El equipo del investigador Josep Marco recibió varios correos electrónicos que herían el corazón del aura romántica con que envolvemos a los músicos. Hacer música, pensamos, es ocupar el filo de la frontera, el lugar espiritual más extremo al que puede acceder un humano sin perder su carnalidad.
El grupo de Cognición y Plasticidad Cerebral del Instituto de Neurociencias de la Universidad de Barcelona recibió mensajes asombrosos: «Nos escribieron varios músicos que decían que tocaban muy bien un instrumento, que eran buenos técnicamente, pero que no notaban nada al hacerlo, que no disfrutaban a nivel emocional», señala Marco. Tenían, presumiblemente, anhedonia musical específica. En un par de párrafos explicaremos el concepto.
Para los profanos, la posibilidad de un artista sin pasión menoscaba la grandeza de este arte, pero basta hablar con músicos de conservatorio para descubrir que esta disciplina (como cualquier otro saber humano) tiene mucho de artesanía y ciencia. Y no solo en la interpretación de piezas, también en la composición.
«Cuando daba clase de Fundamentos de Composición, componíamos fugas barrocas como quien resuelve una integral. Tienes que seguir unas reglas con las voces, los intervalos, la modulación. Matemáticas. Otra cosa es que mole más o menos, pero sonar suena», cuenta V. V. M., un músico que sí vive las armonías, pero que debía deponer todo sentimiento para aprender las leyes que, finalmente, activan la emoción.
Josep Marco lleva apenas un lustro investigando las reacciones del cerebro ante la música. Su equipo busca saber qué factores determinan que a la gente le gusten las melodías y, a partir de ahí, comprender cómo funcionan los circuitos mentales de quienes no sienten nada al escucharla: los anhedónicos.
El concepto «anhedonia» (antítesis de hedonismo) se emplea a nivel clínico; «se asocia a pacientes de depresión o esquizofrenia que no tienen ganas de comer, tener relaciones» o realizar cualquier práctica que suele suponer motivo de disfrute. Pero este desencanto puede existir en la población sana: «Hay gente como Amélie, que lo disfruta todo, y gente que no es que no disfrute, pero sus respuestas son bajas», puntualiza Marco.
Nuestra especie no se pone de acuerdo ni en la forma de adorar la música. Existen cinco factores (motivos) independientes y combinables.
«Por las emociones que genera: el hacerte llorar o ponerte los pelos de punta. Por su capacidad de regular tu estado de ánimo: estoy solo y me acompaña o me pongo temas que están de acuerdo con mis sensaciones de ese momento. Por aspectos relacionados con el baile y el movimiento. Por cuestiones sociales: ir a conciertos, compartir música, cantar en corales. Y por la búsqueda de cosas nuevas a través de la música», desgrana el experto.
En esos primeros destinados a descubrir detonantes de la afición musical, encontraron un porcentaje minoritario de imperturbables, menos del 5%. Decidieron estudiar este grupo.
Descartaron un bloqueo-general-del-gozo y aguaron la fiesta de quienes aseguran no entender (cuando «no entender a» significa «sospechar de») los desafectos musicales e, incluso, emiten juicios morales contra ellos, que se parecen mucho a los que se lanzan contra las personas a las que no les gustan los perros.
Sin embargo, no eran humanos aquejados de una desaborición generalizada: «Disfrutaban de la comida, el ejercicio, el sexo; podía gustarles el arte. No tenían problemas, pero percibían la música y no les decía nada».
Tampoco adolecían de problemas de procesamiento. Algunas personas padecen amusia. Son personas que, en distinto grado, «no reconocen las canciones o no entonan o no entienden cambios de notas».
Los individuos con anhedonia musical, al contrario que algunos individuos con amusia, interpretan si una melodía es triste o alegre, pero no llegan a convertir esa percepción en emoción. La respuesta, y ese es el último descubrimiento del equipo de Marco, está en la sustancia blanca del cerebro, que es la responsable de conectar, a modo de autopistas, las distintas áreas del órgano supremo.
«Para que experimentes la música existe un proceso complejo en las áreas de percepción auditiva que consiste no solo en escuchar una canción, sino en descomponer sus patrones abstractos, en entender la melodía». En el cerebro de los amantes de la música, este primer perímetro (el de la escucha) se conectaba muy bien «con el circuito de recompensas». En las personas impermeables a las armonías, el nexo no se generaba.
«Estas conexiones estructurales marcan cómo es tu relación con este arte. Encontramos unas diferencias bastante progresivas entre quienes les encantaba, quienes disfrutaban moderadamente y quienes no sentían nada», asegura Marco.
El scalextric de recompensa, sin embargo, es funcional en las personas con anhedonia musical, ya que sí se enciende con otros estímulos: «Cuando ganaban dinero o perdían, no había diferencias con otros grupos de personas, pero con la música, esas áreas de recompensa estaban totalmente desactivadas».
¿Qué es primero? ¿Las personas que nacen en entornos no expuestos a la música y por eso no desarrollan las competencias cerebrales para disfrutarla? ¿O esa incapacidad preexiste y, por lo tanto, jamás podrán interesarse por una rondeña de Paco de Lucía? De momento, no se sabe con certeza. El cuerpo de investigación es demasiado corto. Un lustro en ciencia es apenas nada. Y no es fácil encontrar personas anhedónicas.
Han recibido correos agradecidos de individuos que, de pronto, se comprenden: «Gente que se identifica, que se sentía rara o pensaba que tenía un problema». Entre ellos había unos casos que crecieron rodeados de músicas, y también otros criados en ambientes donde jamás se olió una clave de sol.