Alberto Royo: «Se buscan ignorantes felices más que personas cultivadas»

A Carlos Galván, el personaje que José Sacristán interpretaba en Viaje a ninguna parte, le encolerizaba la desgana que su hijo Carlitos, actor como él, mostraba durante uno de sus ensayos. «¡No lo digas con ese aire de zangolotino.

El término utilizado por el protagonista de la película de Fernando Fernán Gómez está hoy en desuso por buena parte de los hispanohablantes pero no por parte de Alberto Royo. El profesor de música lo sigue utilizando para describir a esa especie de síndrome que se da con demasiada frecuencia entre los adolescentes, y cuyo principal síntoma es una férrea resistencia a madurar.

Hace unas pocas semanas, fue testigo de un claro ejemplo de zangolotinismo en el Instituto Tierra Estella, de Navarra, donde importe clases de música. Al llegar al aula, Royo se encontró con un motín. Uno de sus alumnos, erigido como líder de la revuelta, le explicó el motivo: el educador usaba demasiadas palabras «raras» en sus explicaciones.

Royo relató la anécdota durante su intervención en el congreso Mentes Brillantes, celebrado hace unas semanas en Madrid. También contó lo que contestó a aquel alumno y al resto de la clase: «Les dije que no tenía intención de dejar de usar un vocabulario rico. Creo que todos los profesores son, lo primero de todo, profesores de lengua y que por eso tenemos la obligación de expresarnos correctamente. Les di dos alternativas: preguntarme las palabras que no entendían, o bien, buscarlas en un objeto muy curioso que se llama diccionario y que también se puede consultar online».

Ese complejo de Peter Pan en el que se encuentra inmersa buena parte de los adolescentes es, a su parecer, producto de la «sociedad gaseosa», término que dio título a uno de sus libros, y que supone un paso más allá de la «sociedad líquida» de la que hablaba Zygmunt Bauman. «En ella, los principios y valores están desdibujados». Y lo están hasta el punto de que los que no son prioritarios imperan sobre otros que sí lo son. En el entorno educativo también ocurre.

«Todas estas teorías que aseguran que solo se puede aprender cuando uno está motivadísimo o se emociona por todo suponen una sobredimensión de la motivación por encima de otros valores como la voluntad, que es mucho más poderosa», dijo.

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A su parecer, los adalides de esta «posmodernidad pedagógica» esconden el hecho de que «el aprendizaje nos proporciona una gran riqueza, la cual no se adquiere de forma inmediata y es precisamente ese camino de obstáculo lo que le da su valor».

«El atajo está hoy bien visto, aceptado y asumido. Y con ello lo que estamos haciendo es desprestigiar otros valores como el esfuerzo, la voluntad y la responsabilidad individual», prosigue.

Es esa obsesión por el atajo lo que explica el éxito de los libros de autoayuda y de los que prometen cosas como aprender inglés en tres meses o interpretar a Bach en seis semanas («muchos de los que nos dedicamos a la música nos preguntamos si a lo largo de toda una vida es posible llegar a interpretar a Bach como se merece»).

Pero Royo no está dispuesto a dar su batalla por perdida. «No es lo mismo engañar a una persona adulta que a un adolescente o a un niño». Por eso desde hace tiempo se propuso combatir «las pedagogías gaseosas y toda esa serie de dislates que se están produciendo en la enseñanza». Su misión: «defender la realidad del aula frente a la de los expertos educativos que son todos aquellos que opinan sobre educación sin dar clase».

Le preocupa, dice, la peligrosa deriva hacia una sociedad como la que describía Huxley en la que se buscan ignorantes felices más que personas cultivadas. «Una sociedad que contrapone la felicidad  al conocimiento y a la creatividad cuando es precisamente el conocimiento y el espíritu crítico lo que nos hace a la larga mucho más felices».

El objetivo originario del docente comenzó a distorsionarse, asegura, desde el momento en que se le encomendó entretener y divertir. «Lo que necesitamos realmente es que los alumnos cultiven la atención porque la alta cultura así lo requiere».

Por eso él reconoce que en sus clases de música utiliza métodos totalmente contrarios a las corrientes pedagógicas imperantes. «Según estas, hay que adaptar las piezas que se escuchan en clase a los gustos musicales de los alumnos. Yo no lo creo así. Prefiero inocular en mis alumnos el mismo virus que me transmitió a mí mi padre cuando era niño y me llevaba al Teatro Principal de Zaragoza para saber quién era Mozart, Wagner, Bach…».

Que su manera de entender la docencia no sea bien vista por algunos educadores se debe, en su opinión, a un problema de comunicación: «Si uno habla de exigencia parece que está reñida con el afecto o el compromiso con los alumnos. Y no es así. Si les enseño algo a lo que por iniciativa propia no se acercarían, no se lo estoy imponiendo por mera autoridad; les estoy diciendo: “Confiad en mí, lo que os estoy enseñando es algo valioso”».

Royo recurre a una cita del especialista en música antigua Hopkinson Smith para validar su teoría:

[pullquote ]Nuestra capacidad para abrir horizontes es infinita: uno sabe cuándo empieza pero no cuándo termina[/pullquote]

Y concluye aportando su receta antizangolotinos: «Es algo que se cura estudiando y aprendiendo. Reivindicar el conocimiento es algo urgente y nuestra principal labor como docentes es la de forjar el carácter de nuestros alumnos para que en el futuro se conviertan en ciudadanos libres, críticos y capaces de disfrutar no de forma superficial sino con hondura de la vida».

1 Comment ¿Qué opinas?

  1. Algo bonito? Esta premisa del «form» queda pipí cucu con el articulo que dicho sea de paso me siento to identificado

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