Ehhh, a ver…. mmm, sí, ehh, o sea, este artículo trata de los audios de WhatsApp. Estoo, bueno, o de Telegram o lo que sea, ¿sabes? De audios, de gente que, pues eso, prefiere grabarse la voz incluso para decir solo sí y no, y que, además, expulsa sin problemas, y cada dos por tres, monólogos de diez minut
… perdona, que no sé qué he hecho y se ha cortado. He estado tres minutos por lo menos hablando hasta que he visto que no estaba grabando. Puff, a ver por dónde iba. Ehhh, ¿lo de la gente que envía monólogos? No, no, que eso ya lo había dicho.
Ah, sí, ya sé… Digo que el artículo va también de gente que odia a quienes los mandan. Hay personas que sueñan con torturar autores de notas de voz: con arrancarles los dedos y retarles a ver si pueden mandar su verborrea con los muñones. Y, por supuesto, sueñan con grabar el proceso en varios audios para enviárselos luego a la víctima en horario de trabajo, y que tenga que salir a propósito de la oficina para oírse a sí mismo gritando de dolor y tal.
Puesss, bueno, que esa gente no ha querido salir en el reportaje. Mejor, la verdad, porque estaríamos fomentando un delito de odio… De todas formas, sí hemos encontrado buenos odiadores. Ya verás.
yyyy total, eso, que te lo voy contando por partes para no alargarme demasiado. Tampoco es plan tenerte aquí dos horas.
Voy a seguir una táctica que nos enseña Queralt Castillo, periodista y devota del santo audio: «A veces, pongo la primicia por escrito y luego la desarrollo en el audio. Digo “no sabéis lo que me ha pasado”, y lo explico con voz. Así creas una expectativa y la gente lo escucha más. Algo hay que hacer para no aburrirse». Es un buen soborno para el lector. Lo usaremos.
«Convirtiendo un dispositivo de última generación en un puto busca»,
dice Ricardo Llavador, creativo publicitario e integrista antiaudio: «Si quieres hablar, ¡llama!, tienes tarifa plana y un puto iPhone, no el walkie-talkie de Indiana Jones que te regalaron hace 30 años», parece algo irritado con el tema.
Por si acaso, para motivarlo, le hemos mandado las preguntas por audio. Él contesta por escrito: «Desde que se inventó el telégrafo, el mundo de las telecomunicaciones ha avanzado de forma constante hasta que un señor pensó que una aplicación de mensajes de texto era el sustituto perfecto del contestador automático».
Llavador echa la culpa a la pereza. Abomina, sobre todo, un tipo de mensaje: «Ese que aparece sin avisar a mitad de conversación de texto. El chat empieza de modo normal pero, por la razón que sea, se alarga más allá de cuatro mensajes (algo que, al parecer, a estos señores les parece intolerable) y pasan del texto a la voz. Así, sin motivo real. Es pura desidia y abandono, es que te llamen pesado a la cara, es una llamada a la intolerancia, un “mensaje de Vox”», clama. También detesta las obviedades precedidas por medio minuto de boqueos: ehh, ahhh, etcétera.
Ehhh, ah, sí, el de la ONU…
GENTE QUE DISFRUTA DEL CAOS
Óscar Martínez es motion designer y trabaja para la ONU, pero es inmisericorde con quienes se empaquetan la voz a diario (como el plumilla que escribe esto). Le digo que se exprese, que eche tanta víscera como quiera, lo caliento. Responde: «Son personas odiosas, egoístas, perezosas, sin consideración por el prójimo y, sobre todo, sin ningún tipo de empatía. Ven que el otro escribe cada vez más apurado, pero siguen mandando audios de WhatsApp, te obligan a salir, a buscar un sitio seguro donde escuchar. ¿Por qué? Quizás porque disfrutan con el caos, con la manipulación, con ver al otro bailar al son de su música. En el fondo de su corazón, no hay más que podredumbre».
Vamos a cortar un momento. Nos tomamos un ansiolítico y volvemos.

AUDIOS BUKOWSKI
Bueno, el caso, seguimos mejor por escrito. No queremos acabar mal.
WhatsApp alivió las yemas de los dedos de los apasionados del monólogo y la conversación episódica. A finales de 2017, la aplicación dio la posibilidad de dejarla grabando mientras cocinas, caminas, limpias, meas: son grabaciones de realismo sucio, audios Bukowski, pero, obviamente, con más calidad literaria.
