En algunos sectores de la sociedad se sostiene que la diversidad sexual y de género, todas aquellas formas que normalmente se agrupan bajo el acrónimo LGBTIAQ+, son antinaturales. Lo cierto es que se trata de una idea basada más en prejuicios que en hechos. Una visión simplista de la naturaleza que ignora la existencia de comportamientos similares en un gran número de especies de seres vivos, en los cuales la diversidad sexual forma parte esencial de su ecología y comportamiento.
Desde una perspectiva biológica, definir lo natural resulta complejo y a menudo malinterpretado. El término, muchas veces mal usado para justificar normas sociales —o para censurarlas si resultan antinaturales—, pierde sentido al observar la riqueza y complejidad del mundo natural. La ciencia ha documentado numerosas especies en las que el comportamiento homosexual, la bisexualidad, las características intersexuales o los cambios de rol de género están presentes de forma natural y cumplen una función evolutiva clave.
En general, los seres humanos tendemos a considerarnos una excepción frente al resto de la naturaleza. Este enfoque antropocéntrico limita nuestra comprensión de la biología y perpetúa mitos dañinos sobre lo que significa ser normal. Reconocer la diversidad en la naturaleza promueve una mejor comprensión científica e invalida argumentos basados en el desconocimiento. Si en el reino animal la diversidad sexual y de género es la norma, resulta evidente que no hay nada más natural que celebrar estas variaciones en nuestra misma especie.
«L», «G» y «B», algo muy habitual
Esa visión antropocéntrica conduce a considerar la homosexualidad o bisexualidad como comportamientos exclusivamente humanos; que somos los únicos animales que tenemos orientación sexual más allá de la intención reproductiva. De ahí que, en muchos casos, al hablar de animales no humanos se hable de «comportamiento reproductivo del mismo sexo».
Sin embargo, desde hace años sabemos que hay otras muchas especies que son sexualmente activas, sin intencionalidad necesariamente reproductiva. Hay animales que tienen hábitos masturbatorios —individuales, en pareja o en grupo—, o que emplean la sexualidad como medio para relacionarse entre sí. No es, por tanto, un error considerar que estos animales no humanos tengan orientación sexual de un modo similar a como la tenemos nosotros. Y si bien es cierto que en algunos casos se observan comportamientos sexuales entre individuos del mismo sexo con fines de dominación, en otros muchos los emparejamientos se realizan entre iguales, sin jerarquías involucradas.
El comportamiento lésbico, por ejemplo, se ha observado ampliamente en las hembras del canguro-rata rojo. Es habitual que participen en interacciones sexuales entre ellas —y que las sostengan toda la vida—, que imitan el cortejo y la monta comúnmente atribuidas a los machos: olfateo de genitales y movimientos de cola para atraer a la otra hembra, reforzando sus lazos sociales.
En los machos, se observa un comportamiento parecido en el elefante africano, donde es relativamente frecuente que lleguen a emparejarse de por vida, y tengan comportamientos que incluyen el cortejo —entrelazarse las trompas y hacerse carantoñas—, la masturbación mutua e incluso la cópula. Una conexión homosexual íntima y duradera, que fortalece la estructura social.
Pero más habitual que la homosexualidad entre animales, es la bisexualidad. Los bonobos, tanto machos como hembras, practican una amplia variedad de contactos sexuales sin distinción de sexos, que trascienden las categorías típicas y promueven vínculos en toda la comunidad.
Otro ejemplo es el de la gaviota cana. Aunque es habitual el lesbianismo entre muchas hembras, otras practican relaciones bisexuales durante su ciclo de reproducción y conforman tríos en los cuales dos hembras se emparejan entre sí, y con un macho, para formar un núcleo familiar estable y fuerte. Quizá el caso más extremo es el de los delfines, animales sexualmente muy activos, tanto machos como hembras, que practican habitualmente juegos masturbatorios en solitario, usando objetos, o en parejas o en grupo, sin distinción de sexo. Para ello, utilizan sus cuerpos o sus hocicos, en una penetración oral-genital, y sí, dado que los machos disponen de una cavidad genital, tanto el individuo activo como el receptor puede ser de cualquier sexo.
