Manejar una explotación ganadera en medio de un valle perdido de los Alpes suizos, a mil metros de altura, es un asunto duro. Es cierto que las vistas son espectaculares: peñascos enormes a tu alrededor, un lago, hierba verde, cabritas… todo muy del estilo del abuelo de Heidi. Pero se trata de currar. Y aquí el despertador suena a las 5 de la mañana y la jornada se alarga hasta las siete de la tarde.
Cada día de mayo a septiembre. Mucho esfuerzo, tanto físico como económico. Albert Breitenmoser lleva toda la vida subiendo el ganado hasta aquí, cada verano, para que los animales pasten en esta alfombra de nutrientes, que para una vaca lechera es el súmmum gastronómico. Vendría a ser como tener encerrado en tu cocina durante cuatro meses a Ferran Adrià (ahí quieto Ferran, crea para mí, for free). Y los animales, claro, felices. Gozándolo. A sus anchas. Ajenos al estrés de la hora punta en el metro de Tokio (esto es Suiza, incluso para las vacas). Luego, obviamente, sale la leche que sale. Y los quesos que se producen aquí son de la calidad que son (el Alpkäse es considerado el mejor queso de todo el cantón de Appenzell).
Pero a lo que íbamos: todo esto cuesta, y mucho. Hay que subir hasta el valle a todo el ganado —a pata, pasito a pasito, aquí no llegan los trailers de transporte—, mimar las vacas durante el verano, ordeñarlas a diario, vender la leche, y reconducirlas en septiembre valle abajo hasta el pueblo. Para soportar mejor los costes, a los granjeros no les queda otra que devanarse los sesos para buscar financiación extra. Y no hay mucho de donde elegir. Aquí, además del turismo de naturaleza, lo que hay son vacas. Muchas. De hecho hay tantas vacas como humanos (alrededor de 15.000).
A Albert se le encendió la bombilla durante una estancia de un año en una granja canadiense, donde los dueños ofrecían un cow-leasing a cambio de que el cliente pudiera conocer su animal y pasar un día con él. La idea le gustó y decidió montar su propio alquiler en Suiza. «En realidad no es solo una manera de ganar algo de dinero extra y poder mantener este tipo de trabajo tradicional», explica Albert. «También sirve para que le gente entienda lo que cuesta elaborar productos de forma ecológica». Al poco de volver de Canadá montó una página web con un primer catálogo de 19 vacas en alquiler y pronto algunos ciudadanos de St. Gallen, cerca de Appenzell, se interesaron por el asunto.
Por absurdo que pudiera parecer en un principio, la iniciativa empezó a funcionar y poco a poco Albert tuvo que aumentar incluso el número de animales ofertados. Hoy tiene clientes de todo el mundo, aunque principalmente son suizos y alemanes. La hipótesis del granjero que explica este éxito es que la gente necesita escapar de vez en cuando al campo para desconectar. Y tiene razón. Para cualquier animal de ciudad, el hecho de pasar todo un día en una cabaña alpina, rodeado de un escenario bucólico, tiene un magnetismo muy potente. Y más si no hace falta madrugar con el granjero. Tú te levantas tranquilamente, saludas a los pajarillos, te vistes, bajas a la cocina, te sientas a la mesa y desayunas pan recién hecho, miel, leche fresca y queso. Listo. Ahora ya puedes ir al establo a conocer a Geraldine, tu vaca.
Así es como funciona el asunto: entras en el catálogo online, le echas un vistazo a las fotos de las vacas y eliges. Para no jugártela dejándote llevar por un primer impulso físico, Albert incluye una pequeña descripción del carácter de cada candidata. Wanda, por ejemplo, es un ejemplar ya maduro, pero «sigue siendo divertida». Valerie «es tranquila y a menudo desconfiada, pero muy bondadosa». Y Charlieze tiene un carácter impulsivo, «pero una vez alimentada se calma rápidamente». El alquiler es por toda la temporada de verano y el precio ronda los 300 euros. El cliente, a cambio, recibe una fotografía de su ejemplar; una noche de hospedaje en la cabaña junto a los establos, desayuno, una visita a una quesería alpina —con descuento en los precios del queso—, una excursión por los alrededores del lago Seealpsee acompañado del pastor y, por supuesto, conocer en persona a Geraldine. Y ordeñarla.
Son muchos los clientes que deciden subir hasta este recóndito valle suizo en busca de una jornada de campo diferente, especialmente familias con niños pequeños. Pero también los hay que pagan el alquiler y no visitan jamás a su vaca. «Algunos de los alquiladores hacen esto como un gesto altruista para apoyar la crianza de animales en libertad y la producción ecológica de los productos lácteos», asegura Albert. Los hay, incluso, quienes van más allá: «un hombre de Basilea, por ejemplo, alquiló a Selma para toda la vida. Nunca ha aparecido por aquí, pero le enviamos cada año el queso a casa».