La técnica ayuda a que los trabajos artísticos sean profesionales, aseados. Aquí está el cuadrito industrial que adorna el pasillo o la concursante que imita la voz y los gestos de una cantante —que no la pasión— de la misma manera que un crío recita la tabla de multiplicar. Cuando la técnica se mezcla con la pasión el resultado es explosivo. La pasión hace que olvidemos la técnica artística, las horas que hay detrás, la pasión del artista es hipnótica.
Una prueba de falta de pasión la encuentro en una conocida serie de televisión. En la escena aparecen figurantes con picos y palas, palustres y ladrillos en lo que parece una obra. Pero el terreno está liso. Ni una zanja. Unos figurantes simulan cavar el suelo y otros recoger aire para verterlo en una carretilla vacía o dentro de una hormigonera. Otros figurantes en cuclillas cogen ladrillos para colocarlos como piezas de Lego sin fingir que aplican mezcla. (¿Tanto esfuerzo supone pasar por obreros de la construcción?).
Esto podría ser válido en una obra de teatro o una película de Lars von Trier (como Dogville), pero inadmisible en una producción que pretende ser realista. Pero no toda la culpa es de los figurantes, al fin y al cabo siguen las instrucciones del realizador del episodio.
Entre los figurantes que con ninguna maña fingían ser albañiles y Daniel Day-Lewis hay millones de años luz de técnica y pasión. Entre ambos extremos, un ejército de actores que van desde los menos talentosos a monstruos de la interpretación. ¿Por qué sobresale Day-Lewis? Porque el actor británico nacionalizado irlandés es el personaje en todo momento: no es Day-Lewis «haciendo de…» Day-Lewis no está. Hay otra persona ocupando su mismo espacio físico.
Los actores y las estrellas
Un actor interpreta con mayor o menor oficio, mayor o menor interés, a un personaje siguiendo una rutina sencilla: memoriza el diálogo y lo suelta; si el personaje siente vergüenza mira al suelo; si tiene miedo abre los ojos; si está preocupado, toma aire… Gestos que reconocemos.
Luego está la estrella. Una estrella puede ser un buen o mal actor, e incluso no ser actor. En cualquier caso, la estrella interpreta un mismo papel con diferentes nombres. Por esto si decimos: «¿Vemos una de Bruce Willis» o «¿vemos una de Jennifer Aniston? » sabemos qué nos proponen. Aunque Willis y Aniston hayan interpretado personajes con distinto registro, cuando alguien dice «¿vemos una de…», esperamos que Willis golpee y Aniston intente hacernos reír.
Luego está el monstruo de la interpretación que por comodidad o dinero reinterpreta el mismo personaje —el que le dio la fama— una y mil veces. Robert de Niro, por ejemplo, que es el Robert de Niro de Casino y Uno de los nuestros una y otra vez en comedia y en drama.
Sin embargo, si alguien dice: «¿Vemos una de Day-Lewis? », no podemos estar seguro a qué se refiere quien lo propone.
Daniel Day-Lewis, el suplantador
Daniel Day-Lewis trabaja, como pocos, de otra manera. Quien transmite calma en los momentos más graves es Lincoln y no Day-Lewis; quien se exalta es el reverendo Proctor (El crisol) y quien tima a los granjeros es el buscador de petróleo Plainview (Pozos de ambición). En ninguno de estos personajes vemos a Day-Lewis asomarse. No hay un gesto-cliché común a los personajes.
Day-Lewis llega al punto de dar a cada personaje un acento según su origen, época y rasgos psicológicos. Es un trabajo ensombrecido por el doblaje. A pesar de esta barrera, la presencia de los personajes de Day-Lewis apabulla. No siempre ocurre. Dirk Bogarde (El sirviente, Muerte en Venecia) dijo en cierta ocasión que la voz es el 80 por ciento del trabajo de un actor.
Se comprueba que Day-Lewis muda de piel viendo en un par de tardes El último mohicano, Pozos de ambición y Lincoln. Si uno pone atención, observa que Day-Lewis mantiene el personaje con los niños-actores.