«T», aunque parezca peculiar
La definición de trans no es difícil de comprender referida a los seres humanos: individuos cuya identidad de género no coincide con el sexo asignado al nacer, que suele estar definido por los genitales. Así, diferenciaríamos a las personas trans de las cis o aquellas cuya identidad de género coincide, en última instancia, con lo que tenían entre las piernas en el momento de su nacimiento.
En animales no humanos es más complicado pero no imposible. Aunque la humanidad ha definido el concepto de trans desde una perspectiva social y cultural, existen factores biológicos detrás de la identidad de género, y de ahí que podamos encontrar, también, animales no humanos que exhiban características o comportamientos propios del sexo contrario, es decir, asociados con una identidad trans.
Algunos machos de aguilucho lagunero representan un ejemplo excepcional de lo que podría considerarse un ave trans. Hasta el 40% de los individuos con genitales masculinos desarrollan plumaje y comportamientos propios de las hembras. Si los aguiluchos laguneros tuvieran conceptos de chico y chica, estos ejemplares serían chicas trans. Los individuos con este tipo de adaptaciones, además de estar protegidos de la competencia territorial con machos dominantes, pueden acercarse más a las hembras sin ser detectados como rivales. Este plumaje y conducta femenina no elimina su capacidad reproductiva, lo que lo convierte en una estrategia funcional para mejorar el éxito reproductivo.
En el sentido contrario, en algunas especies de colibrí hay individuos con genitales femeninos —biológicamente hembras— que presentan el colorido plumaje y comportamiento típicos de los machos. Este fenómeno puede observarse como una ventaja para estos chicos trans, ya que incrementa su competitividad y capacidad territorial, incluso llegan a ser más agresivos y efectivos en la defensa del territorio que los chicos cis.
«I», una realidad biológica
La intersexualidad es una condición en la que los individuos presentan características biológicas que no encajan en las categorías binarias de macho y hembra. Su mera existencia pone en evidencia la riqueza y complejidad de la biología, y desafía el mito de que el sexo sea una variable binaria. En la naturaleza —y excluyendo las especies hermafroditas—, los ejemplos de intersexualidad son diversos y fascinantes, salvo que normalmente reciben otro nombre: ginandromorfismo. Este fenómeno hace referencia a aquellos individuos que presentan características tanto masculinas como femeninas en diferentes partes de su cuerpo, generando una condición visible que puede ser lateral —un lado macho y el otro hembra— o mezclada de forma más sutil —quimerismos—.
Estas combinaciones genéticas se dan en todo el reino animal, pero son particularmente evidentes cuando la especie tiene un dimorfismo sexual muy marcado, en el que macho y hembra son claramente distintos por su color, su forma o cualquier otro rasgo evidente. Por eso en algunas especies de aves, como el cardenal rojo, o grupos enteros de insectos como los lepidópteros, los individuos ginandromórficos sean más fáciles de identificar.
«A», cuando no practicar sexo es evolutivamente beneficioso
En biología, cuando hablamos de reproducción, suele haber dos tipos: la sexual, donde se produce intercambio genético a través de la fusión de dos gametos, y la asexual, donde los organismos son clones de sus ancestros. Pero cuando hablamos de asexualidad —o, mejor, espectro asexual— en el ser humano no hablamos de personas que puedan reproducirse a partir de la escisión de un brazo, sino de la orientación sexual de quienes no sienten atracción sexual hacia otros.
En el mundo natural, la reproducción suele ocupar un lugar central en la supervivencia de las especies, pero hay individuos para los cuales no practicar sexo o evitar la actividad reproductiva directa resulta ventajoso. Lo que podríamos denominar asexualidad funcional suele responder a una estrategia en las sociedades animales a las que pertenecen.
