Prensa digital: enséñame la pasta

Todo negocio necesita dinero para sobrevivir y en estos tiempos todo es un negocio. También, claro, la información. El problema del sector es que se encuentra con una diatriba nada sencilla de resolver: ¿Dónde está la gente? Cada vez más en internet ¿Dónde está el dinero? En cualquier sitio menos en internet. Ahí empiezan los problemas… y algunas buenas noticias.
Cuando no hay dinero, florece el ingenio. No es una afirmación gratuita sino un fin en sí mismo: si no hay dinero, toca agudizar el ingenio para intentar conseguir dinero. Es por eso, entre otras cosas, por lo que el sector digital es un hervidero de cosas nuevas. Porque sí, hay muchas posibilidades, hay un montón de cosas por hacer y todos los formatos encajan. Pero, además de todo eso que está muy bien, porque no hay dinero, y todos andamos como pollos sin cabeza intentando dar con la palanquita mágica que haga que la tragaperras digital escupa las monedas.
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Este año es el bueno. En serio
Vayamos unos años atrás, cuando la crisis apenas empezaba. Se habían vivido en España unos años de explosión de los medios digitales, ampliándose plantillas, multiplicándose la inversión y con un crecimiento sostenido de la audiencia. Todas las consultoras y gurús de turno coincidían, año tras año, en que -esta vez sí- el dinero de los anunciantes daría el salto definitivo del papel a la web. Seguro.
Sin embargo poco ha cambiado la perspectiva desde entonces: hoy, como en esos años, un medio de papel con edición digital recibe hasta el 80% de su ingreso por el papel y el resto por la web. Las claves que salvan lo digital y mantienen con vida las esperanzas del sector son dos: por una parte, lo informativo: que la gente se informa cada vez con más frecuencia a través de la Red y mucho menos a través del papel; por otra parte, lo económico: una redacción digital sigue siendo mucho más barata que una de papel.
Y no, no es una cuestión de que un redactor digital cobre menos que uno de papel (aunque esto habría que hablarlo con calma), sino que los costes de licencias, impresión, distribución y almacenaje de los medios clásicos no existen en la web, donde los requerimientos, sin embargo, tienen otros nombres: hosting, dominio, soporte…
Los anunciante siguen volviéndose locos por ver su anuncio en el faldón de un periódico nacional, pero desconfían de la efectividad de anunciarse en la Red. Las instituciones, en general, actúan de la misma forma: es mucho más fácil conseguir una acreditación o una entrevista si vas de un medio ‘tradicional’ que si trabajas para uno digital. Y eso por no hablar de los otros soportes: la televisión sigue siendo, con diferencia, la que más dinero mueve y la que llega a más gente, y la radio domina el mercado de proximidad. Como muestra, dos botones: han bastado unas semanas de campañas televisivas para que apps antes desconocidas para el común de los mortales -como Fever y Wallapop– lleguen al top de descargas.
En la última década los intentos del sector digital han sido inmensos para lograr un trozo de la tarta publicitaria: desde usar los comentarios como fuente de tráfico, hasta sacrificar la marca en el altar de la audiencia para conseguir visitas (con lo fácil, aunque lento, que sería hacer las cosas mejor). Bueno, al otro lado del río la guerra también ha sido inmisericorde: desde periódicos que regalan de todo para conseguir vender ejemplares hasta tiradas enteras que se regalan en universidades y salones de ferias para maquillar las cifras y contentar a los anunciantes.
Porque, quizá, una de las madres del cordero sea que en internet uno puede medir el éxito o fracaso de un anuncio sin estimaciones… y los anunciantes prefieren suponer que mucha gente ve el faldón de publicidad en un periódico de papel que saber a ciencia cierta el número de gente que ha pinchado en su banner, si lo ha hecho queriendo o sin querer, y si eso se traducirá o no en una intención de compra.
Efectivamente, al final todo es dinero.
