.
Porque los ríos
siempre volverán a donde salieron
para comenzar a correr nuevo.
Lo que siempre fue
lo mismo será,
lo que siempre hicieron repetirán.
¡Me encantó!