A (casi) nadie le gusta la libertad de expresión y eso es normal

2 de octubre de 2023
2 de octubre de 2023
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libertad de expresión

«Términos como ‘pseudociencia’ y ‘desinformación’ han cambiado tanto en su significado que ahora simplemente significan «algo con lo que no estoy de acuerdo».

–Stuart Ritchie

 

A casi nadie le gusta la libertad de expresión. Ni la libertad. Ni la democracia. Ni tampoco la diversidad de opiniones. Ni mucho menos la incertidumbre.

Todo eso es normal. Fatídicamente normal.

Porque hemos sido moldeados en el yunque de la evolución darwiniana para tender a ser así. Porque la incertidumbre genera estrés. Porque el cerebro no puede procesar toda la información sin filtrar previamente lo que considera irrelevante o pernicioso.

Como muestra, un botón: la ex primera ministra de Nueva Zelanda, Jacinda Ardern, declaró en la ONU que la libre expresión en redes sociales puede considerarse un arma de guerra moderna. Que la libertad de expresión puede confundir a la población y sugerir formas de pensar que divergen de la narrativa dominante de la izquierda, como el cambio climático:

«Después de todo, ¿cómo se pone fin con éxito a una guerra si se hace creer a la gente que la razón de su existencia no solo es legal sino noble? ¿Cómo se aborda el cambio climático si la gente no cree que existe? ¿Cómo se garantizan los derechos humanos de los demás, cuando están sujetos a una retórica e ideología odiosas y peligrosas?».

Consciente o inconscientemente, Ardern representa una nueva era de autoritarismo. Porque todos, también, tendemos al autoritarismo. El autoritarismo es, también, una forma de reducir la incertidumbre. El miedo.

El mismo miedo que ha empujado a una escuela pública de Canadá, cuando empezó a eliminar todos los libros publicados antes de 2008 por preocupaciones acerca de la equidad, la diversidad y la inclusión de sus contenidos.

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Recientemente, también tuvo lugar un incidente de la misma índole en el ámbito de las Charlas TED, cuyo lema es «descubrir y difundir ideas que despiertan la imaginación, abrazan la posibilidad y catalizan el impacto». Sin embargo, las presiones para cuestionar o incluso eliminar la charla de Coleman Hughes han sido evidentes.

En ella, plantea la idea de que debemos tratar a la gente sin tener en cuenta su color de piel. Aunque la mayoría de los estadounidenses cree que las políticas ciegas al color son el enfoque correcto para gobernar una sociedad racialmente diversa, vivimos en un extraño momento en el que otros muchos sostienen que la ceguera de color es, de hecho, un caballo de Troya para la supremacía blanca. El razonamiento para la desigualdad es: no debemos tratar igual a las demás etnias, sino que debemos tratarlas mejor que a los blancos para compensar su privilegio histórico.

Coleman es una nueva e interesante voz que aboga por un enfoque daltónico de la política y la cultura, advirtiendo que el llamado movimiento antirracista nos está conduciendo, irónicamente, hacia un nuevo tipo de racismo.

Como uno de los pocos estudiantes negros en su programa de filosofía en la Universidad de Columbia, Coleman Hughes se preguntaba por qué sus compañeros parecían más pesimistas sobre el estado de las relaciones raciales estadounidenses que sus propios abuelos, que vivieron de primera mano la segregación. Su próximo libro, The End of Race Politics, es la culminación de su búsqueda de una respuesta a esta contradicción.

Coleman podría estar equivocado. Pero esa no es una razón para que sea censurado. Sin embargo, quienes están a favor de censurar saben a ciencia cierta, sin ningún género de dudas, que Coleman está equivocado. Saben, a ciencia cierta, que su discurso es más pernicioso que beneficioso. Saben que ellos, los censores, están en el lado bueno de la historia.

En parte, quizá eso explique que las universidades norteamericanas estén perdiendo diversidad de voces y registren una caída muy pronunciada en materia de libertad de expresión. Concretamente, la Fundación para los Derechos Individuales y la Expresión (FIRE) evaluó a 254 universidades y, paradójicamente, la que mejor reputación tiene como institución educativa fue la que tuvo peores resultados: Harvard.

De una puntuación que va de 100 (máxima libertad de expresión) a 0 (mínima libertad de expresión), Harvard obtuvo un 0. Lo más preocupante es que el 29% de los estudiantes de Harvard consideraron que hacer uso de violencia para limitar el discurso en el campus era, al menos ocasionalmente, aceptable.

Este nuevo clima autoritario también es un reflejo de las libertades en el mundo. Llevamos 16 años consecutivos de descensos en ese sentido. Un total de 60 países sufrieron descensos en el último año, mientras que solo 25 mejoraron. Hasta la fecha, alrededor del 38% de la población mundial vive en países no libres, la proporción más alta desde 1997. Solo alrededor del 20% vive ahora en países libres.

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TENGO RAZÓN PORQUE SOY EL BUENO

Los psicólogos han postulado cientos de sesgos cognitivos a lo largo de las últimas décadas. Sin embargo, según un reciente estudio publicado este mismo 2023, todos se reducen a un puñado de creencias fundamentales unidas a un único sesgo: el de confirmación (la tendencia a buscar, interpretar y recordar información de manera que confirme nuestras creencias o hipótesis preexistentes).

Ese puñado de creencias fundamentales son seis:

  1. Mi experiencia es una referencia razonable.
  2. Hago valoraciones correctas del mundo.
  3. Soy bueno.
  4. Mi grupo es una referencia razonable.
  5. Mi grupo es bueno.
  6. Los atributos de las personas (no el contexto) dan forma a los resultados.

