Atxu Amann: «Los bares de barrio son equipamiento social de las ciudades»

27 de mayo de 2020
27 de mayo de 2020
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Atxu Amann

Al declararse el estado de alarma, la ciudad dio un frenazo en seco. La pudimos ver parada, en silencio. Al no pasar coches, ni apenas humanos, la vimos en su esqueleto. Estaba ahí, tumbada, inerte, y desde las ventanas, la miramos como a un cuerpo en observación. 

Entonces descubrimos que, de los adoquines de siempre, podían emerger urbes mejores. Del suelo pueden levantarse muchos tipos distintos de ciudad. Una de ellas, la ciudad cuidadora. La doctora arquitecta Atxu Amann lleva años pensando, diseñando y armando ese modelo de ciudad. 

—¿Qué se puede aprender de estos dos meses de cuarentena para mejorar las ciudades?

—Hemos visto algo que llevo tiempo diciendo: lo doméstico está en la ciudad. Las casas no tienen porqué tener tamaño, no tienen porqué tener cocina, no tienen porqué tener todo lo que nos han vendido, porque el ámbito doméstico está en la ciudad. Podemos desayunar y comer fuera, en nuestros bares, que son el equipamiento social (y esto es un verdadero lujo). Podemos ducharnos en el gimnasio, podemos dormir la siesta en un banco… Mi casa es mi ciudad. Yo decía esto, emocionada, por todos los vientos y, de pronto, todo se cerró por la cuarentena —explica Amann, por videollamada de Zoom—. Eso me ha llevado a una reflexión: mi casa, efectivamente, es la ciudad. Las personas que no han salido de su hogar se han dado cuenta de que una casa puede llegar a ser una prisión y los arquitectos hemos sido muy cómplices de que sea una prisión. Pero una casa no puede ser un refugio contra una ciudad hostil. Hay que replantear el tema del hogar porque somos seres sociales. 

En este debate de la casa así o la casa asao, hay una grieta y por ahí se escurren los que ni siquiera tienen casa. «Hemos visto que, de una vez por todas, se tiene que cumplir el derecho a que todo el mundo tenga una casa. En la Cañada Real no tienen el problema de agobio que tienen algunos por no poder salir a la calle porque su problema es que no tienen casa, su problema es que no tienen internet», indica Amann. «Hemos visto que en Guayaquil ha muerto gente porque no tienen agua en sus casas. Parece increíble. Estamos en el siglo XXI y mucha gente no tiene esta higiene a su disposición. O la tragedia de las camas calientes de los inmigrantes, que hacen turnos para dormir, en un piso de 30 metros cuadrados. La higiene, como la casa, es un tema de derechos fundamentales».

Dice la directora del máster en Comunicación Arquitectónica de la Universidad Politécnica de Madrid que esta crisis dice: por favor, poned atención, porque vivimos en una sociedad tan desigual que quienes no tienen casa se mueren. «Cuando dicen “quédate en casa”, ¿a quién lo dicen? Porque hay gente que no tiene casa. Cuando hablan de teletrabajo, ¿a quién? Porque hay gente que no tiene ordenador. El estado de alarma ha mostrado la desigualdad absoluta a la que nos ha llevado este sistema capitalista».

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 La pandemia ha puesto la vida patas arriba y una cuestión ante las narices. «Me he fijado mucho más en los cuidados. Sustituir el concepto asuntos de interés de Bruno Latour por asuntos de cuidados significa poner encima de la mesa algo que nos parecía normal: ese trabajo invisibilizado de fregar los platos, lavar la ropa, eso que hacía la abuela o la madre o la esclava del servicio doméstico que tenemos contratada por dos duros. Debemos entender que todos tenemos que ser cuidadores y todos tenemos que ser cuidados».

Es una idea que se hace evidente cuando nos sentimos vulnerables (ahora). Pero que se olvida con facilidad (en cuanto nos volvemos a sentir fuertes). «No creo que el mensaje cale, porque, cuando pase la pandemia, a la gente, esto de los cuidados le dará igual. Pero, al menos, quedará la palabra. En dos sentidos: cuidar y hacer las cosas con más cuidado». 

Dice Amann que «el coronavirus ha detenido el tiempo. Ha impuesto sus formas: no cojan el coche, no tengan prisa. Manda el tiempo de la naturaleza, el de la luz solar, el tiempo de nuestros cuerpos, y eso significa ralentizarlo todo. Muchas personas han empezado a cocinar otro tipo de comidas: más reposadas, con preparación de un día para otro. Comidas más cuidadas». 

—Ha sido uno de los cambios más bruscos: la velocidad.

—Antes íbamos con mucha prisa ¿Para llegar adónde? ¿Para llegar a qué? —se pregunta la doctora arquitecta—. Parecía que la gente era mucho más feliz si se ponía un listado de mil cosas que hacer.

