Odiar está feo. Dicen. Pero realmente odiar es humano, necesario, casi una cuestión de supervivencia. Solemos odiar, incluso sin saberlo o desearlo, justo desde el momento en el que hay gente que hace cosas que no es que no nos gusten… nos irritan, nos sacan de nuestras casillas. Y encima lo hacen -parece- por joder.
Hay quien merece ser odiado, incluso quien parece perseguir el que les odies. Personalmente, si tuviera que hacer un listado de características que hacen que odie mucho a la gente, se me ocurren hasta diez muy definitorias.
– El que presume de defraudar. Ay, amigo, qué idiota eres que le pides factura al fontanero, cuando te saldría más barato si te lo hiciera sin IVA. Claro, compañero, pero imagino que además estarás cobrando el paro, alguna pensión, o incluso alguna especie de convenio a cuenta del Estado. ¿Cómo crees que se paga ese dinero? ¿Y el de esa Sanidad a la que criticas? ¿Y esa carretera sin peaje? ¿Y a ese barrendero de tu barrio? Que defraudes te hace odioso, que presumas de ello te convierte encima en despreciable.
– El que tiene perro y te obliga a tenerlo a ti. Me encantan los perros. De hecho, tengo perro. Pero yo recojo cada deposición, de las dos de media al día que ha hecho durante los seis años y medio de vida que tiene. Eso, sumado, son muchos kilos de caca. Y sí, los recojo, con bolsa o kleenex cuando no tengo bolsa, incluso cuando dan mucho asco. Porque son mías, como la elección de tener perro. Mías y no tuyas, y en el espacio público tú no tienes por qué soportarlas. También llevo atado a mi perro a no ser que vea que no molesta a nadie, y siempre pendiente de que no se acerque a nadie o pueda molestar. Y si no, me lo llevo. Mi perro es mío, y yo elijo soportarlo en lo bueno y en lo malo, no tienes que aguantarlo tú. Así que no me hagas que soporte a tu animal porque es tuyo, y no mío.
– El que tiene niños y hace que los demás los soporten. También me gustan los niños, y tengo los míos propios. Intento comer poco fuera de casa si veo que pueden dar la nota y molestar a los otros comensales, y si sucede los cojo, los saco y hasta que no se calman no vuelvo a entrar. Intento no cambiarlos en espacios públicos cerca de la gente, porque son míos y no de ellos. Nunca los dejo a cargo de nadie porque soy yo quien tiene que cuidarlos. La socorrista de la piscina no es monitora de guardería, por más que me apetezca darme un baño tranquilo. Y si gritan, que griten en mi casa, pero no delante de la ventana de la tuya. De nada.
– Yo no cojo el ascensor en el metro ni en el centro comercial, a no ser que lleve el carro con los niños. O si llevo muletas, o silla de ruedas. O si mi señora está embarazada. Lo mismo con el Metro o el autobús: sólo me siento si estoy exhausto y hay sillas libres, y siempre pendiente de si entra alguien mayor, o con muletas o niños -al brazo o dentro de la tripa-. El ascensor no es para evitarte las escaleras (mecánicas, ojo, que no te vas a herniar), ni estás tan necesitado de sentarse como ese abuelo de 80 años que se agarra para no caerse en el Metro. Levanta la vista de tu móvil, quítate los cascos y atiende un poco, no me obligues a avergonzarte delante de todos pidiéndote que te levantes porque ese sitio no es para ti.
– Tu música es una mierda, no la compartas conmigo, especialmente en sitios públicos. Me fascina la gente que va con el auricular del manos libres y sostiene el móvil ante su boca y habla ¿Es necesario ese postureo si tienes un manos libres? O mejor: la gente que habla por el móvil como si te interesara su conversación, o que aprovecha el viaje en tren, cuando todos guardan silencio, para llamar a todos sus -supongo- amigos. Aunque los mejores son, sin duda, los que escuchan música con el altavoz del móvil, ya sea yendo por la calle o en el transporte público. Estoy por hacer acopio de auriculares de estos de RENFE y meterlos en mi bolsa para ir dándoselos. Tengo la teoría de que, a peor gusto musical, más tendencia a hacernos escuchar su mierda a los demás.
