Una fábula en el 20ème arrondisement

26 de abril de 2012
26 de abril de 2012
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Cuando Jean Luc Charpentier, un hombre triste y decente del distrito de Montparnasse, miró a su propia tumba, vio que la fosa se encontraba abierta. Vio que la escultura que la coronaba, una bonita representación en bronce de su noble porte a la que alguien había añadido una rosa de plástico, había sido movida y que él no se encontraba dentro del ataúd. Éste yacía abierto mostrando un horrible relleno de tela barata impropia de un hombre de su clase. Eso, dado lo complicado que había comenzado el día, era lo mejor que había escuchado en muchísimo tiempo. Exactamente desde que murió.

La mañana de aquel domingo de abril, turbio y gris, daba al cementerio de Père Lachaise un aire un tanto desalentador, tan propio de un lugar que lleva viendo funerales ilustres y no tan ilustres durante más de dos siglos. Todo resultaba raro a los ojos del triste y decente Jean Luc. No veía a ningún visitante enfilando los caminos del camposanto. Los cuervos no graznaban. Los árboles que rodeaban su tumba habían creado un manto de hojarasca seca en el suelo dejando los troncos desnudos y crudos, como dispuestos a recibir un invierno que, sin embargo, acababa de terminar. Si esta era la bienvenida que el mundo le deparaba de nuevo a la vida, resultaba, cuanto menos, decepcionante.

En cualquier caso, el asunto es que Charpentier tampoco había hecho milagros para que las guirnaldas y los fuegos artificiales fueran el traje de París el día de su resurrección, así que el triste y decente Jean Luc Charpentier, del distrito de Montparnasse, se conformó con lo que se encontró.

Teniendo en cuenta que su situación era privilegiada —salvo que alguno de ustedes conozcan a alguien que haya conseguido beneficiarse de las ventajas de la resurrección sin mostrar mermas físicas reseñables como un cetrino tono de piel, algo de musgo brotando por las orejas o los bolsillos de la mortaja llenos de gusanos—, emprendió camino por la avenida de Gambetta hacia la de République. Seguía sin ver un alma, un cuervo o un vehículo pero, dado que no le dolía nada y no carecía de ninguno de sus miembros, todo parecía estar conforme.

Por supuesto, sabrán que Jean Luc Charpertier nunca ha sido hombre de aficiones complejas ni exigencias morales de alto calado. Ya saben, era un hombre triste y decente del distrito de Montparnasse. Por eso, el hecho de que nada inquietara su devenir le mantenía en un estado en el que ni siquiera se planteaba por qué ocurrían las cosas.

Continuó caminando hasta que, sin saber cómo, en lugar de encontrarse encarando la Rue de Turbigo, se volvió a ver frente a su tumba. Un destello blanco, seco e instantáneo, y allí estaba otra vez, de vuelta a Père Lachaise. Esta vez había cuervos. Muchos. Turistas. Muchos más. Los árboles tenían hojas y la lápida de su tumba estaba en su lugar; la escultura que la coronaba había vuelto al lugar correcto y él sabía, no pregunten cómo, pero lo sabía, que se hallaba bajo ella.

La situación era la misma que al comienzo del día, cuando él estaba jodidamente muerto y el cementerio jodidamente repleto de extranjeros en busca de un trago ante la tumba de Jim Morrison. Fue entonces cuando Jean Luc Charpentier, un hombre triste y decente del distrito de Montparnasse, se dio cuenta de que si no había hecho nada por cambiar la situación, la situación no iba a cambiar. Y decidió aceptar que había perdido la oportunidad, decidió aceptar su destino, su tristeza y su decencia, cerró los ojos y no volvió a ver la luz nunca más.

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