Probablemente, el mejor ejemplo esté en las hormigas, termitas y abejas, específicamente en las especies sociales que se distribuyen en castas. La casta de obreras está conformada enteramente por hembras, que dedican toda su energía a labores que garantizan la supervivencia de la colonia, como la búsqueda de alimento, la defensa frente a depredadores y el cuidado de la progenie de la reina. Pero nunca se reproducen.
La energía ahorrada por no reproducirse, tarea biológica extraordinariamente cara en términos energéticos, implica que los esfuerzos individuales se canalicen exclusivamente hacia el mantenimiento del grupo. Las obreras no tienen descendencia propia, pero ayudan a perpetuar los genes de su colonia al priorizar el éxito colectivo.
«Q+», cuando la diversidad sexual de la naturaleza rompe todas las barreras
La diversidad sexual, tanto en seres humanos como en la naturaleza, es un fenómeno mucho más amplio y sorprendente de lo que hemos podido explorar en estos párrafos. Un fenómeno que rompe cualquier clasificación rígida sobre sexo, género y orientación sexual. Más allá de las categorías humanas tradicionales, hay ejemplos que dejan constancia de la asombrosa flexibilidad de la vida.
Entre los animales, hay ejemplos que subrayan cómo los roles reproductivos no siempre respetan las normas comunes. Entre los caballitos de mar y los peces pipa, los machos desarrollan unas estructuras especializadas en su vientre que funcionan como útero; las hembras simplemente introducen allí sus huevos y son ellos los que fertilizan, gestan y nutren a las crías hasta su nacimiento. Este intercambio de roles rompe por completo la noción de que ciertas funciones biológicas estén estrictamente ligadas a un sexo.
Los peces payaso, por otra parte, realizan transiciones de sexo protándricas: la hembra domina sobre su harén de machos, y si ella muere, el mayor de ellos se transforma en hembra, asegurando así la estabilidad social. Similar es el caso del molusco Crepidula fornicata —vaya nombrecito—. Cuando una larva cae en el suelo, se transforma en hembra, mientras que si cae sobre otro ejemplar de la misma especie, se transforma en macho. Forman así pilas, en las cuales varios machos se disponen sobre una hembra hasta que ella muere, momento en el que el macho más grande pasa a convertirse en hembra y sostener la comunidad.
Pero quizá el caso más queer de toda la naturaleza sea el de los hongos tetrapolares. En ellos, el sexo no se define por los cromosomas, como en el ser humano, sino por una serie de genes que pueden contener, a su vez, múltiples alelos posibles. Esto hace que posean miles de sexos genéticos definidos por combinaciones de alelos de compatibilidad, lo que maximiza las posibilidades de cruzamiento, multiplica la diversidad genética de la población y dificulta infecciones por patógenos. Esta diversidad genética permite que las poblaciones sean más resilientes frente a los cambios del entorno.
Una diversidad natural
La diversidad sexual y de género es natural. No cabe ninguna duda. Es algo ampliamente documentado en la naturaleza. Sin embargo, algo así no debería necesitar justificaciones para ser aceptado en la especie humana. Aunque los ejemplos de diversidad en la naturaleza pueden resultar útiles para desmontar prejuicios, lo verdaderamente importante no radica en si es natural o artificial, sino en el contexto del respeto a los derechos humanos. Usar el concepto de naturalidad como argumento moral es una falacia.
La naturaleza nos enseña que no existe una única forma correcta de vivir o reproducirse. Los comportamientos y adaptaciones reflejan que los sistemas sexuales y de género son fluidos, complejos y extremadamente variados, alejados de las categorías rígidas que los humanos hemos construido. Sin embargo, nuestra aceptación y reconocimiento de estas diversidades no debería depender de paralelismos en el reino animal.
Puesto que somos una especie consciente, nuestra obligación es priorizar los derechos humanos y aplicar los principios de justicia, respeto y equidad en nuestra convivencia, independientemente de cómo pensemos que deberían ser las cosas. La humanidad implica diversidad. Reconocerlo, respetarlo y celebrarlo con orgullo debería ser siempre nuestra prioridad.