La portada fantasmagórica de Yorokobu

3 de noviembre de 2015
3 de noviembre de 2015
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La noche del 14 de octubre Baimu recibió una llamada. El estudio estaba sumido en ese silencio otoñal que tiñe el aire de negro y el teléfono sonó atronador. El ilustrador salió de un susto de la concentración que lo tenía absorto, entre sus máquinas y papeles, en la habitación del fondo.
La llamada venía con prisa. El reloj había empezado a correr antes de que le pidieran el trabajo. Baimu, antes de pensarlo, aceptó. La noche se hizo entonces más negra, más larga, más abismal. Tiró al suelo las hojas en las que había estado trabajando y colocó sobre la mesa una nueva. El blanco inmaculado producía el mismo vértigo que las profundidades de un agujero negro. Las agujas del tiempo empezaban a pinchar.
Baimu arrancó el papel de la mesa, lo tiró al aire y exclamó:
–¡No eres tú! El primer enemigo que he de batir soy yo mismo. Yo soy mis fantasmas y mis temores.
El joven empezó a dar vueltas por la habitación. Lo hacía tan rápido que mareó a las sombras.
–¿Podré hacerlo? ¿Llegaré a tiempo? ¿Seré capaz de crear un concepto lo suficientemente bueno?
baimu
El terror empezó a escalar por la piel de Baimu. Tanto lo atrapó que volvió a la mesa, cogió un puñado de papeles y lápices, y los esparció sobre el tablero. Agarró el ratón de su ordenador y empezó a moverlo en trazos secos. Entre sus pensamientos se insinuaban escenas fantasmagóricas y carteles de películas clásicas de horror en blanco y negro.
Los destellos de la noche y las umbrías del miedo se adentraron en la composición. Los píxeles crujían, las letras convulsionaban.
–Son ellas –dijo Baimu. –Las luces y las sombras de la mente creativa.
La mañana del 20 de octubre despertó entre nubarrones. Baimu encendió su computadora y envió esta portada de la revista Yorokobu de noviembre. Las manecillas del reloj, que esperaban, implacables, para estrangularlo si no llegaba a tiempo, tuvieron que cruzarse de brazos. La genialidad del ilustrador había humillado al miedo. Nada entonces fue más aterrador que la belleza de su obra.
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