Ojo de Halcón (El último mohicano) actúa como el cariñoso tío que coloca sobre sus rodillas a su sobrino pequeño al que hace meses no ve. Un abrumado Lincoln recibe con alborozo a su hijo más pequeño que entra de sopetón en el despacho. La irrupción del pequeño es el mundo infantil que permanece en medio de la guerra, y Lincoln quiere seguir el juego a pesar de que está exhausto. En Pozos de ambición es un padre distante y por momentos cruel. Day-Lewis no se sale del personaje para que el actor niño se sienta cómodo.
Llama la atención que en una de las escenas más dramáticas de Pozos de ambición, Paul Thomas Anderson filme a Daniel Day-Lewis plano general. El director tiene un por qué.
Recordemos que Plainview envía a su hijo a un internado avergonzado por su sordera. Lo trae de vuelta por el chantaje al que le somete Paul Dano, el pastor de una secta cristiana (más conocido como el hermano de Pequeña Miss Sunshine).
Un núcleo de verdad
Que Day-Lewis es un embaucador lo sabemos desde La insoportable levedad del ser (1988). Day-Lewis se siente incómodo con la idea de interpretar a un cirujano checo que habla inglés con acento checo; necesita «un núcleo de verdad», algo a lo que agarrarse, para entendernos. Por esto aprende checo en ocho meses. Así se siente cómodo. Fue a partir de esta película cuando Day-Lewis inmersiona en cada uno los personajes de una forma que muchos críticos consideran insana. Un método que le lleva a preparar sus personajes durante meses e incluso años.
Imaginación y experimentación
«Cuando no sabes por experiencia o no puedes explorar [un personaje] a través de la imaginación, lo mejor es hacer algún tipo de trabajo práctico que estimule la imaginación, porque finalmente todo es un acto de imaginación».
Para completar la imaginación Day-Lewis recurre a distintos trucos ya conocidos por sus seguidores. Unos, sencillos como pasear por Nueva York con sombrero de copa y bastón, y alojarse en el hotel de La edad de la inocencia; o aprender a afilar cuchillos y filetear como un carnicero para Gangs of New York o firmar los correos electrónicos como Abraham Lincoln y pedir a Spielberg que le trate como «Sr. Presidente». (Realmente, cosas simples que los que se dedican a la escritura de ficción o la interpretación deberían tener en cuenta para no meter la pata).
Otros ejercicios de Day-Lewis requieren de una gran fortaleza físico y mental para no acabar quebrado (descanse en paz, Heath Ledger, amado-aborrecido Joker, a quien Day-Lewis recuerda con admiración y del que esperaba grandes cosas). Aprender checo incluso se convierte en un divertimento en comparación con entrenarse como boxeador durante año y medio para The Boxer, y por el camino lamentarse por las costillas rotas.
Menos divertido es permanecer dos meses en una silla de ruedas y aprender a escribir y pintar y poner discos con el pie izquierdo para Mi pie izquierdo. En el rodaje pide —y se lo consienten— ser puesto y quitado de la silla por el equipo de rodaje —como si este fuera un equipo de celadores—, y ser alimentado por cuchara por otra persona. (En el momento en el que escribo estas líneas, duerme sobre mis piernas una gata; tres horas enroscada; inmovilizado estoy para que no despierte. Por lo que de alguna manera imagino el esfuerzo que supone a Day-Lewis estar pegado a la silla).
Para El último mohicano aprende a construir canoas, a rastrear y cazar animales con rifle de chispa y tomahawk y solo come lo que mata. Day-Lewis es realmente el último mohicano.
Pasa tres días incomunicado en una celda para En el Nombre del Padre. Day-Lewis necesita saber qué siente una persona aislada porque no quiere inventárselo. Esto es honestidad. Y una locura. Tanto como no llevar un abrigo porque no lo considera de la época de Gangs of New York, lo que le cuesta una pulmonía. O no bañarse durante el rodaje de Las brujas de Salem para sentirse como un hombre del siglo XVII.
