La primera mentira que se narra en Las aventuras de Pinocho (Carlo Collodi, 1881) no sale de la boca del famoso muñeco de madera, sino de su padre, Geppetto. Cuando el niño pregunta al carpintero por qué ha vendido su abrigo, este responde que hace demasiado calor, encubriendo que lo vendió para comprarle una cartilla para el colegio.
Pinocho aprende a mentir gracias a su padre. Todos lo hacemos. Mientras que nuestra educación judeocristiana nos enseña que mentir está mal, en la práctica aprendemos que hay ciertos grados de mentira y que algunos están socialmente aceptados. Nuestros padres nos mienten, minimizando los problemas, hablándonos de ratones y reyes que nos colman de regalos, de cocos y brujas que se llevan a los niños malos. Nos enseñan a dar las gracias y a fingir que nos han gustado los regalos de cumpleaños aunque los aborrezcamos.
Los niños, por lo tanto, aprenden que la sinceridad puede crear conflictos y que mentir es una manera de evitarlos. Y aunque no confunden las mentiras de buena fe con aquellas que se hacen para buscar un beneficio personal, sí trasladan el marco emocional entre ambas situaciones. Y este es un conocimiento necesario, pues el mundo para el que se están preparando está lleno de mentiras.
A lo largo de la fábula de Collodi, muchos personajes mienten a Pinocho, tantos que el protagonista llega a poner en tela de juicio muchas verdades. Cuando sale del taller de su padre, el pequeño títere se enfrenta a un mundo tan lleno de embustes que acaba por no saber qué creer. Muchos son los que se sentirán identificados con esta situación, no hace falta más que tirar de hemeroteca para ver cuánto y con qué impunidad nos mienten a diario en el mundo real.
[pullquote]Hace unas semanas la agencia independiente PolitiFact sometió a una comprobación 150 aseveraciones de Donald Trump. El resultado: el 78% de sus afirmaciones eran falsas o inexactas[/pullquote]
Hace apenas unos días, el Diccionario Oxford elegía un neologismo como palabra del año. Hablaban de post-truth, posverdad en español, un término que hasta hace poco nos era totalmente desconocido. Pone nombre a las «circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal». No parece pues difícil adivinar por qué han elegido esta palabra.
Seis horas después de ganar el referéndum a favor del Brexit, el exlíder del UKIP, Nigel Farage, reconoció que los dos principales argumentos que había esgrimido para defenderlo eran falsos. Reino Unido no iba a invertir 350 millones de libras a la semana en Seguridad Social por dejar de pagárselos a la Unión Europea, y su salida del club de los 25 no supondría un freno a la inmigración.
La agencia independiente PolitiFact ha sometido a una comprobación 150 aseveraciones de Donald Trump. El resultado: el 78% de sus afirmaciones eran falsas o inexactas. En nuestro país el partido del Gobierno está procesado por destrucción de pruebas, es decir, por ocultar la verdad. Podríamos seguir dando ejemplos y llegaríamos a la conclusión de que el embuste está de moda, que es un buen momento para mentir y salir airoso, pero en el fondo siempre ha sido así.
La mentiras pueden declarar guerras, como la de Irak, o generar crisis como la que vivimos en la actualidad, iniciada por la falacia de las hipotecas subprime y agravada en Europa por las mentiras del Gobierno griego, que declaró una deuda de 7.000 millones de euros cuando en realidad superaba los 30.000.
Ninguno de los protagonistas de estos embustes ha tenido más castigo que el escarnio público y unas cuantas multas, pero podría ser peor. De hecho, a veces es peor. En su libro Todo era para siempre, hasta que dejó de serlo: la última generación soviética, Alexei Yurchak acuñó el término ‘hipernormalización’ para referirse a una situación compleja. El sistema de la URSS se estaba viniendo abajo, todo colapsaba, y al sistema no le quedó más remedio que mentir porque no había un plan B. No era nada nuevo, y menos para un régimen como el de la URSS, lo que sí era inédito fue que la sociedad, huérfana de alternativas, no tuviera más remedio que creerse esas mentiras, participando activamente en el embuste.
[pullquote]Según el diario británico Daily Mail, las mujeres mienten una media de tres veces por jornada mientras que los hombres lo hacen seis[/pullquote]
El realizador inglés Adam Curtis ha rescatado ese término para su último documental. Estrenado el mes de octubre en la BBC, HyperNormalisation utiliza el ingente archivo de la cadena británica para analizar fenómenos como el Brexit, el auge de Donald Trump, la guerra de Siria, la crisis de los refugiados y la proliferación de terroristas suicidas. Su conclusión es que vivimos en un «mundo posverdadero» y que Occidente ha optado por interpretar la realidad de una manera simplista y a menudo falsa. Y con Occidente, Curtis no se refiere sólo a los mandatarios. Se refiere a la sociedad. Se refiere al individuo. Se refiere a ti.