Integrar redacciones, pero al revés
Durante esos mismos años del estallido digital (el bueno, el de la creatividad, no el de las ‘puntocom’, que ese fue antes) hubo una cosa que se puso de moda: la integración de redacciones.
El problema era que en los años anteriores la edición digital del medio de comunicación de turno había crecido desde ser algo pequeño que no hacía contenido propio y no era más que el volcado de los contenidos del medio ‘de verdad’, a convertirse en algo con más gente. Algo que empezaba a crear cosas propias, experimentaba con formatos y tenía audiencia (en parte por todo lo anterior y en parte porque en paralelo la penetración de internet era también cada vez más grande).
Al final lo digital creció tanto que empezaron a convivir dos redacciones diferentes bajo un mismo techo en un equilibrio complicado: uno ingresaba mucho más dinero que el otro, pero también necesitaba más dinero para sobrevivir; uno se desangraba en lectores y el otro los multiplicaba; uno agotaba sus fórmulas y el otro proponía nuevos formatos y nuevas narrativas. Y, para colmo de cosas raras: llegó un punto en que eran, de facto, dos redacciones que no es que cubrieran por duplicado las mismas cosas, sino que hasta acreditaban a gente distinta para seguir los mismos actos; hasta se escondían información para evitar perder impacto (exclusivas en papel que no se comunicaban a la web para que no lo lanzaran antes de tiempo, por ejemplo).
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Por todo ello nació la idea de la integración de redacciones. En un principio no era tanto una cuestión periodística, sino económica: pensaban en ahorrar costes, en optimizar esfuerzos, no en mejorar coberturas.
Los primeros pasos en ese sentido consistieron en unir equipos: había un equipo de actualidad trabajando principalmente en la edición digital y otro de cierre trabajando principalmente en el papel, y el resto de redactores iban turnándose entre un soporte u otro. Las cabeceras empezaban a repartirse coberturas, compartían materiales y demás. Con los pocos redactores que quedaron no daba para más.
Tras años de medios anunciando integraciones, la tendencia se revirtió: casi todos empezaron a desandar el camino trazado al comprobar que era complicado meter en una misma estructura dos tipos de medios que funcionan de forma tan distinta, con lenguajes tan distintos, ritmos tan distintos y entornos tan distintos.
Al final, cuando la crisis se llevó todo por delante, hubo despidos masivos en ambos formatos y los ingresos por publicidad se derrumbaron en el papel (sin que eso implicara que subieran en lo digital), la integración se hizo por la vía de la selección natural: los medios digitales llevaban el seguimiento de las noticias de actualidad durante todo su recorrido, 24 horas al día y 7 días a la semana, y se dejaba para el papel el contenido exclusivo (que la web adelantaba como primicia) y la profundidad.
De ser la web un volcado del papel, a ser el papel en parte un volcado del trabajo hecho por la web: así de duro es el dictamen del dinero.
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Muros de pago y puertas al campo
Cuando el debate sobre integrar o desintegrar redacciones se acabó, cuando llegó la ola de la crisis económica al sobredimensionado sector mediático y después la marea se empezó a retirar, se vio lo que quedaba: un montón de ruinas. Medios endeudados dependientes de la publicidad institucional, enormes profesionales en la calle, bajadas generalizadas de sueldo a las ínfimas plantillas, contenido cada vez hecho con más prisa y con menor profundidad…
Y, pese a todo, aún quedaba muy buen periodismo en ambos mundos. De hecho, la crisis trajo consigo la oportunidad (odiosa reflexión propia de cualquier vendemotos): con tanta gente buena en la calle, tanta gente buena cobrando una miseria y un entorno con un listón económico de entrada tan bajo como es internet, los proyectos digitales innovadores florecieron, haciendo que la explosión de creatividad en medios digitales fuera aún mayor.
Sin embargo, el problema seguía siendo el mismo: el dinero.
