Desmontando la utopía tecnológica de nuestros tiempos

David Graeber está profundamente decepcionado con el camino que está tomando nuestro progreso tecnológico. Este pensador y antropólogo estadounidense pasó su infancia viendo The Jetsons (Los Supersónicos en España), una serie de dibujos animados ambientada en el futuro y en la que sus protagonistas se mueven por la ciudad en coches voladores y cuentan con un robot doméstico. Cuando mira a su alrededor, no encuentra ni rastro de esta tecnología ni muchas otras cosas que nuestros antepasados pensaban que existirían a día de hoy.

Tampoco han materializado las visiones utópicas de los científicos de los años 50 que aspiraban a desarrollar máquinas que liberarían a los humanos de los trabajos manuales más sacrificados. «Lo único que ha ocurrido es que ese trabajo se ha desplazado a lugares donde la mano de obra es más barata». En el terreno médico, lejos de acabar con el cáncer o el sida, los grandes triunfos de la medicina y que más dinero han reportado han sido productos como el Ritalin y Prozac, «creados especialmente para que nuestras demandas de trabajo no nos vuelvan locos».

«¿Dónde están los coches voladores? ¿Dónde están los escudos magnéticos? (…)  ¿Medicinas para ser inmortales? ¿Las colonias en Marte?», pregunta Graeber en su provocador e irreverente artículo Of Flying Cars and the Declining Rate of Profit, publicado en la revista The Baffler.

Pero estos ejemplos divertidos son solo el gancho para atrapar al lector. Lo verdaderamente interesante se encuentra en el desarrollo del artículo en donde Graeber arremete contra la falta de autocrítica en la ciencia y la tecnología actual. Nos han vendido una utopía tecnológica que tiene poco de utopía y poco de avanzado, asegura el académico.

«A principios de 2000 esperaba una lluvia de reflexiones criticando cómo nos habíamos equivocado tanto en predecir el futuro. Lo único que me encontré de casi todas las voces renombradas de la derecha y de la izquierda fueron reflexiones sobre cómo vivimos en un mundo de avance tecnológicos sin precedentes».

El antropólogo no está de acuerdo con esta apreciación casi unánime. Prefiere llamarlo la era de la simulación. El increíble avance de los efectos especiales en el cine recrea cosas que deberían existir. Los ordenadores y las tecnologías médicas son «tecnologías de simulación». Son elementos del hiperrealismo que trasladan cosas que ya existían a pantallas de ordenador en vez de estar de vacaciones en Marte o tener plantas nucleares energéticas que caben en nuestro bolsillo. Nos hemos quedado cortos. Hemos pecado de conformistas y lo que es peor para él, nos hemos conformado con muy poco.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Dónde están los robots y las bases en la Luna?

El pensador abarca dos posibilidades para explicarlo. Una es que las visiones futuristas no eran realistas. La segunda es que sí eran realistas pero que entraron en juego factores que impidieron que fueran posibles.

Una de las más plausibles es que ya no existen los estímulos nacionalistas que llevaron a EEUU y la URSS a perseguir proyectos grandilocuentes durante la Guerra Fría. Proyectos como el de ir a la Luna construidas sobre sueños imposibles. Proyectos con costes que se justificaban cuando existía un contrincante formidable al otro lado del Telón de Acero. Dos entes que utilizaban la tecnología para picarse, para retarse.

La velocidad del cambio tecnológico de los primeros 60/70 años del siglo 20 no se pueden comparar con ahora, dice Graeber. El año 1970, por ejemplo, fue también el año en que se consiguió transportar a unos astronautas a la velocidad de 25.000 millas por hora. Un récord que se mantiene hoy en día. El año anterior voló el primer concorde a más de 2.000 kilómetros por hora. El Tupolev Tu-144 logró ir un poco más rápido todavía.

