¿Qué es ser extranjero? Depende

Cada uno se siente ciudadano de donde quiere. De su pueblo, su ciudad, su región, su país. Hay, aunque no lo creas, quien se siente europeo, o incluso ‘ciudadano del mundo’, una forma más bien cursi de decir que no cree en las fronteras. Pero una cosa es lo que uno se siente, y otra lo que uno es, y ahí la realidad es más tozuda… y las personas más hipócritas.

Defíneme ‘extranjero’. Vendría a ser el que es de fuera. Pero… ¿de fuera de dónde? De fuera de aquí. Vale, entonces defíneme ‘aquí’.

Los nacionalismos los lleva cada uno como quiere. En mi pueblo, el penúltimo de la costa valenciana antes de la provincia de Alicante, llaman «castellanos» a todos los que no son valencianoparlantes. Es una visión dicotómica de la realidad, que tiene mucho de revelador: o hablan como nosotros o no hablan como nosotros; o son de los nuestros o no lo son.

Ojo, que en mi pueblo no son en absoluto intransigentes. Allí, salvo las escaramuzas de adolescentes, se juntan en armonía los lugareños con los turistas y los descendientes franceses de todos los que se exiliaron en la posguerra para intentar encontrar una vida mejor. Imagina a ese matrimonio rural de los 50 cogiendo su miseria y cambiando su vida por la de Francia, el campo de naranjas por los viñedos…

Allí, en el pueblo, están sus mejores frutos dos generaciones después: nietos, gabachos de pro, con apellido valencianísimo y con una hermosa casa vieja en el pueblo, heredada de su abuelo el emigrante. De hecho, además de la cazalla, la bebida del lugar es el Ricard, importada de aquellas décadas tristes de nuestro país y que apenas se bebe en otros lugares.

¿Son extranjeros los castellanos? ¿Los turistas? ¿Los franceses nietos del pueblo?

Nosotros vivimos en esa Europa de los mil Estados. En apenas unos miles de kilómetros cuadrados, decenas de países con costumbres alejadas, historias dispares y muchas guerras a la espalda. El mapa ha cambiado tanto en dos siglos que lo que ayer era un imperio hoy son ruinas mal avenidas, y lo que fue un bloque que atenazó a todo el planeta… hoy es un gigante con mal genio que acosa a los vecinos.

Siempre se ha criticado del periodo de la descolonización africana que se trazaron fronteras con escuadra y cartabón, pasando por alto la distribución de etnias y tribus locales, en ocasiones divididas o unidas por arbitrarios caprichos de la metrópoli… y que décadas después provocaron guerras y miseria. Pero mira al mapa de Europa. Todas esas repúblicas caucásicas a caballo entre la influencia rusa y el terrorismo islamista. Todas esas tensiones en zonas como Moldavia, Macedonia, Transnistria, o ese afán de conquista de Rusia en Osetia o Crimea.

¿Quién hizo mal los mapas?

La cuestión es que la tierra se la disputan muchos, unos para ponerle un nombre y unos colores, o otros para ponerle un idioma y una ideología. Ahí el ser extranjero o no dependerá de la causa que apoyes: si eres ruso en Ucrania, o si no lo eres; si eres abertzale o no.

Pero nosotros, con todas esas miserias políticas de Europa, tenemos suerte: estamos en el lado bueno. Y por eso, en nuestras fronteras, levantamos vallas con alambre de espino y cuchillas, y cuidamos a nuestro vecino para que, con métodos que ningún país desarrollado aceptaría, vigile ese lado de la valla e intercepte a los inmigrantes que intentan saltarla. Nosotros tenemos una valla, en EE UU hay un muro, en Israel, controles militares… cada uno elige la forma de defenderse de los extranjeros. Porque los de fuera se interpretan como una amenaza y el mar que en nuestro caso nos separa no parece haberse cobrado suficientes vidas.

