Aquí no hay quien escriba

27 de noviembre de 2014
27 de noviembre de 2014
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Poeta en cangrejeras’ no era el título de un nuevo poemario de moda. Quizás lo sería algún día, con premio Loewe y toda la pesca, pero aún era pronto. El poemario ni siquiera se había publicado. ¡Ni siquiera estaba escrito, demonios! Me consta que por aquella época era simplemente una idea que emborronaba su Moleskine formato Pocket color cartón. Yo lo veía todas las mañanas al salir de casa, camino del metro, coleta engominada, cara de modelo, mirada acero azul desparramada sobre la calzada, anotando versos disipadamente en la cima de sus rodillas, pierna izquierda sobre la derecha, pantalones frescos a la altura del tobillo y sí, cangrejeras transparentes en los pies que caían de los mullidos banquitos exteriores del Federal Café. Era un poeta. Pero no uno cualquiera. Era poeta en cangrejeras. Como las que usábamos de niños para ir a la playa de grava. Solo que ahora servían para escribir poesía.
Una tarde sentí tanta envidia que cogí el portátil, las llaves y el bolso y me bajé al Federal a escribir. No había sucumbido a la moda de las cangrejeras aquel verano y tenía presente la opción de que mi ostracismo estilístico ahuyentase a las musas. Pero estaba inspirada. Escribir en una cafetería podía ser la solución a esa novela que nunca pasaba de la decimosexta página. Por fin lo veía claro. En las entrevistas de promoción diría que había sido todo gracias a esa cafetería tan mona que había debajo de casa con tartas de zanahoria y pinta de estar en Suecia.
En la cafetería eran las seis de la tarde y hacía un calor marciano, los banquitos con vistas al exterior estaban vacíos. Eché un vistazo general. Mesas redonditas y mucha madera clara. Al fondo, reluciente, estaba la mesa corrida. Había visto en las películas indies americanas que allí se sentaban los escritores de verdad. Pedí un café con leche, la clave del wifi y me dirigí hacia al Pulitzer con pasos contundentes y decididos. Ya en posición, abracé la espuma del café, en forma de corazón, como una señal. Pero no canté victoria. Las manos me temblaban según abría el ordenador. Había estado en el Federal millones de veces (tienen los mejores croissant de la ciudad), pero me sentía como si esta fuera la primera.
[pullquote class=»left»]Escribir en una cafetería podía ser la solución a esa novela que nunca pasaba de la decimosexta página[/pullquote]
Entonces llegaron los grupos de amigos. Grandes pandillas que se arremolinaban en las mesas de madera de pino y corrían a por sillas para ampliar la comitiva. Empecé a sudar. Miraba intermitentemente la página en blanco y las corrientes circulares que mis vecinos hacían y deshacían en el tiempo. Empecé a dudar de mí misma. A mi lado, en la mesa corrida, un par de chicos tecleaban raudos y veloces. ¿Qué estoy haciendo mal?, me pregunté. Aislados por sus cascos fosforitos, los chicos, ojos forasteros, camisetas blancas, pantalón pitillo, escribían como si nos rodease el silencio de la Biblioteca Nacional. Era una pardilla. Una principiante. No tenía auriculares. Me maldije según veía que entraban en el café nuevos clientes con carritos de bebé.
El tema de escribir en cafeterías se convirtió en una obsesión. Compré un mapa de Madrid y lo colgué en la pared del salón. Como un detective privado, marqué con chinchetas y ovillos de lana las cafeterías sospechosas de albergar literatos. Una mañana de septiembre, cogí el portátil y me eché a las calles para ser escritora.
Si mis fuentes no me traicionaban, existían dos clases de cafeterías para escritores exhibicionistas. Para empezar, estaban las franquicias: los Starbucks y los Le Pain Quotidiene. Yo era una anglófila consagrada. Había pasado veranos en Ohio y en Plymouth, dormía junto a las poesías completas de Emily Dickinson y sabía contar hasta cien en inglés. Aunque me gustaban mucho las películas de Truffaut supe desde el primer momento cuál era mi destino. Taché Le Pain Quotidiene y empecé por el Starbucks de mi barrio donde, sorpresa, también había una mesa corrida.
Ese fue el principal problema. Azorada, con el portátil en una mano y un digestivo Mocha Frappuccino en la otra, fui saludando a todos los conocidos que trabajaban arremolinados alrededor de la mesa. Me encontré a un guionista al que había entrevistado, a una correctora de la editorial de un primo, a un ilustrador, a la diseñadora de una agencia en la que había trabajado mi compañera de piso y al librero de mi barrio. A la hora, salí con todos a fumar un cigarro, nos quejamos de la maldición de la página en blanco, oficié las presentaciones, me cercioré de que se hacían buenos amigos y nunca volví.
[pullquote class=»right»]Para ser escritor, «Te tiene que gustar estar encerrado en una habitación a solas»[/pullquote]
Decidí que mi lugar de escritora consagrada estaba en las cafeterías pequeñas. En las cafeterías inspiradoras. Probé en Clarita, Maricastaña y La italiana, lo que enseguida di en llamar el Triángulo de las Bermudas de las cafeterías con encanto. Pero no funcionó. Poco después, lo intenté en La Bicicleta. Tampoco. Shakespeare había dicho que el mundo era un gran teatro y yo descubría ahora que Malasaña era una gran biblioteca, un enorme espacio de coworking en el que solo había que pagar el importe de un smoothy de arándanos para estar.
Cambié de zona. Había sido una ingenua. Estaba claro que tenía que haber empezado por el Barrio de las Letras. Allí, salpicando mis paseos con frases de Quevedo y Lope de Vega, fue donde engordé un par de kilos. Las galletas de La Fugitiva estaban deliciosas, pero el club de ajedrez y los rodajes de Jonás Trueba me despistaban. Lo intenté en La infinito. Había otros escritores de mi raza que parecían adaptados al medio: boli en la boca, morritos y vertiginoso tecleo. Disimuladamente, haciendo que me levantaba para pedir un batido de papaya y mango, escudriñé sus pantallas y leí: Lorem Ipsum Lorem Ipsum. ¿Cómo es posible?, clamé al cielo. ¡No solo escribían sino que lo hacían invocados por el espíritu mismo de Cicerón! Solo me quedaba la opción de El Azul, que era un café muy acogedor si pillabas banquito. Pero ese día estaba ocupado y era obvio que yo no estaba hecha para teclear sobre banqueta, beber café y escribir la novela de mi generación todo a la vez. La música de aquellos sitios me desconcentraba, las conversaciones de alrededor eran demasiado interesantes, comprendí enseguida que aquella vida de escribidora nómada no estaba hecha para mí.
Me di por vencida con el otoño. Aunque aún miraba con nostalgia a los escritores a través de las ventanas y me acordaba del poeta en cangrejeras, que por entonces debía de estar recogiendo los primeros ejemplares de su poemario lorquiano en la imprenta, acepté la derrota y cargué con el ordenador hasta casa. Un día, entre la decimosexta página de la novela que estaba escribiendo y mi cuenta de Twitter abierta, di con una entrevista a un escritor de cuentos que me gustaba. A la pregunta de qué requisito era necesario para ser escritor, Jon Bilbao contestaba: «Te tiene que gustar estar encerrado en una habitación a solas». Suspiré. Liberada. Al fin.
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Imagen de portada: 2nix Studio / Shutterstock.com

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