Copiar es feo. Nos lo enseñan en el colegio, a la hora de hacer trabajos y exámenes. Luego, cuando ya somos mayores, nos lo recuerda una cosa llamada ‘copyright’. Pero todos copiamos. Lo hacemos de forma más o menos burda, con justificación a veces, y sin remedio en otras. Ahora que estamos en pleno verano y que, sí o sí, atravesaremos algún mercadillo, templo absoluto de la copia chunga, aquí va un homenaje a la copia. Porque ¿qué es sino copiar lo de hacer un homenaje?
Si lo piensas bien, copiar no puede ser tan malo. Ya es casualidad que a todos los arquitectos de Europa occidental les diera por construir con muros gordos y ventanas pequeñas allá por el Románico. Vale: no sabían edificar en altura si no era con gruesos muros de piedra, lo que dejaba poco espacio al cristal de las ventanas. Vale, rondaba el año mil y creían que se acercaba el Apocalipsis e hicieron de la necesidad virtud adquiriendo el rollo ese de las iglesias pequeñas, frías y oscuras por temor a un Dios vengador que representaban en sus pórticos. Pero ¿todos a la vez, todos igual?
El Románico era la época de las peregrinaciones, una especie de cruceros terrestres con poca pulsera de ‘todo pagado’ y mucha ‘indulgencia plenaria’, que bien visto viene a ser lo mismo que un buffet libre en el plano espiritual. Quizá no es que se copiaran el estilo y que, de Santiago hasta casi el Volga, todos edificaran más o menos igual -salvando las distancias- en doscientos años. Igual es que con el rollo de las peregrinaciones iban contándoselo unos a otros y quedaron de acuerdo en copiar al primer románico. Quién sabe.
Pero esa lógica absurda de la copia se puede extrapolar a casi cualquier corriente artística: de pronto aprendieron a hacer mosaicos y lo bizantino fue un furor. Siglos después aprendieron el tema de los arbotantes y contrafuertes y les dio por hacer muros finos y altos, con enormes vidrieras. ¿Qué fue primero, el huevo o la gallina? ¿El nuevo discurso del ‘Dios salvador de la Jerusalén dorada’ o la capacidad de construir nuevos edificios luminosos y coloridos por dentro de los góticos? Quién lo sabe.
En cualquier caso, el ser humano lleva copiándose desde que es ser y humano. Uno hizo fuego, y allá que fuimos todos. Uno se hizo Twitter y detrás los demás. Y así con todo. Uno hizo el puntillismo, otro inventó el surrealismo pintando cosas raras, a los barrocos -a todos a la vez, qué cosas- les dio por el realismo… Un no parar de coincidencias, por lo visto.
Pero copiar, aunque sea natural y necesario para perpetuar el conocimiento, es algo mal visto en general. ¿Tú sabes esa canción comercial que suena igual que esa otra de hace décadas? Mal. Eso sí, a Bruno Mars le funciona de miedo eso de fusilar a The Police y sus fans creen que ha inventado la rueda.
Pero piénsalo bien. ¿Te suena original gran parte de la música comercial española? ¿Es Revólver un quiero y no puedo de Bruce Springsteen? ¿Melendi, una extraña mezcla de laboratorio entre Estopa y Joaquín Sabina? ¿Jarabe de palo ha hecho otra cosa que copiarse a sí mismo? ¿Lleva toda la vida Manolo García cantando la misma canción? ¿Serrat solo tiene una rima, como el Fary? ¿Qué pasa si todas las canciones de El Sueño de Morfeo suenan como la primera?
Por decirlo de otra forma, ¿qué es y qué no es copiar? Ves Dexter y no piensas en Hannibal Lecter. Ves los efectos especiales de cualquier película de los últimos diez años y no te recuerdan a Matrix. No ves a Tolkien tras cada relato fantástico de los últimos años. Que en pocos años todo fueran vampiros en los libros y las pantallas fue casual. La película de Brad Pitt sobre el apocalipsis zombie tras el éxito de Walking dead es casualidad. Algunos lo llaman homenaje, claro.
Fuera del arte también hay copias, y muchas. Esas compañías de seguros tradicionales que deciden lanzar una marca aparentando competir contra sí mismos, como Verti, propiedad de Mapfre.
De igual forma, a veces los propios supermercados son templos de la copia. ¿Qué son las marcas blancas sino réplicas de un producto con una marca reconocible, en su mismo diseño y tipografía, pero vendido a menor precio para llegar a los clientes de determinada cadena -digamos, Mercadona-?
Luego está la ropa. Esos bolsos que venden en la calle que mal si están copiados, pero peor si son originales y fueron robados. Ese calzado que quiere ser deportivo, pero no lo es. La marca de las cosas, en la España de mucho antes de la crisis, ya era importante socialmente. En el colegio, ese entorno más hostil que cualquier reunión de consejeros de una empresa, los niños eran capaces de marginar a otro por no llevar zapatillas de una marca conocida, por más que lo pareciera.
En esa guerra los mercadillos son al gran bazar de la copia chunga. La fina nos gusta, la burda no. Calzoncillos Dulce y Camino, fundas de coche Seat y Visa, calcetines Hike. ¿Son necesarios?
La copia es mala, nos dirán. La llegada de los chinos (sic) ha arruinado, con su producción masiva y a bajo coste, industrias textiles y de fabricación típicamente españolas. La calidad (sic) es bajísima, y la brecha entre costes e ingresos, disparatada. Pensar y hacer es un arte pero, ya ves, copiar también. Y ahora, por favor, copia y pega este artículo, que esta revista se publica bajo Creative Commons, que es como un permiso de copia, pero más guay. De nada.
Homenaje a la copia