Pero incluso dentro de los lugares más apacibles hay diferencias o, mejor dicho, hay quien quiere diferenciarse. Seguro que estás pensando en Suiza, que recientemente aprobó en referéndum bloquear el derecho a trabajo de ciudadanos extranjeros, entendiendo ‘extranjeros’ como de fuera de Suiza. Europeos incluidos. Porque Suiza, amigos, no es Europa. Es más: lo que para Alemania es España o Grecia, y lo que para España o Grecia son Marruecos o Libia… algo así es lo que Europa es para Suiza.

Suiza es ese extraño país en el centro de todo y en medio de nada. El mejor resumen de lo que pasó es esta viñeta: nosotros, europeos, que levantamos una fortaleza contra los ‘extranjeros’ somos, a la vez, extranjeros

viñeta

Pero no hablemos de Suiza. Hablemos de Rumanía y Bulgaria, que sí son países europeos desde hace poco tiempo. A pesar de su entrada en la UE, varios países, entre ellos España, decidieron aplicar una moratoria sobre sus ciudadanos para evitar que tuvieran derecho de trabajo. Y no, no lo hizo el Gobierno actual, sino el anterior. España decidió que durante un par de años rumanos y búlgaros no eran lo suficientemente europeos como para dejarles trabajar libremente en nuestro país. Ellos son extranjeros, claro. Como la decena y media de inmigrantes que murieron en Ceuta hace unas semanas, o como los centenares que lo han hecho en pateras, o en la misma valla, en estos años.

No han tenido la misma fortuna otros extranjeros que, por motivos diversos, han sido ‘adoptados’ por países hambrientos de medallas y títulos. Cuántos africanos corren en selecciones de atletismo o cuántos se apuntaron bajo otra bandera a los Juegos Olímpicos de Invierno de Sochi. Aquí una muestra, de Pew Research: los combinados con más extranjeros de la cita deportiva:

 

O cuantos futbolistas rebuscaron antepasados europeos para conseguir que la Ley Bosman les permitiera jugar a fútbol en Europa sin ocupar plaza de extranjero. O, incluso, en las selecciones nacionales. Nosotros ahora tenemos a Diego Costa, pero antes tuvimos a Senna, a Pizzi.. hasta casi completar un once inicial. A saber cuántos inmigrantes de esos que aceptamos con los brazos abiertos para que defiendan nuestros colores hay en el Mundial de este verano.

Porque en la última gran competición futbolística, la Eurocopa de hace dos años, había dieciséis selecciones que entre todas juntaban a 25 extranjeros, es decir, jugadores que defendían unos colores que no les correspondían. Veinticinco jugadores es una convocatoria entera para una competición internacional.

Y, claro, el once inicial que salía de ahí no sonaba nada mal: en la portería Mandanda (congoleño nacionalizado francés), en defensa línea de cuatro con Evra (senegalés que juega con Francia), Pepe (brasileño que juega con Portugal), Papadopoulos (australiano nacionalizado griego) y Rolando (caboverdiano nacionalizado portugués). En el centro línea de cuatro con Rakitic (nacido en Suiza que juega con Croacia) y Motta (brasileño nacionalizado portugués) en el centro y Nani (caboverdiano que juega con Portugal) y Malouda (de la Guayana, que es Francia pero está en Sudamérica), para rematar arriba con Klose y Podolsky, ambos polacos jugando para Alemania. Y en el banquillo Holevas, Perquis, Simunic, De Jong…

Ya se sabe que, además de las fronteras caprichosas que hacen que los países crezcan a miles de kilómetros de distancia, también las banderas del fútbol son muchas veces ajenas.

Ellos son extranjeros, búlgaros, rumanos, magrebíes, subsaharianos. Nosotros, españoles, los europeos en general, no. Ni los deportistas de élite. Salvo para Suiza o para los aficionados al deporte. Unos ‘asedian’ o ‘asaltan’ la valla, nosotros nos vamos al extranjero a buscarnos el futuro. Igual ahora que hace dos generaciones, cuando nuestros abuelos lo hicieron.

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Yorokobu es una publicación hecha por personas de esas con sus brazos y piernas —por suerte para todos—, que se alimentan casi a diario.
Patrick Thomas

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