La teoría de la selección natural es mucho más difícil de comprender de lo que parece a simple vista. Ni siquiera en su versión más simple se enuncia correctamente: no hay una «supervivencia del más dotado» (en superlativo), sino que hay una «supervivencia del mejor dotado» (comparativamente). Es decir, que la selección natural solo elimina a los que tienen la desgracia de ser menos aptos para sobrevivir que el resto, lo que significa que muchos de los rasgos que hemos heredado de nuestros antepasados simplemente fueron mejores comparados con los rasgos de sus coetáneos.
Eso no significa que sean los mejores, ni que sean buenos, ni tampoco que sean preferibles más allá del contexto en el que nacieron. O como lo resumió mejor el escritor Terry Pratchett en la novela Pies de barro: «Para hacer carrera entre delincuentes hay que tener reputación de honrado».
Por eso ahora hay una epidemia de obesidad: porque el deseo de ingerir grasas y azúcares es una herencia de los adictos a esa parcela nutricional, que sobrevivieron mejor que los no adictos en un contexto donde había carestía de calorías. Ahora estamos en un ambiente donde hay abundancia de calorías, a poco que echemos un vistazo a la oferta del supermercado, lo que se traduce en ser drogadictos en un mundo donde la droga es barata y abundante. La selección natural, pues, no nos hace ser buenos, óptimos o excelentes, sino mejores que el resto durante un tiempo y un espacio concretos.
Lo mismo sucede con el asco.
ASCO PRÁCTICO
Si contemplamos el fenómeno del asco más allá de sus apariencias, es decir, de la forma en que Ulrich, en El hombre sin atributos, de Robert Musil, contempla los árboles (factorías alineadas de celulosa para fabricar papel), entonces el asco se revela en toda su dimensión como una tosca herramienta de supervivencia a la que no siempre hemos de prestarle total atención.
Es decir: sentir asco por un alimento podrido sigue siendo bueno porque evita enfermedades; sentir asco de un inmigrante pudo servir como forma de cohesión social en los clanes que formábamos en tiempos pretéritos, pero ya no resulta en modo alguno útil en sí mismo, ni mucho menos moralmente aceptable, porque ya no vivimos en clanes (por mucho que algunos se empecinen en hacerlo).
Asco a los patógenos, asco sexual y asco moral fueron las tres categorías de asco que estudió recientemente un grupo de investigadores de la Universidad de Texas. Para medir los diferentes tipos de asco, se realizaron cuestionarios que guardaban relación con cada uno de ellos.
- Asco a los patógenos: reacciones frente a platos desconocidos o poco familiares o ante el moho en las sobras de la comida, por ejemplo.
- Asco sexual: reacciones frente a diversas prácticas sexuales.
- Asco moral: reacciones ante estudiantes que copian en los exámenes o que las empresas mientan para obtener más beneficios.
De forma mucho más íntima de lo que sospechamos, todas las formas de asco guardan relaciones entre sí. Por ejemplo, la penetración anal puede implicar una mezcla de asco sexual y asco a los patógenos. Y por esa razón, tener umbrales de asco más bajos en unas categorías te predispone a tenerlas también más bajos en otras.
Al final, los investigadores concluyeron que las personas estaban más dispuestas a probar experiencias culinarias nuevas e inesperadas si igualmente mostraban apertura por el sexo en todas sus variedades. Tal y como abunda en ello Mark Miodownik en su libro Líquidos:
En términos generales, los hombres presentaban una correlación estadísticamente significativa entre sus estrategias de ligue y su deseo y habilidad para comer cosas nuevas y extrañas, y plantearon la hipótesis de que los hombres reducen su nivel de asco ante determinadas comidas para impresionar a sus parejas potenciales, como medio para demostrar que están sanos y tienen un sistema inmunitario fuerte y que, por tanto, serán buenas parejas sexuales.
LAVARSE LAS MANOS A LO PONCIO PILATOS
Es cierto que las cosas pueden ser más o menos repugnantes en sí mismas. Por ejemplo, si una sustancia es pringosa y escurridiza suele dar más asco. Por eso los mochis no son para todas las personas. Ni los caracoles. Una deposición en estado líquido produce más asco que uno en estado sólido, como las que excretan las cabras.
Pero nuestro umbral del asco también juega un papel significativo. No es extraño, pues, que los racistas suelan sentir asco de otras etnias, desde interpretar su olor como malo hasta adjudicarles una mala higiene. De igual modo, la pobreza también suele asociarse con lo sucio, como lo que huele mal, como bien nos expone gráficamente en un buen puñado de escenas la película Parásitos (2019), de Bong Joon-ho.
Los genocidios, de hecho, se producen en gran parte gracias a la capacidad del ser humano de convertir en no humanos a los individuos que no cumplen sus expectativas. Daniel Goldhagen, en su libro Peor que la guerra, una historia de los genocidios del siglo XX, establece que toda las causas de los genocidios son siempre las mismas, y pueden clasificarse en dos tipos: se deshumaniza al otro o se demoniza al otro.
Al grupo deshumanizado se le puede exterminar como si fuera una alimaña, no sentimos compasión por él porque no son humanos (colonizadores europeos respecto a los pueblos indígenas, por ejemplo). También puede darse el caso de que veamos al otro deshumanizado a la vez que demonizado: los nazis con los judíos. Como señala Steven Pinker en su libro Los ángeles que llevamos dentro, «no solo aplicamos metáforas repugnantes a pueblos infravalorados desde el punto de vista moral, sino que tendemos a infravalorar moralmente a personas físicamente asquerosas». Por ello, Lynn Hunt elaboró la siguiente teoría: un incremento de higiene en Europa provocó una disminución de los castigos crueles a las personas.
Lavarnos las manos, incluso, nos hace más indulgentes sencillamente porque nos sentimos más limpios, más puros, menos contaminados de prejuicios y sesgos. Por ello, el simple acto de lavarse las manos puede cambiar nuestro juicio moral. Esta es la conclusión que sugiere de una investigación llevada a cabo por investigadores de la Universidad de Plymouth, que estudió a un grupo de personas que vio algunas escenas de la película Trainspotting, de Danny Boyle.
La mitad del grupo se lavó antes las manos y la otra mitad permaneció con las manos sucias. El equipo de investigadores comprobó que, de los 44 individuos en total, los 22 que se no habían lavado las manos juzgaron las escenas de la película como inmorales basados en una escala del 1 al 10. Los de las manos limpias se mostraron más indulgentes con los protagonistas de la película.
Es nuestra herencia genética. Nacemos así porque en el pasado fue una forma de sobrevivir. No es ni bueno ni malo. A veces es muy bueno (evita contaminarte de un patógeno) y otras muy malo, te induce a introducir la papeleta del voto en favor de un partido xenófobo.