Una forma de entender el trabajo que da lugar a leyendas y parodias. El New Yorker imagina cómo sería la cena de Navidad en familia de Day-Lewis: un año se presenta como mohicano y acusa a su cuñado de querer corromperlo con alcohol; otro años acusa de bruja a su cuñada y otro es Lincoln tratando al novio negro de su sobrina con paternalismo.
«Hay demasiadas fantasías acerca de los detalles de mi trabajo», dice Day Lewis. Para él, hay momentos en su trabajo en los que necesita hacer determinadas cosas en vez de quedarse parado. Una forma de entender la profesión de actor que le impide desprenderse fácilmente de los personajes. Day-Lewis reconoce que deja que se desvanezcan despacio.
Puesto que Day-Lewis necesita un núcleo de verdad, uno entiende que rechace ser el Lestat de Entrevista con el vampiro; que diga nones al Aragorn de El señor de los anillos o no se vea con el traje de cuero de Batman con pezones peligrosos (que acaba en manos de Val Kilmer).
Pozos de ambición o la intensidad
Paul Dano, el reverendo de Pozos de Ambición, habla de su miedo en algunos momentos del rodaje «porque Day-Lewis es un actor intenso». Una de las escenas más cruentas forma parte de la selección de USA Today de las 25 mejores escenas de los últimos 25 años (películas con exceso de testosterona, hay que decirlo, excepto un par, porque los hombres también tenemos corazoncito):
https://youtu.be/KQHQ9e9mtng
Mucho antes de la bolera, el espectador se queda atónito cuando el petrolero Day-Lewis reacciona con violencia contra el pastor de la secta cuando este reclama con frialdad una donación.
Escenas como estas llevan a Plainview a aparecer en las listas de los «mejores» villanos de cine de los últimos años.
Lincoln: cómo un mito se hace hombre
Day-Lewis no se prodiga en el cine. Trabaja cuando quiere y en lo que quiere. No elige los papeles por dinero o el prestigio que pudiera darle. Hacer las cosas que desea también forma parte de la receta de Day-Lewis para dar todo de sí. Rechaza a Scorsese durante años y si acepta trabajar en Gangs of New York es por la insistencia del director que lleva veinte años preparando la producción. Day-Lewis dice en las entrevistas que acepta porque se identifica con aquellas personas que ponen pasión en lo que hacen.
Años después, Day-Lewis rechaza a Spielberg hasta en dos ocasiones porque no se consideraba la persona adecuada para interpretar un mito como Lincoln. El director pide al guionista Tony Kushner (también de Munich) que rehaga el guión para convencer a Day-Lewis hasta en tres ocasiones (creedme, la redacción de una nueva versión de guión puede durar meses e incluso años).
A la tercera va la vencida y Day-Lewis acepta ser Lincoln aunque con reparos porque no sabe cómo acercarse al personaje. No hay testimonios de primera mano sobre Lincoln. Primero lee la novela que Spielberg toma como base, estudia la escritura de Lincoln y examina durante mucho tiempo las fotografías tomadas al presidente en los últimos meses de su vida. Day-Lewis cuenta:
«Miré las fotografías de la manera que a veces uno mira su reflejo en un espejo y se pregunta quién es esa persona está mirando al otro lado».
Quien ve Lincoln tiene en todo momento la sensación de estar ante una persona real. Lincoln es una película cercana al documental dramatizado sobre la derogación de la esclavitud en Los Estados Unidos. Y aunque esperamos el final (más o menos conocemos la Historia de Los Estados Unidos), queremos ver cómo Lincoln lo consigue; ver cómo este hombre que parece un abuelete que cuenta cuentos, terriblemente cansado, se sale con la suya.
Pero mucho antes que los trucos del oficio está la pasión de Daniel Day-Lewis. El deseo por explorar los recovecos de las mentes de otras personas y llevarse los descubrimientos a su interior para después volverlo a sacar. Es el atrevimiento del pintor o el músico o el escritor ambicioso que lo atrapa todo, lo reordena en la cabeza y lo suelta como una bomba. Así se consigue la magia.