CAFÉ CON MR. CRUSOE
—Imagine usted que esta tarde toma un barco —dice Mr. Crusoe—. Imagine que naufraga y va a parar a una isla desierta. ¿Que haría? ¿Intentaría sobrevivir o pensaría en los estados que dejó en las redes sociales, las fotografías en las que fue etiquetado o quién le sigue para seguirlo?
El encuentro con Robinson Crusoe tiene lugar en una cafetería de Brick Lane, en pleno centro de Londres. Llego con media hora de antelación a la cita y para hacer tiempo me entretengo con mi teléfono inteligente: juego un poco, miro los cambios en las redes sociales y consulto mi correo electrónico.
—¿Es usted…? —me dice un hombre que aparenta mediana edad, con barba cuidada, piel tostada y traje de tres piezas pasado de moda.
—¿Mr. Crusoe?
El entrevistado me aprieta la mano con firmeza, se sienta frente a mí y pedimos dos cafés.
—Hace media hora que le observo —dice Mr. Crusoe—. ¿Le importaría decirme qué hacía con ese aparato?
Sorprendido al saberme observado por Mr. Crusoe, no puedo responder.
—Perdone, no pretendía molestarle.
—Jugaba —digo con cierto pudor.
—¿Y ha ganado algo?
Adelantar un nivel, podría haber respondido, pero hubiera sido una respuesta estúpida, así que niego con la cabeza. Para Mr. Crusoe, ganar equivale a utilizar tan solo un poco de pólvora para matar una cabra salvaje con la que alimentarse varios días.
MR. CRUSOE Y EL ARTE DE LA ATENCIÓN
—¿Qué hacía antes, cuando no tenía ese chisme? —dice Mr. Crusoe—. ¿Cuando esperaba a alguien en un sitio como este?
—Leía un libro o el periódico —busco con la mirada el periódico. Está quedando para los bares de la periferia.
—En ese aparato tendrá usted cientos de libros, miles y también conocerá lo que pasa en el mundo, mientras está pasando.
—Así es.
—Antes leía un libro o el periódico, y ahora dedica media hora a un juego o a leer qué escribe gente que no conoce sobre otra gente que no conoce.
Mr. Crusoe me resulta impertinente, pero le escucho con atención. El camarero trae los cafés y Mr. Crusoe paga sin darme opción.
—¿Podría decirme el color de la fachada frente a esta cafetería? —dice Mr. Crusoe.
No puedo.
—Usted nunca ha estado en Londres.
No lo niego.
—Ha buscado en su chisme: «»cafeterías de Londres«». Y ha encontrado esta y me ha hecho venir aquí.
Asiento.
—Usted no podría ofrecer a sus lectores una descripción de lo que está ocurriendo ahora en la calle. Si hay personas pidiendo pan o artistas callejeros ni cómo visten las muchachas inglesas. Tampoco sabe si al final de la esquina hay una panadería o una tienda de objetos de segunda mano. Claro que podría buscarlo… En ese chisme tiene toda la información que necesita, pero lo que ofrecería a sus lectores sería información de segunda mano. Faltan los matices. Una información que reelabora en medio de pitidos que le interrumpen y le dicen: alguien le menciona, mira cómo bailan los osos o un chiste buenísimo. Son entretenimientos legítimos, como cualquier otro, pero usted es un artista… ¿Verdad? No debería permitir que su mente se fraccionara.
Hace una pausa.
MR. CRUSOE Y LA TEORÍA DEL NAUFRAGIO
—Esta es una época de creaciones recicladas —dice Mr. Crusoe—, textos y dibujos y música construidos a saltos porque muchos artistas interrumpen su propio flujo de pensamientos con interrupciones de chismes tecnológicos. Imagine usted que esta tarde toma un barco. Imagine que naufraga y va a parar a una isla desierta. ¿Que haría? ¿Intentaría sobrevivir o pensaría en los estados que dejó en las redes sociales, las fotografías en las que fue etiquetado o quién le sigue para seguirlo?
Mr. Crusoe espera mi respuesta. Es evidente, pero por alguna razón espera escucharla de mis labios:
—Intentaría sobrevivir.
—Así es, amigo mío, usted naufraga e intenta sobrevivir. Para un artista crear debería equivaler a sobrevivir en una isla desierta: su única preocupación. Ahora quiero contarle un secreto…
Mr. Crusoe hace una pausa teatral antes de continuar:
—Mi estancia en la isla no fue por un naufragio; fue un exilio.
Me cuenta que generaciones de escritores pasaron semanas en moteles alejados de sus familias para rematar sus trabajos y pintores hicieron sus bocetos en tabernas sin conexión.
MR. CRUSOE Y EL TIEMPO DEL PERIÓDICO
—Un pitido o una vibración de ese chisme es como un golpe en la cabeza que le hacer perder el sentido durante un momento —dice Mr. Crusoe mirando con desprecio el chisme—. En otros tiempos, había un tiempo para leer el periódico. Unos leían por la mañana, otros después de comer y otros por la noche, o antes o después de cenar. Una persona leía el periódico y lo abandonaba en un banco, lo devolvía al camarero o lo usaba en la jaula del pájaro. Las noticias eran falsas o auténticas, pero completas. Y esa persona no volvía a pensar más en ese periódico ni lo que había escrito en él. Esa era toda la información que una persona necesitaba.
Asiento e intervengo:
—Ahora no tenemos el tiempo del periódico —quiero que Mr. Crusoe vea que estoy atento.
—En esos chismes la información no se da completa, se habla de las cosas mientras parece que están sucediendo… Quien accede a esta información se deja atrapar por una espiral… Como las noticias no son completas, necesita alimentar la curiosidad por completar el puzzle y saber qué dicen otras personas.
MR. CRUSOE Y LA INVITACIÓN A NAUFRAGAR
Toma un sorbo de café que a estas alturas estará frío y sigue:
—Si usted acabara esta tarde en una isla desierta y volviera a la civilización pasado un año, observaría que apenas ha dejado pasar algo trascendente en su vida. Durante ese año sería un náufrago. Un náufrago sabe qué es básico y qué no lo es: comer es básico; los estados de las redes sociales no lo son, ni los suyos, ni los ajenos. Un artista debiera ser como un náufrago. Ahora, le voy a contar otro secreto… Usted puede naufragar ahora mismo…
Mi incredulidad no se le escapa.
—Sí, ahora mismo, y no tiene por qué ir hasta el Cabo de Buena Esperanza ni al Triángulo de las Bermudas. Coja una habitación de su casa y haga de ella su isla. Apague todos los chismes que tenga. Recuerde: está en una isla. La única cobertura debe ser consigo mismo y sus cosas, no con el mundo. Y bueno, pinte, escriba… invente un mundo nuevo.
Ilustraciones: Rocío Cañero