El pasado 17 de junio, los líderes del G8 descendieron sobre el condado de Fermanagh (Irlanda del Norte) para celebrar su encuentro anual. A los políticos locales de la zona no se les ocurrió mejor forma de esconder las penurias económicas que están pasando que colocando fachadas de postín en comercios cerrados.
En lugar de un ventanal con el cartel «se alquila», los presidentes, primeros ministros y miembros de sus comitivas se encontraron con lujosas charcuterías y tiendas de muebles de diseño en las fachadas que antes estaban vacías. Es improbable que tuvieran tiempo para verlas desde sus coches blindados pero el comercio delicatessen tiene incluso una puerta abierta para animar a los viandantes a entrar.
«Es cirugía cosmética para esconder heridas muy graves. Están cuidando a los bancos en vez de salvar a los buenos negocios», declaró Kevin Maguire a Reuters, un hombre desempleado de 62 años que no encontró consuelo en el maquillaje urbano. Las mismas quejas se repiten en todo el mundo pero en distintos idiomas.
Todos nos encontramos con situaciones en nuestras vidas en las que intentamos enseñar nuestra mejor cara. Es natural, humano e incluso necesario. Pero llega un momento en el que enseñar esa mejor cara se convierte en un ejercicio de profundo autoengaño. Un pretexto para no cambiar y que todo siga igual. Bombas de humo para distraer la atención de lo que verdaderamente importa.
Los ciudadanos empiezan a sentirse profundamente incómodos con los eventos utilizados como pretexto para «reforzar la marca país». Un país no es una marca. Un país está compuesto por personas y no es un commodity que se pueda definir en tres palabras. Mirad lo que está pasando en Brasil para comprobarlo.
Por cierto, el hotel de cinco estrellas donde se alojaron los políticos durante el encuentro irlandés lleva quebrado desde el año 2011.
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Fotos: RTE News
El triunfo del artificio
