Cuando se levantó aquella mañana, todo parecía normal. La misma habitación, la misma pila de ropa desordenada, la cama revuelta… Se duchó y se vistió apresurada (una vez más, se había dormido y llegaba tarde), y salió corriendo, con la tostada en la boca y poniéndose la chaqueta, hacia el coche.
En el portal se cruzó con su vecino del 4º, el mismo con el que se encontraba a diario y que le deseaba un «buen día», así, en singular y acompañado de una sonrisa. Pero esa mañana el vecino pasó de largo sin decirle nada, dirigiéndole una mirada como si fuera la primera vez que la veía.
No le dio importancia. «Quizá no se encuentre bien», pensó y siguió su camino. Al llegar a la oficina, el guarda de seguridad le pidió su identificación. «¿Esto es nuevo? Es la primera vez que me la pides desde que trabajo aquí», respondió ella incrédula. Jamás había sido necesario mostrar ninguna cédula de identidad para acceder a su empresa y la reacción del guardia, con el que nunca se había cruzado una palabra más allá del «buenos días» o «hasta mañana», pero al que llevaba viendo en el mismo puesto desde hacía años, la dejó descolocada.
Buscó en el bolso, le mostró la tarjeta y accedió a la oficina. En el interior, las cosas tampoco mejoraron. Sus compañeros la miraban raro, como si no la conocieran. Miraba a uno y otro lado por el pasillo entre mesas de trabajo que llevaba hasta su despacho, pero nadie la saludaba con la confianza y el afecto con el que lo hacían otros días.
Pero cuando la secretaria del director salió a su encuentro mientras colgaba el abrigo en el perchero y encendía el ordenador, la misma persona con la que compartía confidencias al salir de trabajar cada tarde y a la que unía una camaradería especial desde el primer día de su llegada a la empresa hacía ya años, supo que aquel día iba a convertirse en una pesadilla de la que no sabría despertar: «Buenos días, la señorita Andrada, ¿no es cierto? Bienvenida al equipo. Acompáñeme, el director la está esperando para darle las primeras instrucciones».
Así de triste y quejumbroso se encuentra el dígrafo ll al sentirse ninguneado en su pronunciación. Porque, confesemos, somos legión quienes caemos en el yeísmo, o lo que es lo mismo, pronunciar de la misma manera la ll (¿soy yo la única que prefiere seguir considerándola una letra y no un dígrafo?) y la y. Aunque ambas son palatales sonoras, la diferencia está en que la ll es lateral, pues en la articulación del sonido correspondiente el aire sale al exterior por los laterales de la boca, al estar cerrado el paso el canal central; mientas que al pronunciar la ye (ya no se llama i griega), el aire sale al exterior por el centro de la cavidad bucal.
Afortunadamente para muchos, el yeísmo está aceptado en la norma culta, por lo que podemos respirar tranquilos. Dice el Diccionario Panhispánico de Dudas: «El yeísmo está extendido en amplias zonas de España y de América y, aunque quedan aún lugares en que pervive la distinción en la pronunciación de ll e y [el DPD se publicó en 2005, antes de que saliera la nueva Ortografía en 2010, que pasó a denominar ye a la antigua i griega. De ahí ese «ll e y»], es prácticamente general entre los jóvenes, incluso entre los de regiones tradicionalmente distinguidoras. Su presencia en amplias zonas, así como su creciente expansión, hacen del yeísmo un fenómeno aceptado en la norma culta».
Así pues, sigamos pronunciando igual /kabáyo/ que /yégua/, que si la norma culta dice que guay, pues viva la madre superiora. Y que el sonido /ʎ/, que es el de la ll, descanse en paz.
Lo curioso de la distinción es que lleva 500 años muriendo y no termina de morir. Sigue siendo fuerte en el castellano andino y en el paraguayo.
Yo pertenezco a la rara especie de los yeístas distinguidores: uso dos consonantes palatales, pero no la palatal lateral. Supongo que somos menos de cuatro gatos