Estamos tan habituados a que los vegetales salgan de la tierra siguiendo los dictados del agricultor de turno que hemos olvidado que una inmensa parte de nuestra historia como seres humanos nos la pasamos recogiendo grosellas, buscando caracoles y, de vez en cuando, cazando algún animal grande para la cena. Nuestros antepasados cazadores y recolectores eran más fuertes, estaban mejor alimentados y disponían de mucho más tiempo libre que sus descendientes, esos esclavos del arado.
1. Empeoró la alimentación
El homo sapiens dedicado a la recolección disfrutaba de una alimentación rica y variada: frutos silvestres, raíces, pequeños moluscos, deliciosos insectos, pequeños roedores, frutos secos, conchas y, con suerte, algún pescado, pájaro o un venado. Esto fue así durante 100.000 generaciones, en tanto la agricultura sólo ha estado entre nosotros durante las últimas 500.
Con el desarrollo de la agricultura llegó la penuria: las técnicas eran tan precarias y las herramientas tan básicas que los campesinos se veían abocados al monocultivo para sobrevivir, pues en cada zona se cultivaba casi exclusivamente la cosecha más rentable en términos energéticos: trigo en el Creciente Fértil, arroz en China o maíz en América.
“Esta simplificación del alimento básico produjo en los seres humanos cambios semejantes a los observados en los animales a lo largo de su proceso de domesticación, entre otros la aparición de carencias y nuevas enfermedades, así como la reducción del tamaño corporal, que sólo recuperó sus dimensiones previas una vez transcurridos varios milenios”.
(“Darwinismo: aplicaciones y devociones”, Fanjul et al.)
Los estudios realizados en grupos de cazadores recolectores del presente muestran que entre el 19 y el 35% de su energía procede de proteínas animales y entre el 22 y el 40% de los hidratos de carbono, estas últimas muy por debajo del hombre moderno y de las sociedades agrícolas tradicionales.
2. Empeoró la salud
Los registros fósiles del Paleolítico muestran unos proto-humanos de una talla muy parecida al hombre actual (1,80 para los hombres, 1,50 para las mujeres), lo que nos aporta muchas pistas sobre la calidad de su alimentación. Aquellos recolectores dedicaban unas pocas horas del día a buscar el sustento y el resto del tiempo se lo pasaban practicando el doce far niente o, los más afortunados, haciendo la caidita de Atapuerca.
El advenimiento de la agricultura a cada región del mundo es fácil de detectar para los paleontólogos: los esqueletos hallados en los enterramientos son sensiblemente más pequeños que los de sus ancestros. El agricultor egipcio de hace 12.000 años medía 10 centímetros menos y tenía el doble de posibilidades de estar malnutrido que su antepasado recolector de un milenio más atrás, según concluyen las excavaciones realizadas por los profesores Stock y Starling en la zona. Los agricultores egipcios tardaron 8 milenios en recuperar el vigor físico de sus antepasados trashumantes.
Por si fuera poco, el hacinamiento en núcleos de población, el sedentarismo y la convivencia con animales –tanto el ganado como los insectos y los roedores atraídos en los graneros- trajeron multitud de gérmenes y enfermedades contagiosas, disparando la mortalidad.
No sorprende que, en un arranque de romanticismo un tanto ingenuo, algunos vigoréxicos están reclamando el retorno a la “dieta paleolítica” como una forma de librarse de las enfermedades asociadas a la evolución.
3. Se disparó la población
Incluir esta razón entre los males de la agricultura roza la herejía porque precisamente fue gracias a la agricultura que la especie humana se convirtió en la más exitosa de la historia del planeta (con permiso de las hormigas). Pero en ese éxito está el germen de su destrucción: la agricultura permitió alimentar 1.000 millones de bocas en 1798, año en que Malthus advirtió de las hambrunas venideras, y a 3.000 millones en 1960, cuando una nueva vuelta de tuerca –la Revolución Verde– apretó aún más las tuercas a las semillas para llegar a donde estamos ahora: 7.000 millones, la gran mayoría razonablemente alimentados.
Los escasos grupos de cazadores-recolectores que aún quedan en el mundo habitan territorios de bajísima densidad y tienen, de media, la mitad de hijos que sus vecinos estables: la trashumancia hace imposible acarrear grandes proles. Una hectárea de terreno cultivada puede alimentar hasta 100 veces más población que una virgen. En otros términos, si siguiéramos dedicándonos a recoger frutos y cangrejos la población mundial no superaría los 70 millones de habitantes, algo más de la población de Francia. El mundo estaría mucho menos superpoblado, sí, pero ¡estaría lleno de franceses recogiendo setas!
4. Nos dejó tiempo libre para hacer el mal
Este argumento lo esgrime Jared Diamond en su libro “Armas, gérmenes y acero”: en el momento en que pudimos almacenar el grano algunos liberados de la obligación de buscar el sustento diario tuvieron tiempo para desarrollar nuevas armas, ir a la guerra y establecer clases sociales: los campesinos rompiéndose el lomo en los campos y los señores, jefes y reyes viviendo a su costa a cambio de protección.
Se trata, obviamente, de un argumento de ida y vuelta, pues ese mismo excedente de alimento y tiempo permitió la génesis del comercio, así como el desarrollo de las artes y las ciencias, que permiten que los humanos de hoy (sobre todo los que escribimos y/o leemos esto) vivamos infinitamente mejor que las 99.997 generaciones de sufridos ancestros.
¿Pero no dijimos al principio que los recolectores tenían más tiempo libre que los agricultores?, ¿en qué quedamos? Efectivamente, los recolectores sólo dedicaban unas pocas horas al día a conseguir sustento pero la mayor parte de los agricultores trabajaban (y trabajan) de sol a sol para arrancar unos alimentos a la tierra. Eso nivel individual, claro. Colectivamente, unos cuantos se aprovecha del tiempo sobrante para hacer el mal, como veremos inmediatamente.
5. Aumentaron las desigualdades
En una horda de cazadores-recolectores cada cual se busca su sustento porque no existe tal cosa como la acumulación, un estorbo cuando se trasiega de un lugar a otro buscando alimento. Estos grupos tienden a ser igualitarios y no tiene más jerarquías que las que exige la caza.
En el momento que se inventa la agricultura surgen los excedentes alimentarios y con ellos los especialistas, incluyendo a los reyes y a los burócratas. Según cuenta Diamond,
“Cuando se puede proceder al acopio de alimentos, una élite política puede hacerse con el control de los alimentos producidos por otros, afirmar el derecho a fijar impuestos, escapar de la necesidad de alimentarse a sí misma y dedicarse íntegramente su tiempo a actividades políticas”.
En otras palabras, la agricultura pone la primera semilla para los parásitos sociales y/o los políticos. Y no sólo dentro de cada sociedad sino entre distintos pueblos. Los pueblos agrícolas fueron comiendo el terreno a los recolectores gracias a su superior tecnología y demografía. En última instancia, las sociedades ganaderas acabaron siendo inmunes a los gérmenes trasmitidos por los animales, lo que les llevaría a emprender exitosas “guerras bacteriológicas” frente a otros pueblos no ganaderos: verbigracia, los españoles durante la conquista de América.
Imágenes: Librería del Congreso en Flickr con CC. Peter Garnhum con licencia CC.
Fuentes:
“Darwinismo: aplicaciones y devociones”, de López-Fanjul, Castro y Toro, en Revista de Libros.
“Historia mínima de la población mundial”, de Massimo Livi Bacci.
“Armas, gérmenes y acero”, de Jared Diamond.
“Diets & Dieting, a cultural encyclopedia«, de Sander L. Gilman.