¿Cómo crear un archivo histórico de olores?

13 de diciembre de 2016
13 de diciembre de 2016
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Nuestros bisnietos, probablemente, lo harán con naturalidad. Acudirán a una biblioteca olfativa, abrirán un frasco, asomarán la nariz, cerrarán los ojos, aspirarán y, de pronto, recibirán el olor, por ejemplo, de una estación de metro de los años 10 del siglo XXI. Lo más probable es que aparten la cara y no comprendan cómo podíamos funcionar rodeados de esa peste humosa y grasienta.

Nosotros, ahora, no nos damos cuenta, pero hay aromas que toleramos y que en el futuro serán insoportables. También al contrario, hay perfumes que pasan más o menos desapercibidos porque son habituales y, quizás, dentro de muchas décadas abran un ala de nostalgia en la imaginación de nuestros descendientes.

Cecilia Bembibre, investigadora y doctoranda del Institute for Sustainable Heritage de la University College London, da ahora los primeros pasos para que la escena de arriba deje de sonar a ciencia ficción. Bembibre está creando un archivo de olores. Trabaja para que algún día aporten información relevante para entender el pasado, al igual que hoy lo hacen la imagen o el sonido. «Ya había investigado sobre la teoría de los olores, centrándome en la comunicación, pero ahora quería trabajar directamente con ellos», explica a Yorokobu.

1.Cecilia Bembibre extrayendo compuestos orgánicos volátiles (VOCs) de un libro histórico en el laboratorio de UCL. Crédito: ©HMahgoub
Cecilia Bembibre extrayendo compuestos orgánicos volátiles (VOCs) de un libro histórico en el laboratorio de UCL. Crédito: ©HMahgoub

Para crear el archivo, antes que nada, había que fijar qué olores son dignos de conservación. «Hay que hacerse preguntas: ¿Qué información nos aportan? ¿Cómo nos ayudan a experimentar nuestro pasado y nuestro patrimonio cultural? ¿Cómo los podemos capturar y analizar, qué información necesitamos para archivarlos? ¿Cualquier olor histórico tiene valor patrimonial?», detalla Bembibre.

Se debe escudriñar en las asociaciones que genera cada perfume, en el valor que le da el público y en qué puede aportar a futuras generaciones. «Uno de los casos que estoy registrando es el aroma del papel de los libros en las bibliotecas históricas, es una fragancia que valoramos mucho, que nos gustaría tener en nuestro libro digital; mucha gente establece una relación directa entre ese olor y el conocimiento».

Gran parte de las creaciones culturales que producimos nacen de la necesidad de conservar el tiempo, de fijar los recuerdos intactos. El hombre siempre ha soñado con extraer de su mente ciertas escenas o sensaciones y encerrarlas en un baúl, archivarlas, para que no se contaminen. Como no podíamos conseguirlo con el contenido de nuestra memoria, nos hemos acostumbrado a hacerlo con otras cosas, por ejemplo, clavando mariposas disecadas en cartulinas o creando literatura o música.

Análisis sensorial de olores en el laboratorio de Odournet en Barcelona.
Análisis sensorial de olores en el laboratorio de Odournet en Barcelona.

La recolección de aromas del proyecto de la UCL se inició en un ambiente de gran trascendencia histórica en el Reino Unido: en las estancias de Knole House. La construcción, del siglo XVI, ha pertenecido siempre a la misma familia. «Tiene muchos rincones y materiales, un jardín con hierbas aromáticas, un campo donde Enrique VIII cazaba ciervos. Además, muchos miembros de la familia eran artistas o escritores y han publicado libros y crónicas que nos ayudan a contextualizar». Allí están registrando olores como popurrí antiguo, guantes de cuero del siglo XVIII o cera de muebles.

La ciencia y las humanidades, el arte y la técnica, ya se unieron para crear la fotografía, el cine o los fonógrafos. Bembibre abunda en la misma asociación de conocimientos en su proyecto. La ciencia entra en juego una vez se ha identificado el olor que se quiere documentar. «Una de las técnicas se llama microextracción de fase sólida. Los compuestos orgánicos volátiles se captan a través de una jeringa de la que sale una fibra muy fina recubierta por un polímero; esta se expone en el ambiente o se coloca con el objeto dentro de una campana de vidrio».

La química denomina compuestos orgánicos volátiles a lo que nosotros llamamos aroma. Esa materia suspendida en el aire e invisible sólo se convierte en olor cuando nuestro cerebro la procesa. Los libros viejos, por ejemplo, combinan tonos herbáceos, vainilla, ácido o vinagre, todo esponjado sobre una base de humedad. Por eso su fragancia nos empapa.

«Luego, en el laboratorio, coloco la fibra en un cromatógrafo de gases, que en realidad es una nariz electrónica: el instrumento identifica los compuestos y me da una representación visual de los mismos». Es el mapa del perfume, el negativo. Se trata de una suerte de electrocardiograma con subidas y bajadas, para entendernos, el latido olfativo del ambiente.

Knole House en Kent, Inglaterra. Crédito: ©Knole.NT
Knole House en Kent, Inglaterra. Crédito: ©Knole.NT

Sin embargo, falta una parte importante donde entran en juego las emociones, la experiencia de ese olor y su significado en el contexto en que se produce. En un artículo titulado Formas de olvido, Antonio Muñoz Molina se preocupaba por los miles de agujeros por los que se esfuma el tiempo y el recuerdo; se preguntaba por los paisajes sensoriales que han desaparecido. «Olería fuertemente a tabaco en los trenes, en los autobuses, en las oficinas, en los bares, hasta en los aviones, pero casi ninguno de nosotros se daba cuenta. Sabían a nicotina los besos apasionados que dábamos». Hoy, un beso tabaquero parece poco menos que una ofensa. Nuestros sentidos actuales no soportan lo mismo que ayer. Antes de la invención del frigorífico, apunta la investigadora, el hedor a podrido no nos abofeteaba como ahora, hoy somos más sensibles.

Por eso, también debe anotarse para el archivo la intensidad del olor y el tono hedónico: hasta qué punto es agradable o desagradable. «Con la información obtenida, hago una rueda como las que hay en las catas de vinos y que, por un lado, tienen categorías como dulce, mustio, natural y luego descriptores como, por ejemplo, vainilla, hierba, madera…». Dentro del proyecto, Bembibre colaborará con perfumistas en el intento de crear reproducciones artísticas de las fragancias históricas.

Cecilia Bembibre analizando una biblia del siglo XIX en Knole House
Cecilia Bembibre analizando una biblia del siglo XIX en Knole House

No conocemos el olfato como conocemos otros sentidos. A este lo relegamos a un papel de evocación emocional, un ‘me recuerda a’ cuya pista no solemos seguir, y nos olvidamos de que darle más protagonismo multiplicaría la potencia documental de la historia. La capacidad descriptiva del olor está ahí, pero no tenemos herramientas para darle uso. «Nuestro vocabulario es pobre al respecto, la conexión entre lo que percibimos y nuestra habilidad para definirlo es muy débil porque no recibimos ninguna educación, cuando, en realidad, es perfectamente posible conceptualizar un olor», reflexiona.

Hay un efecto al que han llamado fenómeno Proust. Se refiere a la traslación en el tiempo casi física a la que puede empujarnos el olfato. Científicos de la Universidad de Utrecht concluyeron que las experiencias que nos entran por la nariz generan recuerdos mucho más nítidos. Tal vez en unos años cada uno de nosotros podamos tener en un frasco nuestra propia magdalena personal que, como a Proust, nos enseñe que el pasado, en el interior de nuestro cerebro, nunca se extingue.

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