En la película El dormilón, Woody Allen despierta después de haber permanecido 200 años durmiendo. Una de las primeras cosas que piensa es que ha sido una lástima despilfarrar así esos dos siglos: de haberlo invertido en terapia, ya casi se habría curado. Esta sardónica escena contra la psicoterapia también podría extrapolarse a muchas otras áreas de la medicina donde la cosa parece ir a trompicones, ya sea por falta de inversión, desconocimiento o simple carencia de recursos públicos, que finalmente originan colas de pacientes a lo Woody Allen, es decir, que duran dos siglos.
Afortunadamente, antes de que nuestros políticos reaccionen, una posible solución podría llegar desde el ámbito la informática. El advenimiento de un tipo de medicina que necesitará menos médicos y que podría agilizar los tratamientos, así como democratizar la salud a nivel global.
Mi médico tiene voz sintética
A priori, someternos al escrutinio médico de un cachivache que se parezca ligeramente a HAL 9000 y que, con un soniquete electrónico, diagnostique nuestra salud, produce desconfianza. Pero es el mismo tipo de desconfianza que generaban los marcapasos artificiales, el primero de los cuales fue implantado en los años 1950.
Nuestro síndrome de Frankenstein puede reducirse un poco si pensamos en las aplicaciones que ya estamos empezando a usar en nuestro smartphone o wearables que monitorizan nuestro ejercicio, informándonos de las calorías quemadas o del futuro de nuestra salud cardiovascular si no salimos a correr más a menudo.
La medicina automatizada solo da un paso más allá. El futuro inmediato de los weareables será el control exhaustivo de nuestras tasas metabólicas y la proyección de nuestros niveles de colesterol. En 2012, por ejemplo, la Food and Drug Administration (FDA) ya aprobó la primera píldora electrónica, un pequeño sensor de un milímetro cuadrado desarrollado por Proteus Digital Health que, una vez entra en contacto con los ácidos de nuestro estómago, se pone en funcionamiento. El sensor envía señales a un pequeño receptor que hay fuera del cuerpo, el cual envía los datos a nuestro smartphone, lo cual ofrecerá ventajas inimaginables hace apenas una década, tal y como explican los visionarios Eric Schmidt y Jared Cohen en su libro Futuro digital:
El receptor puede recopilar información sobre la respuesta de un paciente a un medicamento (supervisando la temperatura del cuerpo, la frecuencia cardíaca y otros indicadores), deriva los datos a los doctores e incluso controla lo que ingiere la persona. Para las personas que sufren enfermedades crónicas y en particular para los ancianos, esta tecnología permitirá avances significativos: recordatorios automáticos para tomar los distintos medicamentos, la capacidad de medir directamente cómo reacciona el cuerpo de una persona a los medicamentos y la creación de un bucle de intercambio de información digital instantánea personalizado con los doctores.
Muchas visitas al médico podrán evitarse sencillamente con los reconocimientos de nuestro smartphone: “todo va bien, Dave, pero evita comer más grasas por hoy”.
Las ventajas de compartir tu estado con los demás
Muchas personas, sobre todo los más hipocondríacos, preferirán no conocer su estado de salud con tanta minuciosidad, y derivarán dicha información a su médico de cabecera. Pero lo más interesante de esta ingente colección de datos sobre nuestro cuerpo es la posibilidad de compartirlos con los demás.
No será necesario que el vecino del cuarto segundo sepa que deberíamos acudir al proctólogo y otros detalles de nuestro historial médico: los datos podrán subirse anónimamente a bases de datos compartidas donde se tabularan para ofrecer nuevos avances en diagnosis, medicación y hasta praxis médica. Y, sobre todo, supondrán una rebaja considerable de los costes médicos generales, que en países como Estados Unidos suponen ya el 17,9 % del PIB, y que no dejarán de crecer ante una sociedad cada vez más longeva y envejecida. Tal y como advierte Jeremy Rifkin en su libro La sociedad del coste marginal cero:
La asistencia médica, que tradicionalmente ha sido una relación privada entre médico y paciente en la que el primero prescribía y el segundo obedecía con pasividad, de repente se ha convertido en una relación entre iguales y de escala lateral donde pacientes, médicos, investigadores y otros profesionales de la saludo colaboran en procomunes en red abiertos con el fin de fomentar la atención al paciente y la buena salud de la sociedad.
Los primeros indicios de cómo la minería de datos permite mejorar todos los procedimientos en el ámbito de la salud se observaron ante el fenómeno de Google Flu Trends. Analizando estadísticamente dónde estaban las personas que más buscaban acerca de los síntomas de la gripe en Google, se logró predecir moderadamente dónde se iban a producir epidemias de gripe, aunque todavía queda mucho trabajo que realizar en ese sentido. Esto solo es el principio: por ejemplo, Gilles Frydman quiere ir mucho más allá con Association of Cancer Online Resources (ACOR), el procomún médico en el que 600.000 pacientes y profesionales participan en 163 comunidades virtuales con objeto de guiar la investigación sobre la enfermedad.
