‘1, 2, 3… ¡Grabando!’ repasa la historia del registro sonoro desde los pioneros al MP3

GRABANDO
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A finales del siglo XIX, Édouard-Léon Scott de Martinville pensó que se podrían plasmar las ondas sonoras en un soporte de la misma manera que la fotografía fijaba las imágenes en un papel. Para ello diseñó el fonoautógrafo, el primer aparato de la historia para registrar el sonido.

Desde entonces, y hasta llegar al soporte digital, se han sucedido diferentes inventos que ahora se presentan en 1, 2, 3… ¡Grabando! Una historia del registro musical, una exposición que estará abierta al público hasta el 22 de enero de 2017 en Espacio Fundación Telefónica de Madrid.

Comisariada por Cristina Zúñiga, la muestra comienza su recorrido con un fonoautógrafo construido expresamente para la ocasión, para lo cual se han seguido los planos de la patente que Martinville registro en París.

Incluso es posible escuchar una de esas primeras grabaciones realizadas por el inventor francés, un hecho inusual y reciente, porque aunque registraba el sonido, el fonoautógrafo no permitía reproducirlo.

Basado en el funcionamiento del oído humano, el invento de Martinville tenía una gran bocina que recogía las ondas, las cuales hacían vibrar un diafragma, que accionaba un punzón realizado de cerdas de jabalí e impresionaba la onda sonora en un papel ahumado.

Según el francés, cualquier persona que viera ese gráfico podría interpretar en su cerebro el sonido que lo produjo. Evidentemente, eso no sucedió, razón por la cual ha sido necesario esperar más de un siglo para que una universidad norteamericana descubriera, tras interpretar digitalmente esos gráficos, que uno de ellos era, por ejemplo, una grabación de la canción Claro de luna.

Fieles herederos de la cultura clásica y erudita, los pioneros del registro y la reproducción sonora consideraron que sus aparatos servirían principalmente para legar a las futuras generaciones los discursos y los pensamientos de los grandes próceres, o como forma de registrar las declaraciones de los acusados y servir como prueba en procesos.

Con ese objetivo, Edison desarrolló el tinfoil (llamado así porque la impresión sonora se hacía sobre una lámina de aluminio) y el fonógrafo, invento mejorado gracias a la creación por parte de Graham Bell del cilindro de cera como soporte sonoro.

Sin embargo, no fue el uso jurídico o político el que haría que se popularizasen esos inventos, sino el recreativo. Cuando sus creadores vieron que podían grabarse canciones y temas populares, decidieron fabricar máquinas reproductoras que, a cambio de unas pocas monedas, permitían escuchar los temas de moda.

Las salas de espera de las estaciones de tren, los vestíbulos de los hoteles y los lugares de ocio se llenaron de esas máquinas, lo que provocó un aumento de la demanda, un incremento de la producción y la posibilidad de ampliar los horizontes de ese nuevo mercado: ¿por qué escuchar esas canciones en la calle pudiéndolas escuchar en casa?

De esta forma, en 1887 Emile Berliner patentó el gramófono. Un invento basado en el fonógrafo que, a diferencia de este no permitía grabar sonido y, en lugar de cilindros, utilizaba placas circulares que podían ser estampadas en serie.

Ya no sería necesario hacer varias interpretaciones para impresionar diferentes placas. Ni siquiera cantar ante varios grabadores para obtener varias copias. Ahora, de una sola ejecución musical era posible obtener múltiples copias.

Una vez estandarizados los sistemas y soportes de grabación, reproducción y producción, el siguiente paso fue la comercialización de los mismos, lo que dio pie a la aparición de la industria musical. Junto a las proliferación de tiendas especializadas en la venta de gramófonos y discos, surgieron los sellos musicales y, en consecuencia, las rock stars o, más bien, las ópera stars.

El italiano Enrico Caruso fue el primero en vender un millón de copias en el mundo y tener una legión de fans. Una cifra escandalosa debido a que el número de gramófonos era todavía reducido y que provoco no pocos dolores de cabeza al propio tenor. La grabación sonora dejaba para la posteridad todos esos errores que pasaban desapercibidos en una representación en vivo. Un detalle nada desdeñable, que se sumaba al efecto de extrañeza y desagrado que a toda persona le genera escuchar su propia voz reproducida por primera vez.

