La España ofendida contra la España ofensora

Joseph McCarthy era un tipo gris. No es una apreciación, es algo literal: todas las fotografías de la época que ilustran su rostro grave y su mirada inquisidora son en blanco y negro. La limitación técnica refuerza la imagen que se adivina del personaje. Es la limitación tecnológica hecha metáfora.

El senador pasó a la historia por buscar comunistas debajo de las piedras. En cada rincón de los atemorizados Estados Unidos de la Guerra Fría adivinaba alguna sombra de poder del enemigo. En cada esquina, un posible comunista. En cada susurro, un conspirador infiltrado. Todos eran espías, menos él.

El Torquemada de los 50 acabó denostado por la clase política estadounidense y con trastornos paranoides acentuados por su adicción al alcohol, que finalmente le mató. No fueron los comunistas, fue la cirrosis.

Su lúgubre paso por las páginas de la infamia conspirativa valió para marcar a todo un país. Sembró la sospecha en estamentos claves del funcionamiento de su país, desde el Ejército hasta la entonces emergente industria del cine, desde la política a los ciudadanos anónimos. Como todos eran sospechosos la cuestión es que al final nadie en realidad lo era. Y así acabó toda aquella escenificación que pasó a la historia como ‘la caza de brujas’.

Igual que el blanco y negro es una metáfora del ‘Macarthismo’, McCarthy fue una metáfora de la paranoia, la manipulación y la intolerancia de nuestras sociedades. Siempre hay un enemigo que temer, una idea a la que oponerse y un tablero en el que jugar. McCarthy murió, pero no esa idea, que también era anterior a él mismo. La definición del enemigo, la búsqueda de su destrucción y la caza de brujas contra cualquier elemento sospechoso de no ser como yo.

[pullquote]McCarthy fue una metáfora de la paranoia, la manipulación y la intolerancia de nuestras sociedades[/pullquote]

España está llena de McCarthys. Esa España que odia a la otra o a las otras. O que —peor— no la odia, pero participa del escarnio. Esa España siempre escandalizada, con dificultades para tolerar al diferente y velocidad para condenar al discrepante. La de los trolls, los foreros, los argumentarios de tertulianos y los linchamientos mediáticos.

El último ejemplo ha sido toda la ornamentación alrededor de los titiriteros madrileños, tras la que subyace algo mucho más profundo: una enorme campaña ideológica y mediática contra un entorno político determinado que, por otra parte, no deja de dar argumentos a unos cazadores de brujas que en realidad no los necesitan siquiera.

A raíz de todo el escándalo se ha abierto un profundo debate acerca de lo que algunos llaman ‘delitos de opinión’. El terreno de argumentación es un maximalismo tan amplio que hace imposible el debate: la libertad de expresión.

Todos la tenemos, claro, y por tanto todos chocamos. Si soy libre de decir lo que quiera en algún momento, a la fuerza, ofenderé a otros con mis opiniones. Ante una situación así caben dos formas de evitar el conflicto: tener menor libertad de opinión o reducir el sentimiento de ofensa. Es fácil adivinar qué opción se toma.

Tuiteaba hace unos días Borja Terán, compañero periodista experto en televisión, que ahora mismo sería impensable emitir La bola de cristal. Sus bromas socarronas, las proclamas, la idea disrruptiva detrás de los muñecos sería inadmisible para la policía de lo correcto que impera en nuestros corazones, sea cual sea nuestra ideología —aunque bien parece que hay ideologías más proclives al sentimiento de ofensa—.

Esto era lo que veían los niños de los 80

La cuestión es que culturalmente hay miles de ejemplos de cosas que antes sucedían y se jaleaban y ahora suenan ridículas. Prueba a escuchar a Millán Salcedo, histórico miembro de Martes y trece, arrastrando los gags y tonos de antaño por los micrófonos de hoy. O viajar hasta no hace tanto tiempo, el año 1991, para recordar el gag de ‘mi marido me pega’, que hoy sería censurado y reprobado

https://www.youtube.com/watch?v=HphcSqm2h5g

Por no mencionar aquella entrevista a Madonna, en la que Salcedo acaba ‘montando’ a la cantante sin venir a cuento con unas bragas de abuela en la cabeza

Hoy Martes y trece estarían en la cárcel. Como los productores de las ‘mamachicho’. O como casi estuvo Javier Krahe por su gag de cómo cocinar un Cristo, que le llevó a juicio tres décadas después de rodarlo.

La lista de ejemplos es infinita: Pepe Rubianes y aquel «puta España» que incendió los corazones de quienes se sintieron agraviados; Leo Bassi y sus espectáculos «blasfemos» —según algunos—; artistas diversos que alteraron la imaginería católica entonces y ahora.

Para algunos de estos casos se ha vivido un cambio cultural. Nadie veía mal el destape o los excesos de la ‘movida’, cosas que ahora se ven como sexistas y excesivas. Quizá nos hemos vuelto mojigatos, quizá las décadas de distancia de la dictadura han relajado esa necesidad de protesta y de experimentación.

Pero el dilema sigue ahí: si hay libertad de expresión, puede haber ofensa. Ofensivas fueron las Pussy Riot en un altar en una iglesia ortodoxa rusa, o las portadas de Charlie Hebdo, o las caricaturas de Alá en el Jullands-Posten.

La respuesta actual es la de siempre: los fiscales actuando como inquisidores para llevar a la cárcel a unos titiriteros que, como mucho, adecuaron mal su obra al público espectador. Las consecuencias del planteamiento absurdo de que detrás del «Gora Alka-ETA» haya un posible delito de enaltecimiento del terrorismo son aún más delirantes: identificar a un chaval disfrazado de títere con el lema en pleno carnaval de Ourense, censurar una obra de teatro sobre ETA o mandar investigar una pintada de «Gora MalagETA» en la ciudad andaluza.

Ahora la caza se dirige —de nuevo— hacia el gobierno de Madrid, con Rita Maestre respondiendo ante el juez por haber enseñado el pecho en una capilla universitaria como acto de protesta por la presencia de un espacio de culto en la facultad de una universidad de un Estado aconfesional. Mañana será un escrache a un miembro del gobierno. Pasado, España seguirá con sus airadas ofensas. Quién sabe si en dos décadas verán tan absurdas e inimaginables como hoy vemos los programas de entonces y las condenas de ahora.

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