No piense el lector suspicaz que el titular del post va por el sonriente Pedro Sánchez, nuevo secretario general del PSOE. Él, o mejor dicho, la contienda electoral en la que ha resultado elegido, es la última muestra de que en España se vota poco y mal. Las cifras demuestran que la política nos importa un carajo, pero que posiblemente estamos eligiendo la forma errónea de mostrarlo. Ejemplo práctico: las primarias.
Primera afirmación: votamos poco. ¿Cómo demonios puede alguien afirmar que en España se vota poco cuando desde que empezó la democracia solo ha habido dos años en los que no ha habido elecciones de algún tipo en este país (la primera vez fue en 2002, la segunda el año pasado, 2013)?
Segunda afirmación: votamos mal. ¿Acaso quien firma el artículo no cree que Pedro Sánchez, o Mariano Rajoy, o Miguel Arias Cañete estén legitimados para ejercer sus responsabilidades tras ganar las elecciones?
Nada de eso. La cosa es que desde hace unos años, especialmente gracias al efecto de la crisis, los españoles nos hemos visto metidos de lleno en una creciente desafección política. Esto es, no nos fiamos de los políticos y lo mostramos interesándonos cada vez menos por lo que hacen y yéndoles a votar poco o nada. En realidad no solo nos pasa a nosotros -pasa en otros muchos países, aunque se expresa de forma diferente (con apoyos a populistas o ultras, por ejemplo)- y tampoco pasa solo por la crisis -por ejemplo, la primera vez que votamos en unas elecciones europeas lo hicimos con entusiasmo (68,52% de participación en 1987) para perder la alegría solo dos años después (54,7% de participación en 1989). Y así hasta hoy, que la abstención casi supera a la participación.
Con lo de «desafección política» se han llenado miles de páginas. Es un enorme cajón de sastre en el que se describen con un mismo nombre un montón de cosas diferentes y que han tenido, además, un montón de consecuencias diversas.
La primera, evidente, que se desploma la participación en las elecciones, sean del tipo que sean, y siempre con algunos matices (las generales suelen tener más participación, las europeas menos, y en momentos de desencanto con el Gobierno de turno, repunta el número de votos). Por explicarlo de forma rápida podría decirse que en España la mayoría no vota a favor de un partido, sino en contra de otro (voto a estos no porque me convenzan, sino porque a los otros no los puedo ni ver). Muy cañí esto, todo hay que decirlo.
La segunda, la cristalización de diversas corrientes de desencanto en una petición general: otro tipo de proceso democrático, con mayor participación ciudadana. No es que la gente quiera votar cada día para cada decisión (que de eso ya hablamos), sino que se apuesta por otras formas de participación política, por ejemplo haciendo primarias más abiertas para elegir al líder de un partido o, incluso, la confección de una lista electoral, ya sea cerrándola en cremallera (¿hay algo más restrictivo que un cupo sexual o de cualquier otro tipo?) ya sea abriéndola total o parcialmente. Ese aperturismo depende de cada partido: hay quien monta primarias abiertas a cualquier ciudadano, quien pregunta solo a delegados, quien pregunta a militantes, quien pregunta a militantes y simpatizantes… y claro, quien no pregunta nada.
Pero ¿qué pasa cuando se pregunta? Lo mismo: que poca gente va a votar. Es el caso de las elecciones del PSOE, en las que ha salido elegido el sonriente Pedro Sánchez con el formato que el derrotado Eduardo Madina propuso: que no votaran los delegados, sino los militantes. Todos ellos. Y aquí ha habido varios ‘zas, en toda la boca’. Primero, el que propuso abrir el sistema ha perdido; segundo, ha quedado en evidencia que el número de militantes del PSOE se ha desplomado (de los 236.572 de 2008 a los 198.123 que formaba el censo actual); tercero, al final no ha votado tanta gente: 132.686 militantes, un 66,92% del censo total.
