En 1938 a un trabajador desconocido de un periódico estadounidense, se le ocurrió que era buena idea lanzar una tira cómica en su publicación protagonizada por un personaje vestido todo prieto y con los calzoncillos por fuera. Los alegres colores se intuían, más que otra cosa, ya que las publicaciones del momento eran en blanco y negro. Hablamos de Superman y en aquella época era representado más bien como un señor fofisano, con canas en las patillas y cierta tripilla incipiente de tanto comer hamburguesas y beber batidos altamente azucarados en los diners de su pueblo en algún estado sureño. Se dice que su autor buscaba levantar el ánimo de los lectores en este periodo entre guerras e inculcar en los jóvenes nuevos referentes heroicos, tal vez como preparación para el momento mundial tan convulso que les había tocado.
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La cosa cuajó y de aquella buena idea surgieron nuevas editoriales con nuevos y más pintorescos personajes con increíbles habilidades. Las figuras se fueron estilizando y, queriendo los dibujantes demostrar sus skills anatómicas, a personajes como Superman le fueron creciendo músculos en lugares donde jamás hubieras sospechado. Especial mención a la aparición de los personajes femeninos, representadas también de forma cuestionable, mostrando mucha carne y poca ropa para regocijo de sus fans, principalmente masculinos, llegando sus proporciones a ser cercanas a lo imposible. La sexualización fue aún más evidente en la década de los 90, donde autores como J. Scott Campbell, en títulos como Gen 13, representaba a las chicas de este grupo de jóvenes adolescentes con bragas tipo tanga, grandes pechos y piernas infinitamente largas rematadas con unas buenas plataformas o botas de tacón, tan cómodas como estas deben ser para el combate o huir de un T-Rex, por ejemplo.
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Licencia artística (o directamente enfermedad) de ciertos dibujantes aparte, la evolución del género pasaría por la aparición de nuevos guionistas que cambiaron el paradigma de las historias que se plasmaban en el noveno arte. Pasamos de personajes completamente idealizados, paladines morales sin mácula cuya rectitud trataba de ser una guía para la juventud, a otros con problemas más cotidianos con los que el lector podía empatizar. Más o menos desde Stan Lee con Spiderman, comenzamos a ver como los superhéroes se podían constipar o pasar penurias para pagar el alquiler y llegar a fin de mes. Se metían con ellos en clase, eran marginados y completamente incomprendidos por la sociedad y este tipo de sentimientos les resultarían más que familiares a sus potenciales lectores. Combinar todas esas historias de superación con toneladas de acción desenfrenada les terminó de enganchar.
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La cosa siguió creciendo, llegando a crear una floreciente industria. Tuvo que llegar el autor británico Alan Moore para subvertir el género y darle, de paso, un inesperado empujón. Su novela gráfica, Watchmen fue la primera que se planteó que tal vez no fuera tan buena idea permitir a estos seres campar a sus anchas y convertirse en jueces y verdugos. Tomar la decisión de quién es bueno y quién es malo le debe de corresponder a una entidad superior (se llama poder legislativo o judicial en democracia). De esta misma idea surgen otros títulos como Powers o The Boys, exitosamente adaptada para la pequeña pantalla, o la inclasificable The Authority, donde un grupo de superhéroes deciden de manera unilateral imponer su autoridad a la de los gobiernos del mundo, hartos de la deriva que este está tomando. El género no solo evolucionaba a nivel conceptual, sino que lo hacía a nivel social. Este mismo título narra con total naturalidad la relación homosexual entre dos de sus miembros, Midnighter, un tipo siniestro parecido a Batman, y Apollo, un rubiazo mamadísimo con poderes provenientes del sol. La noche y el día liándose. Seguramente esta fue de las primeras veces que se veía algo así.
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El autor, Mark Millar, en opinión de un servidor, también lo cambió todo con títulos como Wanted, obra que no debe ser juzgada viendo la peli de Angelina Jolie, que no tiene absolutamente nada que ver, aunque supuestamente era una adaptación. Este cómic se basa en la premisa de que los supervillanos lograron vencer a los superhéroes hace años y ahora campan a sus anchas realizando las fechorías que les plazca. Uno de ellos, Mr. Rictus, es el autor de la frase:
Yo no me follo a las cabras, señor Gibson. Les hago el amor.Mister Rictus
Y uno de los secuaces de Mr. Rictus es Shit-head, una maloliente montaña de mierda compuesta por las heces de los 666 seres más malvados que han pisado la tierra. Una auténtica locura de historieta, con un poco de Matrix, otro de Los Vengadores, todo juntado con grandes dosis de violencia y muchas ganas de ser políticamente incorrectos.
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El propio sector del entretenimiento ha acabado reconociendo al autor. No en vano la editorial que montó Millar cuando se independizó de las majors fue hace unos años comprada por Netflix. La compañía, en busca de su próximo gran éxito, tuvo un primer y fallido intento con Jupiter’s Legacy.
Adaptaciones como esta no hacen mucha justicia al material original y están alejando a los fans de este género, que parece que comienza a agotarse. Se ha hecho mucho mal cine y series de superhéroes últimamente. Tal vez tengan que dejar de ser mainstream y volver a tener una audiencia marginal para continuar evolucionando. Tal vez sea hora de que las capas y leotardos vuelvan a su medio original: el papel. Porque hay obras que es mejor no adaptar, que son perfectas tal y como son (si no, que se lo digan a Alan Moore).