Durante la campaña electoral estadounidense comenzaron a circular por la red unas viejas declaraciones de Donald Trump a la revista People. En ellas el candidato decía que «si fuera a competir [para un cargo electo], lo haría como republicano, pues son los votantes más tontos del país. Ellos creen cualquier cosa que les dice Fox News. Podría mentir y ellos lo creerían y les gustaría». Las declaraciones eran falsas, una mentira sobre una mentira. En cualquier caso, Trump encarna a la perfección el concepto de hipernormalización. Un líder que propone respuestas muy simples a problemas muy complejos. La solución es un muro, la salida del euro, las bombas. Durante la campaña electoral el líder republicano no ha tenido ningún problema en tergiversar la realidad para adaptarla a su diagnóstico. El problema no es tanto que el electorado le crea, el problema es que ha optado por participar en la mentira. Pero la historia no acaba aquí. Donald Trump nunca dijo esa frase ni concedió una entrevista a People en 1998. Es inventada. Posverdad creada para el otro bando.
Mentiras de andar por casa
Pero si en la esfera pública mentimos, en la privada las cosas no son muy diferentes. En el cuento de Collodi, la primera vez que Pinocho miente lo hace por una buena razón. Acaba de salir de la cama, convaleciente tras el intento de asesinato de unos bandidos que le han intentado robar cuatro monedas de oro. Es en estas circunstancias cuando el hada le pregunta por el dinero y él, temeroso de que le vuelva a suceder algo similar, asegura que lo ha perdido en el bosque. Y le crece la nariz. Mentir puede sacarnos de un aprieto. Puede hacernos la vida más fácil.
Paul Ekman, el psicólogo en cuyas investigaciones se basa la serie Lie to me, asegura que, en una conversación, una persona dice hasta tres falacias cada 10 minutos. Otros estudios son más conservadores. Según el diario británico Daily Mail, las mujeres mienten una media de tres veces por jornada mientras que los hombres lo hacen seis.
La proliferación de las redes sociales no ha hecho sino aumentar este ratio. Más allá de las fotos coreografiadas y los comentarios halagadores, que no pueden considerarse una mentira en sí mismos, distintos estudios coinciden en apuntar que nuestra personalidad online tiende a faltar a la verdad mucho más que la offline por el miedo al rechazo y el saberse leído por una audiencia amplia.
Sí. Todos mentimos. Pero seamos francos, al menos en esto, la sinceridad está sobrevalorada. Sinceridad es comentarle a tu amigo que ha engordado, decir «mal» cuando alguien te pregunta qué tal estás o comentarle a tu jefa que es una incompetente. En la muy olvidable cinta Mentiroso compulsivo, un muy olvidable Jim Carrey interpretaba a un abogado que, por un hechizo, se veía impelido a escupir todas las verdades que se le pasaban por la cabeza. La película avanza a golpe de mueca y situaciones inverosímiles pero traza una reflexión interesante. Vivimos en una sociedad hipócrita, pero ¿estamos preparados para soportar la verdad en todo momento?
Justo antes de convertirse en niño, lo último que hace Pinocho es mentir a su padre. Es una mentira piadosa, pero una mentira. Collodi no quería con su cuento trazar una fábula sobre los efectos perniciosos del embuste, sino narrar el camino de redención de un niño malo (avaricioso, vago, cómplice silencioso del encarcelamiento de Geppetto y asesino incluso del grillo parlante) a un niño bueno. Un niño bueno que miente. Pero quizá la mentira más interesante que encierra el libro no se encuentra en sus páginas, sino en la portada. Carlo Collodi se llamaba Carlo Lorenzini. Era en realidad un periodista cuyo pasado como activista político y su pertenencia a la masonería le hicieron mentir bastante a lo largo de su vida. Pero tampoco hay que culparle, a fin de cuentas todos mentimos, ¿no?
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Me parece interesante el articulo…Lastima que han caido en otra mentira creyéndola verdad….La famosa declaración de Trump a la revista People del 1998 es un fake. La revista nunca lo desmintió porque están abiertamente en contra Trump pero varios sitios de chequear información han comprobado que no existe ningún registro de esos dichos.
El problema es que nadie chequea lo que los massmedia dicen y se dedican a reproducir esa mentiras y de pronto ya se han convertido en verdad.
A no ser que lo hayan cambiado, en el artículo pone claramente que es una noticia falsa y que Trump nunca dijo eso.
Pero es cierto que nadie comprueba las noticias, y eso que no es difícil, incluso con internet, buscar información para ver al menos si existe alguna objeción a tal noticia.
Muy interesante
La escalera de las mentiras construye la misma historia del hombre, si tomamos los datos que se dan por verdaderos en infinidad de libros de historia nos quedamos alelados de la cantidad de inconsistencias que se dan por verdaderas y se convirtieron en hechos de fe… Pinocho tambien tuvo libros de historia…
Nadie miente tan bien como un nacionalista.
Muy buen artículo, felicidades
¿Cuál es el problema de decir que estamos mal cuando nos preguntan como estamos? Supongo que el hecho de que como solemos decir »bien» se toma como una rutina en la conversación: ni la pregunta ni la respuesta son sinceras. Sin embargo si se empezase a contestar indistintamente como nos sentimos, se normalizaría y nos acercaría también a nuestro entorno. Otro problema es que solo nos preguntan sobre ellos cuando contestamos »mal». ¿Solo es importante mi malestar? ¿Acaso no quieres saber por qué estoy bien?. Supongo que como bien es lo normal, solo nos sorprende lo que se sale de la norma. Me propongo a empezar a modificar mi conversación rutinaria y si no querían saber como estoy en realidad que no pregunten.
Ameno, logra captar y mantener el interés al tiempo que documenta con fundamentos la información. Muy bien escrito.
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