En realidad una participación del 67% no está mal… pero en un proceso creado para que un partido sumido en una profundísima crisis remonte cabría haber esperado más participación. Había tres candidatos que superaron el suelo de avales propuesto y se enfrentaban modelos bastante diferentes. Pero ni por esas. Por lo tanto, votamos poco.
Porque… ¿por qué no hubo más votantes? ¿Acaso ninguna de las tres propuestas gustaron? Para eso entonces está, aunque sea una figura poco menos que anecdótica porque al final no se computa (ay, si se computara), existen los votos en blanco o nulos. Retomando el ejemplo actual, en las elecciones internas del PSOE solo 966 militantes (un 0,73%) votaron en blanco, y 148 (un 0,11%) votaron nulo. Antes de votar y evidenciar el descontento con las propuestas, haciéndolo visible, preferimos no votar. Por tanto, votamos mal.
Hablo en general porque, aunque estas elecciones internas del PSOE estaban reservadas a los militantes, muestran una tónica general presente en las elecciones ‘reales’: el grado de participación es similar al de comicios recientes (entre el 55% de las europeas y el 68% de las generales nos solemos mover) y el grado de votos en blanco y votos nulos es también similar.
De hecho, el del PSOE no es más que un caso de elecciones internas en el que ver ese comportamiento. Porque aquí se podrían hacer algunos titulares fáciles estilo «Eduardo Madina tuvo más votos que Pablo Iglesias», lo cual es cierto. A Madina le votaron 47.702 personas, mientras que en todo el proceso de primarias de Podemos participaron 33.156 personas. El primero es un derrotado, y el segundo un triunfador. Y eso que el censo de Madina era muy limitado (los 198.123 militantes citados) mientras que Podemos abrió su proceso de primarias a cualquier ciudadano mayor de 16 años, lo que según el INE deja un censo de 39.014.567 personas, casi doscientas veces mayor.
¿Y en otros partidos que se han abierto a la participación de la gente? Tampoco se han lanzado en masa, porque de hecho lo de Podemos fue lo más llamativo. Según datos recopilados en procesos previos a las elecciones europeas hubo tres partidos que plantearon una elección interna abierta a militantes (como Ciutadans, donde hubo 735 votos, un 23% de los 3.195 afiliados) o también a simpatizantes registrados (como el PSC, donde votaron 8.049 personas, un 9% de los más de 88.000 que tenían derecho a hacerlo, o UPyD, donde votaron 1.720 militantes, el 32% de un censo de 5.276, y 39 simpatizantes registrados)
Un 32%, un 23% y un 9%, unos datos desoladores, especialmente teniendo en cuenta que se daba la opción de elegir a representantes del partido. Vamos a resumirlo en una imagen breve -también de los Simpson-
La cosa es aún peor viendo los datos de otras formaciones que, además de a militantes y simpatizantes, abrieron la puerta a votantes ajenos al partido previo registro. Entre ellos destacan:
Izquierda abierta, con 1.182 votos válidos de un censo de 1.600 personas; Compromís, donde votaron 7.640 personas (un 65% de las 11.756 que tenían derecho a hacerlo), aunque (y podían haber sido muchos más, solo hacía falta ser mayor de 16 años e inscribirse); Equo (votaron 2.457 de las 16.132 personas que podían hacerlo) e ICV (1.710 votos, un 27% del total de 6.227 personas con derecho). Ni siquiera el carecer de un censo mejora las cifras: en el Partido X votaron 2.704 personas.
En todas las primarias abiertas ha habido menor participación que en las generales, así que votamos poco. Y si no votamos porque no nos gustan los candidatos votamos mal, porque aunque muchos digan lo contrario, la abstención, el voto nulo y el voto en blanco sirven de poco, al menos hasta que se computen y se dejaran escaños vacíos en el Congreso, cosa que jamás sucederá. Así que, además, votamos mal.
Aunque, en fin, a veces se entiende que, con lo que cumplen algunos sus promesas, nos entren ganas de no votar
Votamos poco y mal
