Fregar los platos ya no es solo fregar los platos. Exactamente igual que esperar el bus, viajar en metro, limpiar el baño… casi ninguna de esas actividades nos tiene presentes en la realidad offline de las cosas porque tenemos uno o varios dispositivos a nuestra disposición para que así sea. Así, el fregadero lleno de loza es apenas un escenario secundario: lo importante ocurre en ese flujo constante de voces, pantallas y alertas que no te permiten estar en silencio ni un minuto.
Vivimos en la era del horror vacui, donde cualquier vacío se rellena compulsivamente con algo: música, vídeos, memes, scroll infinito. Cuando la persona con la que uno se toma una caña se levanta al baño, echas mano del teléfono como si de un salvavidas se tratase. El aburrimiento, ese aparente enemigo que parece haber quedado relegado a los cuentos de vieja de generaciones anteriores, ha quedado apartado en una esquina oscura, mientras nosotros le damos a nuestras neuronas lo que debe ser el equivalente a una raya de cocaína frente a una máquina tragaperras.
Esa saturación no se queda en lo doméstico: impregna también la forma en que producimos y consumimos imágenes, sonidos y relatos. La sobrecarga no solo se ve en la cocina o en la cama antes de dormir: ha saltado al lienzo, a la pantalla y a la sala de exposiciones. El arte contemporáneo lleva años preguntándose qué significa habitar este océano de estímulos permanentes, y muchos artistas han encontrado en este tema un hilo conductor de sus trabajos.
Recientemente (septiembre 2025) se ha inaugurado una exposición en la sala Maxestrella del artista Daniel Canogar, que convierte los flujos de información —tickers financieros, trending topics, titulares en tiempo real, videos de diferentes webs— en esculturas luminosas. Sus obras son la traducción visual del doomscrolling: cascadas de datos que nos rodean hasta que el ojo no sabe dónde fijarse, igual que cuando navegamos sin rumbo entre memes y breaking news, aunque en su caso terminan resultando en visuales armoniosas y hasta pacíficas.
No está solo. Otros artistas como Enrique Radigales o Claudia Maté trabajan con el lenguaje digital y la obsolescencia tecnológica, recordándonos que nuestra identidad se construye entre pantallas que nunca se apagan. El resultado es un mapa estético de la saturación: una especie de espejo incómodo donde reconocemos nuestros propios hábitos, multiplicados, pixelados, desbordados.
Es posible que ahí esté el papel del arte en medio de esta tormenta de estímulos: no tanto rescatarnos de ella como devolvernos una imagen reconocible de lo que vivimos a diario, un espejo en el que nos vemos ausentes fregando la loza.
En lugar de dejar que la saturación nos atraviese indiferentes, estas obras la convierten en materia sensible, en una forma de mirar de nuevo lo que parecía ruido. Como si, en el mismo gesto de transformar la sobrecarga en lenguaje estético, el arte nos recordara que todavía es posible habitar el presente, aunque sea bajo la insistente llamada de mil notificaciones.