¿Quién demonios va a pagar por algo que puede leer gratis en la Red? Verdadero o no, ese razonamiento trae consigo una moraleja: el lector no tiene la sensación de que el papel le aporte un valor diferencial respecto a lo digital. Es más, el lector no tiene la sensación de que la información, en general -en papel o web- sea algo en lo que merezca la pena gastar dinero. Siente que no la necesita. La cuestión es que, ante la caída de ingresos por ventas y la caída de ingresos publicitarios, los medios se enrocaron, y lo hicieron en dos sentidos: por una parte, intentando que lo digital no fuera gratis; por otra, intentando sacarle dinero a quienes comparten su información gratis.
Parte de la ofensiva ha consistido en intentar evitar que Google u otros usen contenido que publican sus medios. Eso, en muchos casos, cuando ellos mismos usan contenido de terceros, ya sean tuits embebidos o vídeos de YouTube. Y, sobre todo, cuando muchos medios han centrado gran parte de su estrategia digital en técnicas agresivas de SEO para posicionar en Google (hay quien ha llegado a lanzar noticias con el gordo de Navidad del año entrante porque sí, ese es el día de mayor audiencia en los medios digitales). Cabe suponer que el día que Google se harte y decida cortar la agregación de todos esos medios será el llanto y el rechinar de dientes al ver una caída de casi la mitad de la audiencia. Poner puertas al campo, vaya.
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Algo menos brindis al sol es la otra propuesta: monetizar lo digital. Debes saber que lo que se saca con la venta de ejemplares de papel (la real, no distribución, ni estimación de lecturas) apenas da para pagar el papel y la tinta, como aquel que dice, al menos en los periódicos. El mercado que da dinero es el publicitario, y ese es un mercado en el que -por qué no- también podría entrar lo digital. Ya saben: si tiene más audiencia y encima cuesta menos dinero, lo ideal sería eso. Dicho de otra forma: ya que la ubre del papel parece secarse y quizá deje de dar dinero pronto, intentan aprender cómo muñir la ubre del sector digital, muy grande pero que, de momento, da poca leche.
La forma de hacerlo, una vez ajustado el gasto de la empresa al integrar redacciones (aunque al revés) y una vez ajusticiada parte de la plantilla en el altar de la crisis, ha sido el levantar muros de pago. Y en esto, como en todo, hay distintos modelos.
Los extremos son claros: que todo siga siendo gratis (como hace por ejemplo El País) o que todo -o casi todo- sea de pago (como hace por ejemplo The Wall Street Journal). En medio, una vía: que darte información sea a cambio de algo. Hay fórmulas intermedias, como la de El Mundo, donde casi todo es abierto salvo las exclusivas del papel (al menos durante unas horas), parte del área de opinión y algunos artículos concretos.
Otros donde te dan el contenido a cambio de que des tus datos (como antes el Financial Times), datos que luego usan para enviarte publicidad o pedirte repetidamente que te hagas suscriptor. Otros te dejan ver cierto número de contenidos y luego te piden que te suscribas (como el NYT).
Difícilmente ninguno de esos modelos pueda funcionar en España, donde estamos poco habituados a pagar por cosas que sentimos que podemos encontrar gratis en la Red (a diferencia de mercados como el del norte de Europa o EEUU).
Para ponerlo más fácil, las grandes cabeceras se unieron en dos bandos, uno Orbyt y el otro Kiosko y Más, que lejos de ser plataformas digitales son kioscos virtuales donde se venden rebajadas de precio las mismas publicaciones que se encuentran en el kiosco… pero en PDF. Cabe preguntarse si el lector apreciaría que se hubiera propuesto un producto más adecuado al entorno digital (ordenador, tableta, móvil), pero en cualquier caso lo de comprar el periódico o revista en PDF no parece estar triunfando.
