«El hombre descontento no encuentra silla cómoda». Benjamin Franklin, uno de los padres fundadores de Estados Unidos, soltó esta afirmación redonda y dogmática allá por el siglo XVIII. Es una frase fruto de su poca fe hacia el concepto de asiento que bien entendemos puesto que, por aquel entonces, la influencia suntuosa del Barroco aún daba coletazos. Y todos sabemos que, después del mobiliario medieval, no hay nada más incómodo que un sillón barroco.
El lujo no siempre ha estado asociado a la idea de la comodidad. Este concepto, como Aldous Huxley señala en su ensayo Confort (Proper Studies, 1927), es relativamente moderno y habría carecido de sentido en la sociedad de Franklin. Huxley opina que la demanda de comodidad es una consecuencia más del materialismo y, en ningún caso, forma parte de nuestras necesidades primarias.
Llegó el siglo XIX y, con él, un hombre de talante innovador. Suponemos que estaba descontento porque no encontraba silla cómoda así que, ni corto ni perezoso, extirpó las patas de su butaca y le plantó las de hierro de una cama. He aquí la primera silla con ruedas. Aquel invento quedó abandonado en las cunetas de la Historia bajo la sombra de otro descubrimiento del mismo sujeto: el origen de las especies. Sí, señores. Darwin fue el primer humano descontento que encontró silla cómoda, pues ahora podía moverse con facilidad de un ejemplar a otro en su laboratorio de Kent, Inglaterra.
Fue poco después, cuando las empresas familiares se convirtieron en grandes y sofisticadas compañías, cuando afloró la silla de oficina tal y como la conocemos. Se requería ahora más personal administrativo para llevar al día las cuentas y la correspondencia y en algún sitio había que sentarlo. Nace así el concepto de despacho.
El «Canciller de Hierro», Otto von Bismarck, repartió sillas de oficina por el Parlamento alemán durante su mandato, popularizándolas. En 1849, el inventor estadounidense Thomas E. Warren creó la Silla Primavera Centrípeta, con un diseño moderno y producida por la American Chair Company. Salvo el apoyo lumbar ajustable, esa silla es como las que usamos a diario, pero bastante más lucida.
Por primera vez, se piensa en intensificar el rendimiento del nuevo empleado, que ya puede moverse a sus anchas por su área de trabajo, apurando tiempo y energía.
Más de 150 años después, sabemos que la evolución histórica y técnica de este objeto, a priori, anodino, no es baladí. Con el manifiesto título A Taxonomy of Office Chairs (Phaidon, 2011), el consultor de diseño Jonathan Olivares ha publicado un curioso y exhaustivo recorrido por los diseños más innovadores de sillas de oficina. Uno de los modelos más reconocidos es este:
Un manubrio (de bicicleta) sirvió de inspiración a Marcel Breuer para concebir la Silla Wassily, la primera con tubo de acero de la Historia. Breuer, un incondicional de las formas simples, la diseñó para el pintor Wassily Kandinsky, su colega en la escuela de Bauhaus, en 1925.
He aquí uno de los ejemplares más extraordinarios. Mathilde Freud se la regaló a su padre, Sigmund, en 1930, para solventar la peculiar y pésima postura que el neurólogo tomaba al leer: una pierna sobre un brazo del sillón, el pie colgando, el libro en alto y la cabeza, contrariada, sin topar nunca su sitio. El arquitecto, Felix Augenfeld, trató de aclimatar el asiento a las manías del genio, con un apoyo para la mollera y una forma, en general, bizarra y elegante al mismo tiempo. Incluso ha llamado la atención de David Cronenberg, que se inspiró en ella para crear las sillas de su película Un método peligroso.
Y por fin llegaron los 70, con sus múltiples vástagos como el walkman. Pero cuando el WiFi aún parecía una palabra del alfabeto cirílico, en el mundo del mobiliario la ergonomía moderna ya estaba dándolo todo. Para que el trabajo se adapte al trabajador, habrán de nacer diseños emblemáticos como la Silla 232 (en la imagen de arriba), creada por Wilhelm Ritz y también recogida por Olivares. Fue la primera que usó el cilindro de gas para ajustar la altura del asiento.
Otro diseñador que hizo de la ergonomía algo imprescindible fue Bill Stumpf que, en 1976, tras consultar con cirujanos y cardiólogos para observar cómo se desploman nuestras posaderas y cuándo anda bien el sistema circulatorio, creó la Ergon Chair. Comodísima, pero bastante antiestética. Para eso llegó la silla Vértebra (1979) que, sin ninguna funcionalidad nueva, se convirtió en la It silla del diseño ergonómico.
Pero resulta que llegaron los 80, y la gente seguía lamentando su dolor de espalda. «No os sentéis, trabajad de rodillas», recomendaron los diseñadores noruegos Peter Opsvik y Svein Gusrud, presentando una silla que descansaba sobre las espinillas. La intención era buena, pero jamás cuajó.
Todos los que sufrimos de espalda sabemos que, sin apoyar la parte baja del lomo, estamos perdidos. La empresa Herman Miller debió pensar lo mismo y, en los 90, plantó una bendita almohadilla moldeada en la curvatura del respaldo. La silla Aeron fue vendida en tres tamaños y promovió la revolucionaria idea de que el asiento debe ajustarse a las características del individuo, y no a las de su jerarquía.
Y nada. Llegó el siglo XXI, la posmodernidad en su punto álgido y, con ella, la incertidumbre, el riesgo, lo impredecible. También en el universo de las sillas. La palabra ergonomía ya no tiene mucho sentido, porque no existe consenso para medir el éxito de uno de estos muebles.
Hay tantos cuerpos como conceptos de lo que es cómodo. Y el cuerpo no es un formulario. El campo de lo ergonómico está sembrado de subjetividad y aún no estamos de acuerdo ni siquiera en si una silla de oficina ha de mantenernos relajados o alerta; si tiene que favorecer nuestra movilidad o, por el contrario, facilitar una interminable postura quieta.
Llegados a este punto apocalíptico y mientras seguimos buscando el elixir del bienestar, por qué no citar de nuevo al mejor crítico social, Aldous Huxley:
«El confort es un medio para el fin. El mundo moderno lo considera un fin en sí mismo, un bien absoluto, pero tal vez un día la tierra se convierta en una gran cama de plumas. Sobre ella, dormitando el cuerpo del hombre, y su cabeza por debajo, como Desdémona, asfixiada».