The Good Place enamora

Cada noche me automedico dos episodios de The Good Place (Netflix) poco antes de irme a la cama. (Excepto los lunes, que me inyecto una dosis de El Ministerio del Tiempo). Después, apago todo.

The Good Place es un antídoto contra la realidad. Consigue que el paso al mundo de los sueños sea placentero. Y pensar que por poco se me escapa.

Las novedades Netflix son cajas de bombones: nunca sabes qué te va a tocar… Tratándose de comedias, la cosa se complica. Cuánta pereza hacer click para comenzar una nueva serie. (Qué extraño, ¿verdad? ¿Sentimos que debemos estar atentos a muchos asuntos a la vez? ¿Webs, conversaciones, programas de televisión…?)

La primera vez que pasó ante mis ojos la sencilla portada de The Good Place con Ted Danson y Kristen Bell no me atrajo ver la serie.

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A Kristen Bell no la recuerdo como actriz en producciones anteriores. No he visto Verónica Mars ni conozco su papel en Parks and Recreations, que me recomiendan, de Michael Schur, creador de The Good Place.

Danson está soberbio en Damages y la segunda temporada de Fargo. Es un brillante invitado en comedias marcianas de televisión. Aunque funciona con piloto automático en la franquicia C.S.I.  

Entonces, ¿por qué el reparo inicial a The Good Place?

Hasta ahora, Netflix no está obligada a cumplir una expectativas de marca.

Por un lado temía una comedia de risas enlatadas (risas de muertos) que incitan a la carcajada cuando no hay pizca de gracia. La participación de Debra Winger y Sam Elliott en The Ranch era un mal precedente.

Por otro lado temía una oscura comedia de autor protagonizada por un monologuista interpretando a un atribulado joven-adulto. (Con frecuencia se habla del daño provocado por los imitadores de Tarantino; rara vez, del daño de los imitadores de Woody Allen).

The Good Place no tiene risas enlatadas ni oscuridad. The Good Place recupera el significado de la palabra comedia.

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El punto de partida es sencillo: Eleanor (Kristen Bell) muere y acaba en El Buen Lugar, a donde paran las buenas personas. Coqueta localidad que conjuga distintas arquitecturas para crear una atmósfera de cuento de hadas. Ted Danson es Michael, afable arquitecto y alcalde. (Al compartir nombre con el creador de la serie, lo que es infrecuente, se convierte en una suerte de alter ego).

En The Good Place no hay tráfico, no hay dinero, no está el del trompo ni el reguetonero ni hay niños. Un paraíso donde los adultos están libres de cargas y responsabilidades.

¿Quién no querría quedarse en The Good Place?

Eleanor cree que le ha tocado la lotería. Ella no debería estar allí. Ha sido una mala persona. Para evitar ser descubierta, actúa contra su naturaleza, pero hacer el bien no es fácil.

La trama en apariencia sencilla deriva en situaciones rocambolescas  y con frecuencia inesperadas.

Michael Schur ha sabido rodearse de guionistas inteligentes. Hay viejos compañeros de Parks and Recreations, de Sillicon Valley, de Rockefeller Plaza y del Show de Jimmy Fallon.

La  screwball comedy (comedia alocada) americana parece el referente. Un género que surgió en La Depresión (años 30 del siglo XX) con La fiera de mi niña como representante más conocido hoy. (Recientemente la volví a ver. Sigue tan fresca como entonces).

No extraña que The Good Place conquiste el corazón de muchos. Son tiempos de incertidumbre, tanto como aquellos en los Katharine Hepburn y Cary Grant endulzaban. 

Michael Shur parece haber tomado el testigo de Los viajes de Sullivan (1941) escrita y dirigida por Preston Sturges. En aquella película, un director de cine quiere denunciar las injusticias. Tras distintos avatares, descubre que su deber como cómico es importante: hacer reír a quienes sufren la realidad.

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