El origen de los dichos: ¡Vete a la porra! ¡Y tú vete al carajo!

Mira que te pueden mandar a visitar sitios raros. Pero que en español te manden a la porra o al carajo, aunque parezca que no, no siempre estuvo mal visto.


Y como decía Julie Andrews en la versión doblada de Sonrisas y lágrimas, comencemos por el principio porque es lo natural. Porra, que etimológicamente deriva del latín porrum (puerro), por la similitud de forma con la planta en cuestión, era un enorme bastón que usaba el tambor mayor de los antiguos ejércitos. O dicho de otro modo, el ‘majorette’ militar que dirigía a la banda de tambores que acompañaba a los batallones con gran estruendo. Este bastón, muy labrado, grande para ser visto sin problemas por todos los músicos y rematado por un gran puño de plata, abandonaba sus labores rítmicas y se colocaba en un lugar determinado del campamento cuando el batallón había salido de excursión fuera de sus cuarteles. Y era a ese lugar donde se enviaba a los soldados castigados con faltas leves. Por tanto, la expresión, “¡Soldado, váyase usted a la porra!” era del todo normal en ese ámbito militar y nadie se molestaba con la orden. Con los años, la penitencia cambió por otras pero la expresión ya había calado entre los hablantes con ese sentido de fastidio que aún conserva.

De un castigo proviene también ‘mandar a alguien al carajo‘, solo que esta vez dejamos al ejército de tierra y nos vamos a la marina. En un barco, el carajo es esa cesta situada en lo alto del palo mayor desde la que los vigías gritaban aquello de “tierraaaaa a la vistaaaaa” que tantas veces hemos oído en las ‘pelis’ de piratas. Y aunque tenga su aquel poder subir a tan elevada plataforma para contemplar las vistas, que te mandaran al carajo cuando eras marinero era una faena considerable, por no decir putada y ofender así vuestros castos oídos (u ojos, teniendo en cuenta que estáis leyendo este texto, más que escuchándolo).

Y por qué era tan desagradable, os preguntaréis inquietos. Pues porque debido a la gran altura a la que se hallaba era la parte más expuesta a los vientos, el frío, el sol y los bamboleos del barco en alta mar. Que bajaras de allí más mareado que si te hubieras bebido un litro de güisqui de garrafón era, más que una probabilidad, un hecho. ¿Voluntario? ¡Ni de coña! Al carajo se subía castigado al haber cometido alguna falta leve. Así que, como pasaba con la porra, “grumete, váyase al carajo” era una frase de lo más habitual.

El origen etimológico de porra ya lo hemos explicado. En cuanto al de carajo, ya Corominas se confiesa incapaz de establecer una etimología, pero siempre hay alguien capaz de elaborar teorías al respecto.

Una nos la traen los gallegos, porque los españolitos debemos reconocer que el carallo de la lengua de Rosalía nos suena más simpático que con la áspera ‘j’ castellana. El Corpus lexicográfico de la lengua galega da dos posibles orígenes de esta voz: del latín caudex (tronco), cuyo diminutivo era caulaculo, que derivó en caraluco y que acabó en carallo. O del griego kharax (estaca) y de un supuesto diminutivo en latín: characulum.

La segunda teoría hace venir esta voz del arabismo kharaja, que significaba “salir”. Es probable que su sentido se viera contaminado con matices peyorativos y que, con el uso, esta palabra árabe haya acabado dando el significado mala baba de “hacer salir” o “marcharse” que tiene carajo. O sea, que cuando te lo decían, te estaban invitando sin ninguna amabilidad a marcharte, a desparecer de su presencia a la voz de ya.

No me negaréis que si soltáis todo este rollo a quien se os revuelva de malas maneras cuando le mandéis a la porra o al carajo, tendréis una oportunidad buenísima de quedar como personas ilustradas y quizá evitar la lluvia de palos que os puede caer. Aunque yo lo fiaría más a la fortaleza y velocidad de vuestras piernas.

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