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Entre tanta tentativa, un modelo parece haber logrado algo diferente. Es el de ElDiario.es, que propuso en su día -con razones ideológicas y de producto- intentar prescindir de la publicidad tradicional (bancos, coches y grandes empresas en su mayoría) a cambio de un nutrido colchón de socios que sostuvieran los costes del producto. Esto, que se antoja posible sólo en grandes cabeceras con una fuerte identificación de sus lectores, ha empezado a dar muy buenos resultados, con una cifra de abonados mayor de lo que esperaban. Eso, que en un principio tuvo mucho de ‘fenómeno fan’, se dio en un primer momento tanto por las firmas tras el proyecto como por el nicho ideológico que venían a cubrir. Con el paso del tiempo y algunas exclusivas, el logro no parece sólo atribuible a eso.
Pero, ¿acaso ElDiario.es cierra su contenido? No, es abierto para todos ¿Por qué pagar, entonces? Al socio le ofrecen varias cosas a cambio de la cuota -más allá del intangible de participar en el sostenimiento del proyecto-: sus comentarios aparecen destacados del resto (generando comunidad), reciben de forma gratuita la revista impresa que editan para temas en profundidad (recompensa física), participan en convocatorias en forma de evento para debatir con el equipo periodístico (retribución fan), tienen adelantos de información doce horas antes que el resto (retribución de exclusividad) y les esconden la publicidad -muy invasiva para quienes no son socios, todo hay que decirlo-.
El modelo, de momento, es un éxito: es cierto que no les permite prescindir de los anunciantes, pero es una vía de ingreso mucho mayor de lo que cabría esperar y un inmejorable síntoma de producto de éxito en plena cruzada común por buscar dinero haciendo periodismo. Tiene contrapartidas, claro, como que la presión del colectivo de lectores sobre la línea general del producto es muy marcada -hay algún colaborador que ha tenido problemas con los comentaristas-. El equipo, sin embargo, discrepa con esa idea, asegurando que es una minoría la que visibiliza posturas más marcadas a través de comentarios y, en cualquier caso, comentan que preferirían recibir presiones de lectores socios que de empresas anunciantes. Y visto así, el argumento parece insuperable. Es una especie de crowdfunding perpetuo y, a la vez, seguimiento de calidad.
Para muestra de éxito, un botón: el Financial Times, icono de la economía liberal, destacaba recientemente el modelo como ejemplar y The Guardian anunciaba la adopción de algo similar. La cuestión es saber si un modelo de ese estilo sería extrapolable a otros proyectos mediáticos establecidos, al menos en España
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Branded content: no rechaces por la noche lo que mendigarás de madrugada
En cualquier caso la idea del muro es complicada: tras años de costumbre de obtener información gratis parece complicado que el lector decida pagar si no hay vinculación con la marca (y eso no depende de la audiencia, sino de la muy maltratada calidad del producto o su significado social). Además, mientras un solo competidor de calidad decida seguir en abierto, el resto estarán abocados, muy probablemente, al fracaso. Como muestra, los más de diez años que le costó a ElPaís.com recuperarse en audiencia de su decisión de haber cerrado sus contenidos online en los incipientes años ’90 (eso sí, con un agujero para que Google entrara e indexara todo aunque el lector no pudiera leerlo).
Y cuanto más tiempo pasa, más hambre hay. Así que la industria empieza a adoptar soluciones algo más desesperadas, como el branded content. Esto, que es la última moda en los medios, y que da de comer a algunos (como, en gran parte, a la empresa editora de esta revista que lees), tiene su punto controvertido: supone escribir para marcas, por transacción publicitaria y con, por tanto, una merma en el principio de objetividad de lo que haces.
Claro, en una revista como Yorokobu, que haya ‘advertorials’ (anda y que no han buscado un nombre fino, los figuras de los compañeros), encaja: es una revista de creatividad que cuenta historias y a la que le da igual la ideología o el interés económico de nadie. Ahora bien, ¿que una empresa ponga dinero en tu periódico de cabecera para que escriba un reportaje sobre su producto?