– No te conozco, así que no me apetece ni hablar contigo, ni besarte. ¿Tú sabes esa gente que te empieza a dar coversación y, una vez pasada la cortesía, sigue insistiendo? Puede ser el taxista, la abuela que va contigo en el bus o ese señor que viaja en el mismo avión que tú. Hasta en el bar pasa cuando desayunas tranquilamente. No te conozco y, seguramente, no me interesas. Sonrío y contesto porque soy educado pero, por favor, si ves que intento cortar la charla, respétalo. Lo mismo que esa costumbre tan de abuela de «este es mi nieto nosequién, ¿te acuerdas de él?», a lo que la otra abuela contesta «claro, qué mayor, dame un beso», y ala, a plantarle un beso a la señora que ni sabes quién es ni te interesa. Yo prefiero besar cuando quiero y a quien quiero, abuela. Gracias por no obligarme a ser simpático si no me apetece.
– Conducir por la izquierda te hace merecedor de una multa por incivismo, eso lo sabemos todos. Y cuanto más despacio vayas y más vacío esté el carril de la derecha, más. Repasemos juntos las lecciones de la autoescuela: el carril de la izquierda sirve para adelantar y luego, vuelves al derecho. Si te da miedo la barrera de la derecha o es que los camiones han hecho que aparezcan muchos baches en el asfalto no es problema mío: no me obligues a ir detrás tuyo, porque ni quiero pegarme a tu culo, ni hacerte ráfagas, ni pitarte, ni ir kilómetros con el intermitente encendido, ni acabar -harto- adelantándote por la derecha. Sencillamente, termina tu maniobra y apártate tranquilamente para que yo, a una velocidad adecuada y dentro de lo legal, siga mi camino.
– Lo bueno de tener moto es que en los atascos voy sorteando coches, lo cual está muy bien. Lo malo es cuando los voy adelantando conduciendo sobre las líneas entre los carriles y, de pronto y sin intermitente -hop-, me planto delante en mitad de un carril. Claro, el coche de detrás tiene que frenar para dejarme sitio porque ahora de pronto soy un vehículo normal con anchura de carril normal. Y ojo, porque si me rozas con el coche tú te harás un rasguño, pero yo puedo matarme, así que ya puedes ir frenando si no quieres ser un incívico. Igual que esos, en moto o en coche, que en ese espacio que tú has dejado a modo de distancia de seguridad ven un hueco perfecto para adelantar pegándose a ti. Inhabilitación y vuelta a la autoescuela ya.
– Este es un país lleno de gente brillante. Tanto que todos son médicos, abogados, científicos y entrenadores de fútbol, siempre con mejores ideas o réplicas que hacer a los pobres que sólo son una cosa y se dedican a ella. Posiblemente por eso el país va tan bien. Es verdad que en una sala con gente casi siempre hay alguien que sabe más de algo que tú, pero casi es más verdad que en esa misma sala va a haber muchos que creen saber más que tú. Aunque tú te dediques a eso y ellos no lo hayan hecho en su vida. Es que no tienes ni puta idea, hombre.
– Siempre hay gente que, misteriosamente, tiene razón. Incluso habiendo dicho lo contrario de lo que dijeron antes. Es una especie de superpoder mágico que sólo unos pocos poseen, más de los que tú desearías, en cualquier caso. Son gente que, además, es de naturaleza intransigente: hables de política (sobre todo de política), de fútbol o de la vida en general, no darán su brazo a torcer. Como mucho, te verás inmerso en una conversación improductiva en el que el otro te despreciará, no llegarás a ningún punto en común y, seguramente, acabaréis enfadados. Así que mejor déjales con su verdad, dales la razón e intenta iniciar otra conversación. Y a la otra piénsate muy mucho volver a intentar tratarle como a una persona normal. Son superiores, no lo olvides.
Este es mi decálogo, con mis razones para odiar a la gente. Mías, personales e intransferibles. Seguro que a ti se te ocurren otras, puede que incluso sean mejores. No te cortes y contribuye en los comentarios: odiar, recuerda, es necesario. Hasta rejuvenece.