Naturalmente, de esto se deduce que todos nosotros vivimos bajo un corpus de conocimiento esencialmente falso, por sesgado. Sin embargo, la idea contraintuitiva que presenta otro estudio al respecto es que, evolutivamente, ello tiene mucho sentido. Ser irracionales es lo que, también, nos permite prosperar.

O dicho de otro modo: si bien muchas falsedades se construyen y mantienen mediante procesos epistémicamente irracionales, pueden ser instrumentalmente racionales desde la perspectiva de las funciones para las que están adaptadas.

Por ello, muchas falsedades son generadas, creídas y propagadas no por una necesidad de conocer la verdad, sino por mecanismos psicológicos especializados en aumentar el prestigio, señalar el compromiso del grupo y poner a prueba la lealtad del grupo, menospreciando simultáneamente a competidores considerados como enemigos.

No importa que uno sea culto o inteligente. Ni que haya recibido una educación exquisita. Los incentivos anteriormente mencionados son tan poderosos que podemos poner al servicio de los mismos todas nuestras habilidades cognitivas. Así, no solo existen muchos republicanos estadounidenses con puntajes más altos en inteligencia científica que rechazan la idea del cambio climático antropogénico, sino que también sostienen que, en realidad, Barack Obama es musulmán.

También los científicos, presentados a menudo como adalides del pensamiento objetivo, incurren en estos mismos comportamientos a la hora de publicar los resultados de sus investigaciones. Incluso las revistas revisadas por pares, siendo estos pares también científicos, están motivados ideológicamente para considerar poco atractivos los estudios que desafían su ideología, su política o su tribu social.

De nuevo, hay que insistir, grabarlo a fuego: nuestro cerebro no está ni remotamente diseñado para encontrar la verdad. Encontrar la verdad es casi un subproducto o un efecto secundario de nuestra increíble capacidad para inventarnos la realidad.

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ENTONCES ¿NOS VAMOS AL AGUJERO?

Según explica Karen Stenner, psicóloga política y economista conductual, los análisis efectuados en gemelos idénticos criados tanto de manera conjunta como separada (considerado el patrón oro para discernir entre la influencia de la genética y el entorno) sugieren que el autoritarismo tiene una heredabilidad de alrededor del 50%. (Esto no implica que la socialización constituya el porcentaje restante; existe una amplia variación que no se puede explicar).

De este modo, todos venimos al mundo predispuestos a desear (con intensidad variable) la unidad y la igualdad, por un lado, o la libertad y la diferencia, por el otro. A partir de ahí, nuestros entornos y experiencias modificarán marginalmente esta predisposición (solo marginalmente, porque buscaremos entornos que se parezcan a nosotros, es decir, que refuercen nuestra predisposición, como personas que piensen como nosotros).

En general, quienes se oponen a la intervención del gobierno en asuntos económicos se inclinan también a rechazar la interferencia en todos los asuntos privados del individuo, incluidas sus elecciones morales, creencias y actividades políticas.

De este modo, el impulso autoritario aflora mayormente en personalidades como las que muestran aversión «apertura a la experiencia« (una de las dimensiones de la personalidad de los Cinco Grandes), es decir, a las personas conservadoras (conservadoras del statuo quo).

Los autoritarios son un poco más propensos a llamarse a sí mismos «de derecha» que «de izquierda», pero ese eje apenas es relevante para identificar una predisposición autoritaria, en el sentido de establecer un único modelo general para reducir la incertidumbre.

Un modelo, huelga decirlo, al que se puede llegar no cambiando nada o cambiándolo todo mediante una revolución. Porque los autoritarios pueden abrazar un cambio social masivo y derrocar alegremente a las autoridades e instituciones establecidas si estas no proporcionan el orden normativo que anhelan.

Irónicamente, gran parte del impacto virulento del autoritarismo se manifiesta cuando los autoritarios se involucran excesivamente en monitorear y proteger al colectivo. Sin embargo, aspectos como los problemas económicos, la mala salud o la pérdida de un ser querido parecen distraer a los autoritarios de su problemática preocupación por el destino del colectivo, permitiendo así que los demás vivan sus vidas.

Es decir, los autoritarios tienden a sentirse más concernidos frente a la incertidumbre personal que la colectiva, de modo que los autoritarios peligrosos son los que no sufren demasiada incertidumbre personal.

En conclusión, podemos afirmar que una porción considerable del electorado, también particularmente motivado a la hora de hacer ruido mediático, parece anhelar que el gobierno participe no solo en la redistribución de la riqueza y la prestación de servicios sociales, sino también en coaccionar y controlar a los individuos para imponer la unidad y la igualdad en todos los ámbitos: racial, moral y político.

Es natural, porque el mundo es demasiado complejo para que una gran parte de la población lo navegue sin experimentar agotamiento o alarma, máxime en el caso de las personas naturalmente autoritarias (es decir, como hemos visto, con especial aversión a la incertidumbre).

Algunas personas tienen una profunda necesidad de unidad e igualdad. Estas personas no pueden cambiar esto más de lo que nosotros podemos cambiar nuestro propio amor por la diversidad y la complejidad. Forzar su exposición a más diversidad de la que están innatamente equipados para gestionar los empujará no a los límites de su tolerancia sino a sus extremos intolerantes.

A juicio de Stenner, para combatir esta nueva ola reaccionaria necesitamos que todos los ámbitos de la vida (social, político y económico) tengan menos información, menos opciones. Una verdadera democracia debería poder adaptarse a esta situación (quizá creando nuevos modelos democráticos, como la democracia líquida hibridada con el paternalismo libertario, u otros).

Debemos brindar a los autoritarios la asistencia que necesitan para vivir en paz y comodidad con el resto de personas que no son como ellos. Ello probablemente requerirá un rediseño significativo de los procesos sociales y políticos para reducir la cacofonía de ideas y cosmovisiones que es la especie humana.

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