En el siglo XVI, el emir Khair Bey prohibió en El Cairo la droga que llevaba tiempo excitando, prendando y enamorando a sus súbditos. El brebaje contradecía el dictado del profeta Mahoma: el hombre no debe intoxicarse. Al pueblo le apasionaba la sustancia, y el dinero y el negocio fluían. Ni consumidores ni proveedores iban a amilanarse ante la censura, y proliferaron revueltas que, finalmente, torcieron la mano de Kahir Bey.
Fueron unas revueltas de yonquis; de yonquis del café.
El mayor éxito de una droga es no parecerlo. Desgraparse de la palabra vicio y aterrizar en el cojín del placer, el hábito, e incluso la sofisticación o el gourmetismo.
Una escena. La cuenta el sociólogo experto en juventud Juan María González-Anleo: «Cerca de casa de mis padres había un poblado donde se vendía droga. Pasabas por allí y oía a la gente, «eh, eh, tío, ¿tienes algo?, dame algo» [pidiendo droga]; ahora, en grandes ciudades como Roma, Ámsterdam, París… nos encontramos a mogollón de gente preguntando: «¿Tienes wifi, tienes wifi?»».
El 69% de los jóvenes españoles se siente realmente mal (sufre síndrome de abstinencia) si no dispone de conexión a internet, según datos del informe PISA publicado en 2017. Mirado desde el dorso: solo el 31% de los jóvenes mantiene una relación saludable con internet (eso, o cuenta con una excelente tarifa de datos).
Continúa González-Anleo: «Hablar de «drogas» es un enorme error, cada época tiene la suya. En mi libro sobre Mayo del 68 [1968. Queremos otro mundo mejor y lo queremos ¡ahora!] le digo al lector que es politoxicómano: quizá no toma heroína, LSD, marihuana, pero a lo mejor está tomando pastillas para dormir, café», o bebidas energéticas, o té, o dosis equinas de dopamina en apps diseñadas para engancharte, o batidos potenciadores para el gimnasio.
Otros dedican grandes porciones de tiempo a practicar deporte y piensan en él hasta estructurar su vida, su dieta, sus círculos sociales, su tiempo, su atención, su juicio hacia quienes no están en la movida. Hay quienes, sin ser profesionales, organizan su identidad en función de su entrenamiento diario, y se deprimen cuando las circunstancias te impiden practicarlo.
DROGAS QUE VISTEN Y DROGAS QUE QUEDAN FEO
Los vicios que imprimen prestancia y caché en una época pueden dar asco en otras. Dentro de cada generación anida la propensión a diferenciarse de su antecesora tanto en las sustancias como en las estrategias destinadas a atascarse el organismo. Hoy parece lentamente imparable el volumen de repulsión con que se contempla a los fumadores.
Un informe de la Organización Mundial de la Salud (OMS) recogido por El País a finales de 2018 reportaba un descenso en el número de jóvenes bebedores y un incremento en la cifra de adolescentes abstemios (estos cambios, visibles en Europa, no se detectaron en España).
Los datos coinciden con el auge de la obsesión por la salud: el mimo al cuerpo, la vigilancia de las etiquetas de los productos, la paranoia por la toxicidad.
¿Significa esto que las generaciones más tiernas o las que vienen se drogarán menos? González-Anleo opina que no. Simplemente, se están sustituyendo unas drogas por otras.
CADA ÉPOCA TIENE SU DROGA
«Cada sociedad tiene sus drogas. Existe la expresión zeitgeist, que se refiere al espíritu de los tiempos. Las drogas reflejan ese espíritu», aduce y se apoya en Antonio Escohotado para clasificar tres categorías de estupefacientes:
«Las que te quitan el dolor, opio, heroína; en los 70 esa era la droga, era un dejadme en paz, no tengo trabajo ni futuro. Las drogas relacionadas con la curiosidad y el corazón aventurero como marihuana, LSD; eran las que se consumían en los 60 para explorar nuevas zonas de la conciencia, buscar nuevas posibilidades. A finales de los 80, aumentan los excitantes como la cocaína; la droga del éxito, te ayuda a mantenerte despierto, agarrado a un ordenador, te permite salir después», compendia.
¿Atravesamos un momento de excitación, exploración o evasión?