Hay quien dice que los periodistas nos hemos puesto finolis. Ahí están los presentadores de los informativos televisivos, apareciendo en spots publicitarios o bien, directamente, lanzando publicidad desde el mismo plató desde el que dan noticias. O noticias que, sin serlo, son publicidad: cada crónica de la última keynote de Apple, o cada retransmisión de un partido del Real Madrid son publicidad para dos empresas que facturan millones. Piénsalo.
Con esa filosofía se ha hecho un hueco el branded content. Hace años que alguien de marketing le dijera  a un redactor que tenía que escribir algo para no sé qué anunciante suponía poco menos que salir de la redacción con una patada en el culo. Incluso se torcía el morro cuando tocaba escribir algo sobre el libro (o lo que sea) de la editorial que pertenece al mismo grupo que tu medio. Ahora, sin embargo, el branded content mola porque es moderno y da dinero. Explicado con un símil del sábado noche: no desprecies a medianoche lo que buscarás desesperado -y en peores condiciones- de madrugada.
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El branded content se aplica a todo, hasta a la política. Por ejemplo, Buzzfeed (medio viral y ligero donde los haya, pero que gracias a su éxito de audiencia está dando mucho que pensar a los medios ‘serios’ del sector). Una fundación cercana a Obama ha pagado por escribir contenido en el portal, y eso a pesar de que sale claramente identificado como «contenido político pagado», y a pesar de que si te fijas en los contadores sociales verás que el número de interacciones de esas piezas es dramáticamente inferior a lo que suelen tener otros artículos del medio. Dicho de otra forma: están poniendo pasta para que casi nadie lo lea…. como pasa con casi todo el contenido que se publica.
Otro ejemplo es el dignísimo The New York Times, donde los posts patrocinados devienen en especiales multimedia con una estética espectacular, muy del rollo long-form, pero donde lo interesante son los detalles. Por ejemplo, el reportaje Grit and Grace, pagado por una empresa de lujo del sector del calzado para danza. De factura técnica insuperable, va identificado claramente como «artículo pagado» en un banner al inicio y con otro banner al final que dice:

«Esta página fue producida por el T Brand Studio, una unidad del departamento publicitario de The New York Times, en colaboración con Cole Haan. Las plantillas de noticias y editorial de The New York Times no han tenido nada que ver con su preparación»

Es decir, lo hacen, lo identifican como lo que es (contenido pagado), pero destinan a una unidad externa a hacer ese contenido para no ‘manchar’ a la redacción, ni su compromiso con la objetividad. Llaman la atención dos cosas al respecto: una, que en España lo haría un redactor y además le obligarían a firmar; y dos, que para tener publicidad el branded content requiere una inversión, porque hay gente que tiene que hacer un trabajo (escribir o editar un artículo), y ese sueldo lo paga el medio.
Claro, el banner era mucho más sencillo: tú lo pones y cobras, sin hacer nada. Estos artículos los tienes que hacer.
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Bien mirado, el branded content es un poco como el publirreportaje de ayer, solo que mejor hecho, con lenguaje y códigos periodísticos, y a veces integrado en el propio contenido (aunque vaya claramente identificado). La pregunta es: por qué una firma tecnológica va a patrocinar un canal tecnológico en el que también se habla de la competencia (porque si no, no tiene sentido), o va a invertir en patrocinar contenidos que no sean de tecnología sólo para pasear la marca (el caso de Vodafone en Los 40, por ejemplo). Y eso hablando sólo del sector tecnológico.
Menos elegante es la hilarante figura del ‘patrocinio cultural’ de TVE, donde hay marcas como Coca-Cola pagando programas aunque en teoría el Ente público no tiene publicidad. Bueno, perdón, no es publicidad, es branded content, o algo similar. Pero da dinero. Y, al final, todo va de dinero, desde escribir o no de unos temas, hasta integrar o no tu redacción… o hacerle de escriba a un cliente en plan equipo A: si necesita a unos periodistas «quizá pueda contratarlos». Es lo que tiene la cosa, que los periodistas al final también tienen que comer.

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Patrick Thomas

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