Lo mismo se puede decir para muchas cosas como las neveras, microondas o electrodomésticos que hoy simplemente son adaptaciones más modernas de sus antecesores en los años 50 y 60. El académico americano también rompe una lanza a favor de la Unión Soviética. «EEUU nunca se hubiera planteado contemplar un reto de esas características si no fuera por la ambición cósmica del politburó soviético. Estamos acostumbrados a pensar de ellos como un grupo de burócratas grises, pero eran burócratas dispuestos a soñar cosas extraordinarias».

Además, pocos damos crédito a la cantidad de proyectos que se planeaban en la URSS más allá de perseguir superioridad militar como «el intento de solucionar el hambre en el mundo cosechando lagos y oceanos para extraer bacterias comestibles, o solucionar los problemas energéticos lanzando gigantescos plataformas de energía solar al espacio que mandarían electricidad hacia la tierra. Todo estos fueron proyectos propuestos en los años 80 que no prosperaron».

El mundo académico y el marketing

Graeber también arremete con la creciente introducción de métodos corporativos al mundo académico que incrementa «el tiempo haciendo trabajo administrativo».

«Se justifica como una forma de incrementar la eficiencia y la competencia. Pero en realidad todo el mundo acaba pasando la mayor parte de su tiempo vendiendo cosas: propuestas de libros, pidiendo ayudas, respondiendo a evaluaciones constantes…». Todo gira alrededor del marketing. El tiempo se invierte de cara a la galería en vez de repensar el futuro.

El mito de la burocracia como algo reservado al sector público

«A los americanos les gusta pensar que no son nada burocráticos pero en el momento que dejamos de pensar en la burocracia como algo limitado a las oficinas del estado, nos damos cuenta que esto es precisamente en lo que nos hemos convertido. La victoria final sobre la Union Soviética no llevó al dominio del mercado, aseguró el dominio de las élites y managers conservadores, burócratas corporativos que utilizan el pretexto del pensamiento cortoplazista para acabar con cualquier cosa que pudiera tener consecuencias revolucionarias». La burocracia corporativa es un lugar que no permite prosperar a los raros. A las personas que piensan en grande.

Aunque Graeber expresa admiración por algunas de las visiones científicas de la URSS, no es ni mucho menos un nostálgico de esos tiempos. Lo que pide es romper con la burocracia corporativa que destruye la imaginación. Trabajar en grupos más dinámicos y libres. Una sociedad más igualitaria cambiaría la balanza hacia proyectos que tienen en cuenta los intereses del humano por encima de las élites.

Es posible reprochar a Graeber que pase por alto cosas que ocurren ahora pero que en vez de moverse en el terreno físico se mueven en bits. Iniciativas que se transportan por banda ancha. Innovaciones como la impresión 3D y la nanotecnología. No valora tampoco lo que se está consiguiendo con el software libre. La innovación se empieza a centrar en proyectos más ecológicos y eficientes. El Concorde es un reducto de una época en la cuál el petróleo era barato e ignorábamos que antes o después se iba a acabar.

Pero su objetivo no es ese. Sería muy fácil decir que Graeber no está siendo realista y peca de nostálgico. Pero estaríamos cayendo en la trampa que él mismo denuncia. De descartar cosas futuristas como montar en patines y coches voladores. De dejar de aspirar a más.

Por eso se agradece su espíritu crítico. Hay que soñar más. Ser más radicales. La alternativa es conformarse con la mediocridad. No dejar que nuestros prejuicios ignoren el creciente dominio de las visiones corporativas en la investigación. Por eso la financiación pública necesita buscar nichos y espacios donde se pueden hacer experimentos de larga cocción. Experimentos con pocas posibilidades de tener éxito por ser ambiciosos y estar basados en visiones locas. Experimentos que no están a merced de los resultados en bolsa.

Pero para Graeber lo más importante es recuperar la capacidad de soñar en grande. De olvidarse del cortoplazismo. La de «dejar que nuestra imaginación vuelva a ser una fuerza material en la historia humana», concluye.


Gracias a Enrique Martino por la pista.

Foto: Tupolev Wikipedia

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