El éxito de ventas no fue tan dulce como pudiera parecer para Caruso, que vivía una situación muy parecida a la de Lina Lamont, la estrella del cine mudo con voz chillona amenazada por la aparición del sonoro en la película Cantando bajo la lluvia, y que es un buen ejemplo para abordar la siguiente sección de la exposición de Fundación Telefónica: la reproducción de sonido en el cine.

Como afirma Cristina Zúñiga, el sonido en el cine podría dar lugar a toda una muestra monográfica, pero, aunque fuera de forma testimonial, era necesario abordarlo en esta muestra, de la misma forma que se hace con la radio, un medio que está presente a través de reproductores de diferentes épocas y micrófonos.

Paco Trinidad, productor musical de algunos de los discos más importantes de los años 80 en España, comentó en la rueda de prensa previa a la inauguración de la muestra su pasión por los micrófonos. Unos aparatos a los que calificó con el término de «traductores» del sonido. A diferencia de las formas de grabación analógicas, en las que las ondas sonoras accionan un diafragma que hace vibrar la aguja que estampa el soporte, el micrófono convierte esas ondas sonoras en electricidad, de ahí su cualidad de traductor.

La aparición del micrófono permitió las emisiones radiofónicas, la grabación sonora en el cine y, por encima de todo, facilitó el trabajo de los intérpretes. Ya no era necesario tener potentes pulmones para impresionar un disco. Cantantes de voz delicada como Bing Crosby o Frank Sinatra, que hubieran fracasado a principios del siglo XX, triunfaron en los años 30 de ese siglo gracias al micrófono. Sólo era necesario que cantasen cerca del aparato y modular el volumen con potenciómetros.

El siguiente paso en la revolución del sonido, y de la exposición, es la cinta magnética. Un invento alemán desarrollado en la época nazi y descubierto al finalizar el conflicto por los aliados, quienes mejoraron el invento y lo aplicaron al negocio musical con gran éxito.

A diferencia de los otros sistemas de grabación, la cinta magnetofónica permitía cortar los errores, pegar las partes que valían, abandonar una sesión y retomarla días o meses después, e incluso hacer registros multipista, lo que facilitó hitos de la creación musical como Pet Sounds de The Beach Boys o Sgt. Pepper’s Lonely Heart Club Band de The Beatles.

De la mano de la compañía Philips, la cinta magnética, saldría de los estudios de grabación y entraría a las casas gracias al formato casete y a una política comercial muy inteligente: liberalizar la patente para que cualquier marca pudiera producirlas.

Esta decisión permitió popularizar la grabación y reproducción de música en el ámbito doméstico. Un hecho que se materializó en millones de cintas grabadas de forma amateur con canciones de la radio, con la selección de los temas preferidos y que incluso dio lugar a un cultura del «hazlo tú mismo», en la que los usuarios diseñaban y decoraban las portadas de las casetes recurriendo a su imaginación y sus dotes artísticas.

Muestra de ello son las cintas que, gracias a la editorial Belleza Infinita responsable de la publicación hace unos años del libro Gracias por la música, se exponen en la muestra de Fundación Telefónica.

Tras abordar la época dorada del registro musical con el vinilo como soporte estrella y los grandes estudios de grabación, uno de los cuales ha sido cedido por Ricardo Remero para la exposición, la muestra encara su recta final con un repaso al sonido digital, representado por el Laser-disc, el CD y el archivo MP3.

Una tecnología que ha permitido que muchos artistas puedan producir, grabar y distribuir sus creaciones de manera autónoma y sin tener que depender de las grandes compañías. Una situación que ha acabado con el concepto de industria musical desarrollado en las últimas décadas y que abre nuevos retos y posibilidades.

A pesar del mensaje apocalíptico procedente de esa industria ahora en decadencia, durante la rueda de prensa Diego A. Manrique se mostró optimista. El periodista comparó la situación actual de la música con la caída del Imperio romano. Un momento en el que los paradigmas anteriores ya no son válidos pero que no supondrá el fin de la música grabada. Sencillamente, afirmaba, es un momento de transición que hará que resurja de otra manera gracias a «la nueva sangre bárbara». Una opinión con la que coincide Cristina Zúñiga, que defiende el buen momento creativo de la música actual.

Mientras el futuro de la música acaba de definirse, esta exposición invita a los visitantes a conocer mejor el pasado a través de esta ambiciosa exposición, que se complementa con diferentes artículos que se irán publicando en la web de la Fundación, talleres para niños y un librito promocional que permite saber un poco más acerca de los pioneros de la grabación y reproducción sonora y sus inventos.

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