La etimología es una cosa muy seria. Descubrir el origen de una palabra, la razón de su existencia, de su significado y de su forma puede ser apasionante y soporífero en la misma proporción. Qué le importa al común de los mortales si un vocablo viene del latín, del griego o del alemán. Son datos fríos. Quizá por eso el Diccionario no profundiza mucho en este tema. Pero hay otras historias que explican el nacimiento de las palabras o de sus significados que no se encuentran allí. Anécdotas, sucesos, objetos de película… Son la chicha, la sal y la pimienta de nuestro idioma. Porque además de significar, las palabras tienen su propio storytelling. De cómo nacieron algunas y de cómo murieron otras va todo esto.
CURSI
Abuelita RAE, abuelita RAE, ¿me cuentas la historia del origen de cursi? ¡Uy, hijo, qué cosas me preguntas! Ese cuento no está muy claro. Hay quien dice una cosa, hay quien dice la contraria… ¡vete tú a saber!
Esa sería la respuesta, versión fábula, que la Academia da del origen etimológico de cursi. Exactamente dice «Etimología discutida». Y como debe ser que el nuevo Diccionario les salía ya, más que gordo, obeso mórbido, mejor lo dejaron ahí y pasaron al grano, que es la definición.
Cursi es «1. Dicho de una persona: Que pretende ser elegante y refinada sin conseguirlo. 2. Dicho de una cosa: Que, con apariencia de elegancia o riqueza, es pretenciosa y de mal gusto».
Pero, claro, nos falta la chicha: ¿cuál es su origen? Hay teorías que se tiran a la piscina y creen que viene de cursia omnia, que significaría «para todos», y que querría decir despectivamente «en lenguaje corriente, para que lo entienda todo el mundo». O lo que es lo mismo, hacer vulgar lo exquisito.
Otros, como Joan Corominas, creen que puede venir del árabe kúrsi, que significaba silla, más tarde trono, y que se usaba para designar personajes importantes (figurones, en una palabra), que a ojos del pueblo vestían y se comportaban con mucha presunción.
Pero hay otra teoría, rebatida por el propio Corominas, que aunque no sea cierta sí tiene más gracia que la filológica. La expuso el erudito gaditano José María Sbarbi en 1873, dentro de su obra Florilegio o ramillete alfabético de refranes y modismos comparativos y ponderativos de la lengua castellana (y olé por los títulos breves). Y nos hace viajar en el tiempo hasta el Cádiz de la segunda mitad del XIX.
Por el paseo donde se dejaba ver lo más granado de la capital gaditana, no era extraño ver a tres jovenzuelas, hijas de un sastre francés apellidado Sicour, que caminaban altivas entre los paseantes. Las jóvenes lucían las últimas tendencias de la moda, sin importarles si al resto de la cateta (a sus ojos) sociedad andaluza de la época pudiera parecerle extravagante y ridícula. Ellas eran francesas, mon Dieu, y estaban por encima del bien y del mal. ¡Qué sabrían esos ignorantes españoles!
Unos estudiantes de medicina que las veían caminar con ese aire tan superior y altivo, con más guasa y sorna que una chirigota de carnaval, inventaron una coplilla sobre ellas que pronto causó furor entre los gaditanos. La cancioncilla no hacía más que repetir «las niñas de Sicour Sicur Sicur Sicur… ». Tanto repetían que Sicur se transformaba en cursi, y así pasó a denominarse a las tres pipiolas en tono de mofa: las cursis. Siguiendo con la burla y como el nombre les hiciera gracia, acabaron llamando así a todo ser humano afectado, ñoño y cuya manera de vestir tan a la última (que casi se diría vanguardia) se asemejaba peligrosamente a la de las tres hermanas.
La gracia corrió como la pólvora entre el pueblo y de Andalucía saltó al resto del país. El rastro de las tres hermanas pretenciosas se perdió en la memoria del tiempo. Tan solo algún sainete posterior las recordaba en tono jocoso. Pero ahí nos ha quedado la metátesis y una personalidad que nos suele dar mucha risa.
Imagen de portada: Lara Danielle bajo licencia CC