Incluso la investigación médica más puntera podría mejorar gracias a la colaboración online de los ePacientes. El primer estudio científico realizado mediante este procedimiento que ha logrado refutar la conclusión de un estudio convencional (que sugería que el carbonato de litio podía reducir el avance de la esclerosis lateral amiotrófica) fue publicado por PatientsLikeMe, una iniciativa en la que participan más de 200.000 pacientes con 1.800 enfermedades diferentes.
Errar humanum est
El uso de inteligencia artificial en los diagnósticos médicos puede resultar aberrante e insuflarnos un prurito ludita, pero sus beneficios ya se han probado en otras áreas. Las máquinas ya ganan al ajedrez a los expertos o saben pilotar aviones mucho mejor que los pilotos más avezados: ¿por qué no iban a ser igual de competentes al diagnosticar una enfermedad?
Los primeros pasos en este terreno los están dando las redes neuronales artificiales o RNA, como las que emplea ya la clínica Mayo para evaluar si los pacientes padecen endocarditis, un tipo de infección cardíaca. De hecho, desde 1900 ya se emplean sistemas de escaneo automatizados para el examen de diapositivas citológicas.
Tal vez no queramos dejar en manos de una máquina nuestra salud, pero ¿por qué no permitir que las mismas repasen el diagnóstico de un facultativo humano? Diversos experimentos sugieren que los médicos cometen un gran número de errores a la hora de interpretar radiografías, y también son víctimas de sesgos cognitivos o de la mera fatiga.
Los médicos tampoco son nada precisos al predecir los riesgos de suicidio de sus pacientes, por ello se está programando un algoritmo que sea más eficaz en esta tarea. Así nace el programa STARRS (Study to Assess Risk and Resilience in Servicemembers), auspiciado por el Ejército de los Estados Unidos (al parecer, la tasa de suicidio entre militares es más elevada que el de la población general). STARRS examinó cientos de patrones de 53.769 hospitalizaciones psiquiátricas de soldados entre 2004 y 2009 y su capacidad predictiva se reveló como asombrosa. Ningún ser humano podría hacer algo así. Porque el ser humano es falible.
Un excelente ejemplo de la falta de fiabilidad humana es el siguiente. La American Child Health Association llevó a cabo un estudio médico en el que se solicitaba al doctor A, pediatra de Nueva York, que visitara a 400 niños de once años que no habían sido sometidos a una tonsilectonía (extirpación de las amígdalas) a fin de que recomendara a cuántos de ellos recomendaba la intervención quirúrgica. El doctor A aconsejó la intervención al 45 % de los niños. A un doctor B se les presentó solo los niños que el doctor A había recomendado la intervención, y recomendó dicha intervención a solo un 46 % de este grupo. A un doctor C se le presentaron los niños que habían sido diagnosticados ya por el doctor A y el B, y el C recomendó que el 44 % fuera intervenido.
La razón de ello residía en el llamado efecto ancla, un efecto psicológico ampliamente documentado que sugiere que nuestro cerebro se queda anclado en una cifra o una magnitud presentada y que posteriormente cualquier evaluación estará influenciada por la misma, tal y como refiere Joan Ferrés i Prats en su libro Las pantallas y el cerebro emocional:
¿Cuál es el ancla, el elemento de referencia, en el estudio de los pediatras estadounidenses? La creencia médica de que aproximadamente un 50 % de los niños de once años necesita una tonsilectomía. Esta creencia interiorizada en los años de estudio y de práctica profesional, se había convertido en una pauta de condicionó la valoración supuestamente racional que los pediatras hicieron de la realidad.
Sin contar que no todos los médicos se mantienen al tanto de la evolución de la bibliografía médica, que duplica su volumen cada pocos años. Según Ben Goldacre en Mala ciencia, se estima que mensualmente se publican 5000 revistas médicas especializadas y que, hasta el día de hoy, se han publicado unos 15 millones de artículos médicos. La mayoría es incapaz de asumir tales cifras, que no dejarán de crecer con los años.
No menos importante, aunque quizá más controvertido, sea el hecho de que no todos los médicos son honrados, tal y como señala Joseph Hallinan en Las trampas de la mente: “Por ejemplo, en un estudio se observó que el 84 % de los médicos pensaba que sus colegas estaban influenciados por los obsequios de las compañías farmacéuticas”. Muchas recetas son inútiles o excesivas, por mor del poco tiempo que los médicos disponen para abordar a cada paciente. Y los gastos anuales por prescripción de medicamentos, en consecuencia, no dejan de crecer.
Si se usan equipos hombre-máquina, la inteligencia artificial ni siquiera debe ser muy sofisticada. Hasta Google es capaz de ofrecer diagnósticos bastante acertados, tal y como sugiere un estudio realizado por Hangwi Tang y Jennifer Hwee Koon Ng tras examinar 26 casos diagnosticados cuyos síntomas se introdujeron en Google. En el 58 % de los casos el diagnóstico de Google fue correcto.
En consecuencia, no sé si en mi próxima visita al médico tendré que enfrentarme a la pupila roja y la voz monótona de HAL 9000. Pero quizás desconfíe un poco más de aquel tipo de bata blanca. Sobre todo si es proctólogo.
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