En este tiempo, Atxu Amann ha medido varias velocidades. La humana, casi estancada, y la de la naturaleza: «Esto ha sido lo mágico». Hace dos meses ella pensaba que vivía al lado de un arroyo, unas matas, hierbecilla, y ahora lo ve como el Amazonas. 

—Las plantas han crecido de forma salvaje. ¡Es increíble!— y ella misma se convierte en arbusto, alza las manos, estira la espalda y se eleva hasta casi desbordarse de la pantalla de Zoom—. Esto tiene que ver con la velocidad de la naturaleza y la velocidad del ser humano. 

Entre estas dos velocidades hay un desajuste que lleva a los ciudadanos a trompicones. Aplastamos, a pisotones, el ritmo de la naturaleza y aceleramos, a empujones, el ritmo humano, como el que truca el tubo de escape para que la moto corra más. Ahí está el desequilibrio. «Las ciudades están desincronizadas. Las han creado los políticos y los arquitectos pensando en un hombre que se desplazaba a trabajar en un coche. Los semáforos no debían durar más de un minuto para el viandante porque es lo óptimo para que el conductor llegue pronto a la oficina. Ahora hemos visto que cuando desaparece el coche, cuando no hay contaminación, empieza a crecer el verde. Y los humanos nos preguntamos ¿adónde íbamos tan deprisa? Parece que queremos acelerar para morirnos antes». 

La distancia y la velocidad están hoy bajo sospecha. «Ahora se habla mucho de la ciudad de los 15 minutos: la que tiene todo lo que necesitas a 15 minutos andando». Incluso puede sentarse a los horarios en el banquillo de los acusados. «No sé si el Gobierno se atreverá a plantearse este sistema en el que todos entran a trabajar a la misma hora, todos salen a la vez, todos tienen fiesta los domingos y todos descansan por la noche».

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A la doctora arquitecta no le encaja el urbanismo binario de ceros y unos: esa ciudad donde la casa es lo privado y la ciudad es lo público. «Tiene que haber situaciones intermedias colectivas y compartidas», explica. «Yo estoy muy a favor del cohousing. Miro al norte de Europa y digo: “Qué suerte. Las 50 personas que hacen cohousing comparten la biblioteca, el patio, el huerto urbano. Ellos son una casa y una familia de 50 personas. En el polo opuesto está Lavapiés: un barrio gentrificado, con células superpequeñas. Ahora oyen a los pájaros, pero los que están encerrados como pájaros son ellos. Es insostenible».

¿Cuál es la solución?, se pregunta. Esponjar, se responde: «Agrandar las plazas, crear huertos urbanos, no necesitamos tanta edificación». Y pensar en las escalas intermedias: «En parte de tu edificio o en parte de tu barrio tiene que haber espacios compartidos. Ahora que empieza el calor, ¿qué haces encerrado en tu casa? ¿Abrir el grifo de la bañera? Es mejor bajarse a la terracita, ir al huerto urbano… Estos lugares son tan importantes como el bar de barrio. En esta cuarentena, cuando no podíamos ir a los bares, nos dimos cuenta de que son un equipamiento social, son colectividad, son escala intermedia. El bar de barrio no es negocio de hostelería; es eso que nos da la posibilidad de reunirnos, de hablar, y es muy importante para la gente que vive sola». 

A principios de año, Atxu Amann visitó Japón por un proyecto de investigación. Es el país donde las personas viven más tiempo y, después, va España. Allí le preguntaron por qué los ancianos son tan felices aquí. Ella contestó: «Porque tenemos bares. Para nosotros, vivir en la calle es muy importante. En Bilbao y en el sur. El concepto de bar, de enhebrar la hebra».

Amann tampoco está de acuerdo con la visión binaria de ciudad versus naturaleza. Como si la naturaleza fuera el agua y la ciudad, el aceite. En esas escalas intermedias que pertenecen a todos, está el árbol y está el adoquín. «Es esa plaza arbolada que te da sombra, ese huerto urbano donde plantas tomates. No existe diferencia entre ciudad y naturaleza».

Estos dos meses de quietud han sido un zarandeo bueno. Entre fases O, fases 1 y desfases, se oye el eco de palabras de otros tiempos. Estas que escribió Santiago Ramón y Cajal, en 1934, sobre «el delirio de la velocidad»:

Lo más desagradable del automóvil es el escamoteo del paisaje. La celeridad suprime el encanto de la contemplación. Quienes aprendíamos geografía asomados a la ventanilla del tren debemos resignarnos a ignorar el camino. Y viajar como fardos, entre nubes de polvo y desfiles de árboles amenazadores.

No iba por mal camino el Nobel de Medicina. Ni en lo que dijo de la mugre, de la naturaleza y de la velocidad. Porque los tubos de escape apestan, los pájaros cantan mejor que Spotify y estamos hartos de ir a todos sitios corriendo con el culo pelao

Fotografía de portada de URBANBAT reproducida bajo licencia CC.

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