Se sentaba en la mecedora frente al mirador del salón y desde allí contemplaba el discurrir de la tarde. De vez en cuando, el abuelo cerraba los ojos y dejaba que el sol acariciara las arrugas de su frente. Está dormido, no hagáis ruido, nos decía mamá cuando le veía así. Pero no dormía. Viajaba.
Dice el diccionario que viajar es «trasladarse de un lugar a otro, generalmente distante, por cualquier medio de locomoción». No habla de la distancia ni la duración del desplazamiento. Da igual. Como tampoco es importante el medio de transporte. El abuelo viajaba sin locomoción cuando cerraba los ojos. Se trasladaba en el tiempo. Muy muy atrás. El futuro ya no le interesaba.
Viajar puede ser una aventura maravillosa. Es algo de azar y un mucho de preparación. Es mirar mapas y buscar destinos. Es mirar fotos. Es buscar información. Es navegar en internet hasta encontrar lo buscado. Ahí empiezan muchas aventuras. Ahí acaban también muchos sueños. Con el precio hemos topado.
Si vas a emprender el viaje hacia Ítaca
pide que tu camino sea largo,
rico en experiencia, en conocimiento…
Así empieza el poema de Cavafis Viaje a Ítaca. Dejarse llevar, vagabundear de un sitio a otro solo por el placer de conocer. Ese sería el viaje ideal, el viaje de verdad, un ir descubriendo realidades que jamás hubiéramos supuesto que existían. Un tránsito por otras experiencias, por otras vivencias, por otras vidas que nos abran los ojos hacia lo que no somos capaces de ver desde nuestro sofá. Mochila vacía que se irá llenando según caminamos. Hermosa metáfora de la vida.
Para viajar no debemos cargar con la maleta de la prisa. Lo triste es que no siempre podemos cumplir la máxima. Porque no siempre es un placer. Viaje de negocios o de trabajo se llama a eso que hacemos de vez en cuando, donde no importa dónde vas sino qué te traes de vuelta. Te levantas acelerado, vuelas acelerado, llegas acelerado, rápido, un taxi, rápido, al business center; aceleradamente te reúnes y enlazas acelerado con la siguiente reunión. Y acelerado vuelves al aeropuerto, acelerado relees los dosieres y acelerado sigues trabajando. Da igual si te han dado ventanilla o pasillo. La velocidad no te permite ver qué sobrevuelas ni te deja revisitar los lugares que has pisado ese día. ¿Es eso viajar?
No. Viajar es una palabra mágica que te transporta sin poder evitarlo. Para viajar solo necesitas querer dejar atrás lo que vives y buscar otras verdades. Quizá por eso viajan los yonkis en un vuelo oscuro de heroína hacia la tierra de Nunca Jamás. Quizá por eso también leemos. Porque cada libro, nos dicen, es un viaje. Algunos incluso nos describen los periplos de quienes los escriben. Antonio Dyaz publicó aquí mismo no hace muchos días su lista de libros de viajes favorita. Gulliver, Robinson Crusoe, Peter Pan y tantos otros nos han acomodado en sus páginas como si fueran un avión para hacernos llegar a su lado a ese lugar del mundo al que solo puedes llegar si sueñas.
A veces, el viaje se convierte en pesadilla: overbooking, habitaciones de hotel que no figuran como reservadas, burocracia fronteriza, accidentes… Da igual, ni eso nos quita la ilusión de seguir conociendo el mundo. Nos agarramos a Cavafis una vez más y recordamos sus versos:
A Lestrigones y a Cíclopes,
o al airado Poseidón nunca temas…
Seguimos el verso al pie de la letra. Y partimos. Ese gusanillo en las tripas no es miedo, es otra cosa. El viaje va siempre de la mano de la ilusión. Si no, no es viaje: es solo desplazarse.
Viajamos también cuando reflexionamos sobre lo que somos. Viaje interior lo llaman. Esa sí que es una aventura en la que descubrirte, a veces, no tiene un final feliz. Iniciarlo es de valientes, de audaces. Toparte con lo que no te gusta de ti no es una experiencia agradable, pero aun así emprendemos viaje. Que el espíritu nos libere, gritamos, y allá nos lanzamos, a través de nuestras entrañas y nuestras emociones, a redescubrirnos, a volver a nacer.
Ten siempre a Ítaca en la memoria.
Llegar allí es tu meta.
Mas no apresures el viaje…
Gran verdad. No conviene perder nunca de vista la meta. Viajar implica también volver y ser recibido con los brazos abiertos por aquellos que se visten de Penélope y se quedan en tierra a esperarnos.
Viajar. Ir y volver. Encuentros y desencuentros en el trayecto. Excepto el último viaje. El morir.
Y cuando llegue el día del último viaje
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.
Se equivocaba Machado. No es eso la sencillez. No es así como quiero partir yo cuando me duerma para siempre. Yo quiero irme con la maleta cargada. De vida vivida plenamente. De risas. De amor. Con esa pizca de dolor que habrá hecho más grandes las alegrías. De recuerdos hermosos. De descubrimientos. De desengaños también. De luz.
¿Será ese último viaje hermoso? Morirse no tiene nada de bonito. No es bello un punto y final cuando disfrutas del trayecto. Y morir es poner el cartel de The End al viaje. Te vas y no vuelves.
Hasta que eso llegue, no nos paremos. Sigamos viajando, sigamos soñando con Ítaca y guardando fotos en el album digital del alma.
El abuelo sigue dormido en su mecedora. Tiene ladeada la cabeza y sus manos descansan sobre los reposabrazos. La mecedora ahora está quieta. Ya no se mueve. Él tampoco. Su sueño será tan largo que no le veremos despertar nunca más. Su viaje sin retorno acaba de empezar y no podrá volver para contárnoslo. Mientras, la vida sigue recitando:
…
Ten siempre a Itaca en la memoria.
Llegar allí es tu meta.
Mas no apresures el viaje.
Mejor que se extienda largos años;
y en tu vejez arribes a la isla
con cuanto hayas ganado en el camino,
sin esperar que Ítaca te enriquezca.
Ítaca te regaló un hermoso viaje.
Sin ella el camino no hubieras emprendido.
Mas ninguna otra cosa puede darte.
Aunque pobre la encuentres, no te engañará Ítaca.
Rico en saber y vida, como has vuelto,
comprendes ya qué significan las Ítacas.