Grandes verdades en los cuartos de baño

Tras las puertas de los servicios del tanatorio de Sevilla encontré lamentaciones por la pérdida de un padre, una madre, una esposa; reproches por no haber hecho juntos esto o aquello; poemas plagiados e improvisados, referencias a canciones que acaban con un «así eras tú». Una pintada sobresalía entre las demás:

HABER QUERIDO AL MUERTO EN VIDA Y NO RECORDARLO EN UN CAGADERO

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Ocurrió hace años…
El padre de mi mujer pasó sus últimos días en el hospital. La quimioterapia no había funcionado. Mi mujer, sus hermanos y yo nos turnamos para pasar los días y las noches en la habitación del hospital en la que había una butaca. Cuando yo necesitaba ir al baño prefería no usar el aseo para el enfermo y las visitas. Hace décadas que tengo por afición leer la literatura tras las puertas de los retretes. Oscar Wilde escribió:

«El hombre es menos sincero cuando habla por cuenta propia. Dale una máscara y dirá la verdad».

La puerta de un retrete es una máscara. Quién está detrás puede escribir su verdad, revelar sus emociones y deseos más recónditos con la seguridad de que no será reprendido. Los escritos tras una puerta de un retrete contienen más autenticidad que un diario en papel. ¿Quién no ha escrito un diario con la secreta intención de que sea descubierto algún día y muestre al mundo qué vulnerables y complejos fuimos? En la mayoría de los diarios hay una pose, como muestran las publicaciones de diarios de escritores y otros artistas. No encontramos en ellos discordancia con la obra de ficción.
En cierta ocasión llegó un diario íntimo a mis manos. Una persona que conozco lo encontró en una vieja casa tras romper las paredes y levantar los suelos. Un cuaderno azul con hojas de cuadritos escrito por una niña de trece años como dice en una de las páginas:

Trece años, qué grande estás, dijo mi primo y yo me puse roja.

La adolescente había abandonado su diario en una mudanza en los 90. Es posible que el diario fuera abandonado a propósito por la imposibilidad de esconderlo en la casa nueva.
La chica escribió de sus rollos de una tarde, de cómo besó sin ganas a un amigo tras haber tomado unas cervezas y temía que fuera un error. Escribió de las visitas con una amiga al centro comercial, sus pensamientos de la vida y los tíos, y sus «rayadas». De su madre. De la posibilidad de una mudanza. Y expuso con detalle su obsesión por su primo de veinticinco años, y cómo odiaba a su novia, a la que consideraba «una falsa». Unas pocas líneas por cada día. Sin tachones. Con sencillez. Sin tapujos. De cuando en cuando releo ese diario porque es sincero, es la vida, no el Diario de Bridget Jones. (El diario de esta adolescente prueba que el mejor estilo es la sinceridad y los pensamientos propios, como Schopenhauer pretendió enseñar a jóvenes periodistas).
Una sinceridad similar solo la encuentro en las pintadas tras las puertas de los retretes. En las universidades, alumnas que expresan odios y calenturas por profesores y alumnos que desean la muerte de seguidores de otro equipo; o retazos de sueños húmedos. En los baños de los grandes almacenes, peticiones de sexo furtivo (estoy por aquí a tal hora, soy así o asá…) En todas partes, poesías ñonas, pero reveladoras de estados del alma.
En los servicios de aquel hospital donde mi suegro estuvo ingresado apenas encontré pintadas en las puertas. El buzón de sugerencias en una de las salas de espera sí estaba lleno. A rebosar. Sobres y papeles doblados en dos o cuatro partes. Los mensajes sin envolver fueron hechos con premura y nerviosismo. En una madrugada de vela, me acerqué y cogí el papel doblado en dos que amenazaba con caerse al suelo…
Era una carta amarga de una mujer, acusando a una enfermera —con nombres y apellidos— de crueldad, de desdén, de desprecio por un enfermo, ya muerto, y por los familiares. Acababa pidiendo el despido de la enfermera y si no era posible, que cayera sobre ella una maldición: que tu madre tenga como enfermera una igual de mala. Letra apretada, trazo grueso de bolígrafo azul. La carta estaba firmada. La introduje en el buzón, procurando que no fuera a caerse. (¿Alguien leía estas cartas y notas?) Pensé que fueran ciertas o no las acusaciones contra la enfermera, en las palabras de la redactora había sinceridad emocional. Escrito sin tachones, sin reparos, con desgarro. Alguien dijo que para escribir con sinceridad era necesario pensar que podíamos perder nada o que lo habíamos perdido todo. Escritura sin pose.
En las pintadas de retrete no hay pose. Nadie intenta vender nada. Nadie intenta ser ingenioso. Las cuentas anónimas en las redes sociales —realmente, no tan anónimas— a menudo carecen de sinceridad: buscan atraer a la galería en medio del ruido. En las pintadas en los muros hay llamadas a la acción o quejas «comunes»; hay intención comunicativa. En las paredes de los retretes ni si quiera hay intención de comunicar: solo descargar… La cabeza, el alma, también está llena de mierda que necesita salir afuera. Un retrete, aunque público, es un lugar perfecto.
Pasaron tres o cuatro o cinco días entre el ingreso de mi suegro en el hospital y su muerte. Tras las puertas de los retretes del tanatorio de Sevilla encontré lamentaciones por la pérdida de un padre, una madre, una esposa; reproches por no haber hecho juntos esto o aquello; poemas plagiados e improvisados, referencias a canciones que acaban con un «así eras tú». Una pintada sobresalía entre las demás:

HABER QUERIDO AL MUERTO EN VIDA Y NO RECORDARLO EN UN CAGADERO

Hice una fotografía con un móvil ya antiguo. Ocurrió hace años y la imagen parece mostrar una puerta con manchas azules. No faltaba razón a quien escribió aquel reproche a los lamentos. Hay que querer a las personas cuando están vivas. También es cierto que faltaba comprensión. Quienes lamentaban la pérdida de su padre, madre o pareja reconocían, con la máscara puesta, su cobardía por no haber dicho a tiempo un «te quiero», autorreproches a la dejadez y a la ignorancia. Es posible que personas que pretendían mostrarse al mundo como hechos de una pieza, serenos en la tragedia, aunque por dentro rotos. En el baño quedaba la verdad. La máscara de Oscar Wilde.

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