De la cirugía plástica se suele mostrar el antes y el después, normalmente ilustrado por un par de fotos y, según la catadura de la revista, comentarios despectivos tipo Cuore o de alabanza a lo Hola. Pero entre una imagen y otra hay un mar de distancia surcado por cuchillas, una odisea rojo sangre con los peligros de la anestesia y un largo postoperatorio que dura hasta que los nuevos rasgos físicos se asientan en el cuerpo de la paciente. Este mundo oculto es que el que la fotógrafa Ji Yeo ha retratado en su serie Beauty Recovery Room.
Cuando Yeo estaba en el instituto, la cirugía plástica comenzó a acaparar una popularidad tremenda en Corea del Sur, donde actualmente se calcula que entre el 15 y el 30% de la población femenina está operada. Las conversaciones con sus amigas versaban sobre este tema y más de la mitad de las noticias de la sección de entretenimiento era sobre mujeres que se sometían con éxito al efecto embellecedor del bisturí.
Ji Yeo quería seguir su ejemplo. Hacerse un completo, el cuerpo entero, nada más salir del instituto. “Creía que mi vida se transformaría y que finalmente me ganaría el respeto y la admiración de la gente”, confiesa desde Nueva York, donde ahora reside.
Tras el instituto, el deseo se tornó “una obsesión”. “Me reuní con 12 cirujanos plásticos diferentes, hablé con conocidos que ya se la habían hecho, comparé diferentes looks… ¿Los labios de Angelina Jolie o la nariz de Winona Ryder? ¿Quizá ambos?”, rememora. Pero siempre había algo que la echaba para atrás y, tras años de investigación y preparación, se dio cuenta de la verdad: necesitaba esos detalles de su cuerpo que pretendía cambiar. “El solo pensamiento de perderlos” la aterrorizaba. Y en su epifanía llegó a la conclusión de que sus ganas de cirugía eran “una fantasía social de perfección estética”.
Pero durante los años que había pasado consultando a tantos cirujanos plásticos, Yeo tuvo acceso a ese mundo que no muestran “las revistas del corazón ni enseñan en la tele”, “el coste físico que muchas mujeres coreanas afrontan para parecer más ‘bellas’, específicamente, más occidentales”.
“Lo más complicado”, explica, “fue encontrar mujeres que estuvieran dispuestas a revelar las mentiras detrás de su apariencia, ya que implica reconocer una imperfección y no forma parte de su fantasía de transformación”.
Para lograrlo, Yeo urdió una inteligente estratagema. Algunas de las mujeres que se someten a estas cirugías lo hacen a escondidas de sus familias y amigos. Y ella se ofreció para ser su apoyo, llevarlas al hospital, cuidarlas tras la operación, ser su confidente, cocinarles sopa, comprarles las medicinas… “Ellas no se han puesto delante de la cámara por su propio deseo, si no por los servicios que yo les proveía”, asegura.
Durante sus conversaciones, Yeo se quedó sorprendida por su falta de miedo ante la anestesia y los cambios definitivos en su apariencia. Durante las sesiones de fotos, podía sentir su excitación. Pese al “dolor extremo” que sufrían, ya planeaban nuevas operaciones, sus ganas de continuar la odisea de la transformación corporal. Es el resultado de una sociedad que, como analiza la artista, juzga a los hombres por el tamaño de su cartera y a las mujeres por su belleza. Aunque se conquiste a golpe de bisturí.