La artista Verónica Ruth Frías invirtió el sexo de la Última Cena. Impugnó ese campo de barbas que nos ha llegado a través de los evangelios y de las representaciones artísticas desde hace casi dos milenios, y llenó la mesa de mujeres vestidas de rojo. Rojo rebeldía; rojo menstruación, maternidad; rojo protesta; rojo presencia.
«Los textos bíblicos, enseñanzas que siguen millones de fieles en todo el mundo, dejan a la mujer relegada a una anécdota. En esta obra me pregunto qué hubiera sucedido si el mesías hubiese sido mujer», apunta Frías.
Las mujeres apenas aparecen en los cuadros o en los versículos. Pero investigadoras como Suzanne Tunc, con una simple lectura lógica de los textos, creen que pudieron estar en aquella cena de viernes. Si no se llegó antes a esa conclusión, fue porque se obviaba por defecto la posibilidad de protagonismo de la mujer.
En esa pugna artística vive Verónica Frías: el reconocimiento del protagonismo histórico de la mujer. Con inteligencia, en ese proyecto llamado 153 cm sobre el mar, enfocó su mensaje en la religión. Si la historiografía oculta el papel femenino en la evolución de las épocas, la religión lo esconde en el plano de la espiritualidad y la trascendencia. Consciente e inconsciente han sido diseñados por hombres.
La artista, además, intervino la Biblia: cambió los nombres de los apóstoles por los de creadoras como Esther Ferrer, Cristina Lucas o Maruja Mayo, y mostró a la mujer caminando sobre las aguas, multiplicando los panes y transformando el agua en vino.
Con ese empuje feminista que mueve su obra presentará en Art & Breakfast, el Festival Internacional de Arte Emergente, un nuevo giro de su propuesta Pink Power. «Pink Power parte de frases de empoderamiento hacia las mujeres y se formaliza en carteles rosas con texto blanco en una tipografía de palo seco», detalla.
En la pieza del festival, explica, invitará «a diferentes agentes culturales de Málaga a que hagan suyo alguno de los lemas y pasen al siguiente nivel tatuándoselo y llevándolo siempre consigo, un compromiso de por vida con la frase que ellas elijan y que las represente».
La habitación donde se ubicará la representación, aséptica al principio, irá mutando con fotografías de todo el proceso de tatuaje. Frías propone lemas como «I am your sister», «I am brave» o «I am free». Hay diferentes niveles de arte: el que levita en su torre de marfil, el que pisa en polvo y el que, además, recala en la piel y la hiere un poquito, con mimo, para dejar una impronta indeleble.
Frías entiende la perdurabilidad del arte no como una forma de estatismo, sino como una vocación de incitar al cambio, de impulsar evolución. Con esa premisa actuó en ARCO, la feria internacional de arte contemporáneo, donde implicó a sus compañeras en la iniciativa I am a Woman.
Más de treinta profesionales se sumaron: «Nos paseamos todas con nuestros carteles contando una historia de empoderamiento colectiva. Somos muchísimas artistas, galeristas y gestoras culturales las que batallamos para que nos traten como merecemos».
Denuncia que en ARCO, una de las palestras artísticas de mayor impacto internacional, había solo un 5% de mujeres españolas frente a un 95% de hombres. «Es una descompensación brutal de posibilidades y de visualización de nuestro trabajo. Somos una punta de lanza. Los artistas tenemos que ser incómodos e inconformistas», defiende.
La comparsa se rebela
«El mundo está lleno de estereotipos masculinos fuertes, guays y súper totales», ironiza Frías. Mientras, «nosotras quedamos relegadas a papeles secundarios, de acompañamiento, de comparsa; lo veo en películas, series y en los dibujos que pongo a mis hijas». Pero ellas, reivindica, quieren ser también protagonistas.
Frías recuerda una acción de María Gimeno en la que toma La Historia del Arte de Gombrich y acuchilla el volumen e introduce páginas sobre artistas que el historiador olvidó reconocer. «En los últimos años se está produciendo una mayor movilización. Hemos perdido el miedo a hablar y a decir las cosas que pensamos porque queremos ser libres», celebra.
La obra de Frías es un clamor voceado para modificar el presente, con carteles o tatuajes: «No quiero que mis hijas tengan que empuñar la llave más larga del llavero cuando vuelven de noche o echarse unas piedras en el bolsillo cuando pasean por el campo».
Y es, al mismo tiempo, un basta-ya hacia el pasado. En su mirada feminista de la Biblia no rescata a la mujer para que se quede dibujada en humo o para que se limite a generar una contrariedad estética. La Última Cena no es solo una foto: esa es solo la primera parte, denominada tableau vivant, en la que las artistas vestidas de carmesí posan petrificadas como en el cuadro de Da Vinci.
Después, aparecen niños que sonríen, comen, miran; existen. La mujer no sustituye al hombre sin más; introduce un nuevo mundo donde hay cuidados y escucha mutua. Al final, todas abandonan la mesa. «Esta vez, la mesa no la recogemos nosotras», señala Frías, y de sus palabras resbala una pregunta clave (que, igualmente, podría formularse en cualquier momento emblemático de la historia): ¿Quién cocinó entonces, quién puso el pan que se partió, quién hizo posible el relato que ha cruzado dos milenios de historia hasta llegar aquí?