La Agencia Española del Medicamento, como difundió El Periódico, pulsó el botón del pánico en 2013: el uso de antidepresivos había aumentado en 13 años un 200%. Después del arreón, entre 2012 y 2016, la tendencia al alza se mantuvo con un despunte del 14.73%, según el informe La Sanidad en cifras.
Y el impacto de las píldoras toca extremos más preocupantes. Hoy la droga de inicio es psiquiátrica y se prueba antes que el alcohol o los porros. El Plan Nacional sobre Drogas reveló que, en 2017, uno de cada seis adolescentes tomaba ansiolíticos para soportar la tensión de los exámenes o el trago de una ruptura sentimental.
Esta ingesta de compuestos para escapar e inmovilizar el dolor emocional (en muchos casos, incluso desde sus primeros compases) viene motivada, en la visión González-Anleo, por el mismo espíritu (o necesidad) que se agazapa detrás de la adicción a la tecnología.
«La hiperprotección paterna está creando una burbuja rosa que protege a los hijos: los preparan para Walt Disney cuando se van a encontrar Walking Dead. Los chicos se parapetan en las nuevas tecnologías y mantienen su propia burbuja rosa: una burbuja muy conectada con el concepto de evasión», razona.
La tecnología permite acceso a otras adicciones como la ludopatía. Las casas de apuestas igualmente se encuentran caminando por la calle, pero las facilidades de la web eliminan barreras físicas y psicológicas. Es como si los toxicómanos pudieran imprimir la heroína.
El teléfono móvil, las tabletas o los ordenadores ofrecen y facilitan numerosos cometidos útiles, beneficiosos, muy lejanos del concepto del vicio. Sin embargo, cuesta negar, y así lo recogen distintas investigaciones, la existencia de la adicción, el síndrome de abstinencia, la llamada nomofobia. Entonces, ¿cuál es el chute concreto de la tecnología?
Marta Peirano, periodista y autora de El enemigo conoce el sistema daba una pista en una entrevista de Miguel Ángel Méndez en El Confidencial: «No creo que exista la adicción a internet sino a las aplicaciones, a Whatsapp, Instagram o Twitter. Están diseñadas para que sientas que están pasando cosas ahí […] Están creadas para que tengas miedo a quedarte atrás. Entras el metro y está todo el mundo pegado a su pantalla. Si eliminas al 32% de quienes están jugando al Candy Crush, que también está diseñado para ser adictivo, la mayor parte de la gente está en su Facebook, en su Instagram etc».
¿Pero mirar Facebook o postear y comentar en Instagram o merodear por Tinder no se acerca más a la excitación que a la búsqueda de evasión? ¿O acaso esta es una droga capaz de combinar la euforia con la postración (como la del tiempo gastado en hacer scroll con las pupilas vacías)?
«La burbuja rosa» que menciona González-Anleo extiende su efecto analgésico sobre «jóvenes con trabajos de mierda, mal pagados, en un mundo sin futuro que va directo a su extinción». Recuerda a aquel desastre que intentaban olvidar muchos jóvenes con la heroína en los 70 y 80: la promesa de una revolución castrada, la quiebra del esquema moral de sus padres ante la cual no sabían cómo posicionarse, el paro, la inseguridad…
Sin embargo, la diferencia entre las sustancias narcóticas y adicciones sin sustancia es demasiado visible. Las redes sociales no te destrozan el organismo, y además te conectan con tu gente, cumplen una función social, y el abuso no puede llevarte a la muerte.
¿O sí?
Ha habido accidentes de coche mortales mientras el conductor retransmitía en directo; cada tanto surgen noticias de jóvenes que mueren al hacerse un selfi extremo por unas ganas extremas de conseguir me gustas. ¿Llegan a eso porque son imbéciles? También se ha culpado siempre a los toxicómanos. Los culpas cada vez que no les das dinero en el metro pensando que lo gastarán en una papelina, y eso te parece despreciable y no piensas que están enfermos sino que optaron tontamente por esa vida.
Una niña de 12 años llamada K. N. D. se suicidó en directo en Georgia a través de ‘Live.me’. Se colgó de un árbol. El vídeo fue eliminado, pero era tarde. Algunos usuarios lo habían descargado, y lo republicaron para conseguir clics y me gustas como cuando los adictos buscaban en los bolsillos de sus compadres caídos por sobredosis, locos por rebañar los últimos gramos.