La vida es un vericueto que nos conduce por senderos inescrutables. Mi experiencia como alumno de la facultad de arquitectura se podría calificar de traumática. Trágica en algunos momentos. Los inexpertos profesores que acompañaron mi doloroso vía crucis a lo largo de la carrera, la cual rindió severo homenaje a su significado semántico, crearon en mí una repulsión y cierto asco a lo que suponía la institución de la universidad.
(Opinión)
Los más gloriosos aires de grandeza eran representados por patéticos actores carentes de cualquier sentido pedagógico ,y lo que es peor, en muchos casos arquitectónico. El único fin de la gran mayoría del cuerpo docente era crear -a una nueva escuela de arquitectura que nacía- un falso prestigio a través de los suspensos indiscriminados y los cupos máximos de aprobados. Todo ello sin importar la calidad ni la excelencia de lo enseñado.
Sin embargo, fue la falta de respeto al esfuerzo de los neófitos alumnos y el despotismo en el trato lo que más llamó mi atención. Me resultaba inaceptable y despreciable. El miedo que cubría el ambiente a ser marcado con una “x” y estigmatizado para la eternidad hundía en la sumisión más absoluta a todos mis queridos colegas estudiantes, y me incluyo con humildad. Por ello me sentencié a mí mismo, al terminar esta carrera de fondo, a que jamás trabajaría ni pertenecería a la comunidad universitaria. Pero mi sabio padre siempre recita el siguiente refrán: “Nunca digas de esta agua no beberé ni este cura no es mi padre”. Buena razón esconde el proverbio.
Las crisis internacionales, los políticos ineptos y corruptos y la necedad de la vista corta de una sociedad avariciosa y despreocupada llevaron a mi querida España a sumergirse en las más altas cotas de la miseria, empujándonos, como antaño, a emigrar. Cosas de la vida, el destino me empujó al agua que no había de beber.
Es en este momento cuando se produce la catarsis y la sorpresa. Descubro el placer de enseñar, de hacerlo de forma diferente a como lo hicieron conmigo. Aparece ante mí un mundo de empatía, de posibilidades, de investigación intelectual del cual comienzo a retroalimentarme y me permite reflexionar en la arquitectura, la ARQUITECTURA, con letras mayúsculas, esa que se oculta tras presupuestos, cronogramas y promotores tenaces.
Surge un proceso interior en mí que actúa como contraposición al sistema con el que había jugado a ser arquitecto. La calle permite al arquitecto conocer la realidad de la obra, las tripas de la construcción, sentir el sol y el aire en la cara, el contacto con los albañiles y maestros. Es un aula mucho más empírica y práctica. El fin de un diseño es construirlo, y ver la materialización provoca una sensación paternal. Pero no todo el monte es orégano. Un exceso en lo terrenal nos pierde de las perspectivas filosóficas y las reflexiones libres e ingenuas que se producen en las facultades de arquitectura. El hecho de corregir 10 o 12 proyectos de alumnos agiliza la mente, pone a prueba los reflejos y, en definitiva, mejora al arquitecto. Es el maravilloso complemento para la creación de proyectos.
Me sorprendo dibujando y desdoblándome, escuchando cómo me repito los consejos que doy en mis clases y cómo gracias a esa autocorrección, que en tiempo anterior no habría existido, el diseño toma forma, coherencia y me engancha. En el término medio está la virtud. Por eso afirmo que el arquitecto se desarrolla construyendo y enseñando. Me siento bien al decir que ahora, en un acto de contrición, el retorno a la universidad ha sido dulce y me ha engrandecido como persona y como profesional.
Así que no me queda más que daros las gracias y deciros que os quiero.