Antes, se imponía un límite: el dedo se cansaba, sudaba, resbalaba y la secuencia se enviaba mutilada. Para el emisor, era un momento de toma de conciencia y rendición de cuentas; abandonaba su ensimismamiento y se percataba de que su verborrea tenía costes físicos.
Ahora, candadito mediante, las palabras parecen depositarse en un limbo donde no hay pena ni dolor, ni la carne supone una esclavitud: las voces van al cielo de los audios, allí se cruzan como angelitos inocuos los timbres mañaneros, resacosos, arrepentidos, eufóricos, monótonos; las oraciones subordinadas, los anacolutos, las interjecciones; los monosílabos seguidos de chasquiditos de saliva.
Este debate es universal y clásico. Es la disputa sobre la subjetividad del mal y del bien. Tu cielo es el infierno de los otros.
LA ÚLTIMA POSIBILIDAD DE SER HUMANOS, ‘SMARTPHONE’ MEDIANTE
Los adoradores de los audios de WhatsApp hablan todos de humanidad, autenticidad y cercanía. La periodista Ana Sharife aprecia la capacidad que tienen para texturizar al interlocutor: «El audio tiene algo natural y acogedor. Escuchas la voz del bebé al fondo, que alguien llama a la puerta, música en el salón, las pisadas de las personas, cómo dan las gracias a alguien con quien se cruzan. Tiene un punto encantador».
Los detractores de los mensajes sonoros creen que los autores se guían por la pereza, pero el odio no les deja ver la parte más profunda. El factor más comentado entre los defensores (defensoras, sobre todo) es la preocupación por el tono de voz. Ángela Irañeta, música y periodista, opina que la intimidad y la seguridad prevalecen sobre la comodidad: «Quien tiene la certeza de que va a expresarse mejor haciendo uso de la entonación y las inflexiones de la voz, manda audio».
«Es una forma más personal de conectar y requiere algo de confianza en el interlocutor. Sirve para humanizar un poquito las conversaciones 2.0», reflexiona Irañeta, que acostumbra a intercambiar mensajes de metraje largo que la obligan a levantar acta del asunto: «Si son de más de dos minutos, escribo las palabras clave o preguntas que me han hecho y las contesto por puntos, así la contestación no es una verborrea unilateral», explica, diligente, como si fuera una cosa normal.
Queralt Castillo, la mujer que pone titulares a los audios de WhatsApp, cree que esta forma de comunicación compensa las limitaciones del mensaje escrito: «Hay cosas que se malinterpretan por escrito, pero si la gente te puede escuchar… Va con el tipo de personalidad. Yo soy de decir bromas y barbaridades, y los audios me funcionan mejor. También me gusta ver el tono, el humor que tiene la otra persona en el momento. No me importa recibirlos de 8 o 9 minutos. Yo los mando. La palabra escrita tiene mucha fuerza, pero sigo pensando que la oral es más efectiva en las relaciones interpersonales».

EL SÍNDROME DE LA MANO CANSADA: ESCRITORES QUE NO ESCRIBEN
A partir de este trabajo de investigación (de nula fiabilidad científica, por otra parte), se extrae una sospecha: las personas que escriben de manera profesional o aficionada, es decir, aquellos que tienen conciencia literaria, tienden a emplear las notas de voz con más asiduidad. «Al fin y al cabo, cuando te pasas el día escribiendo, de lo último que tienes ganas es de escribir», asume Castillo. Nadie ajeno a esos oficios respondió al llamado de Yorokobu posicionándose a favor. Daniel J. Rodríguez, también periodista, no había reparado en ello, pero hace cuentas: «El resto de gente con la que me mando audios (quitando a mi hermana) son escritores o están relacionados con el mundillo».
Quizá sea una demostración de que hay oficios que son formas de esclavitud. A plumillas y escribidores les cuesta deponer la exigencia argumental y formal para hablar incluso de lo más mundano. No es una virtud, es una tara. ¿Y si el audio es también una forma de escapar?
LAS DOS FORMAS DE ESCLAVITUD DE LOS AUDIOS
- Escuchar tus propias notas. Puede ser, como opina Sharife, una forma de elevar la autoestima: «Te sorprende la capacidad que uno tiene para desarrollar ideas, para exponerlas». Pero, además, estas revisiones son otra más de las miles de oportunidades que ofrece la era de los smartphones y de las redes para practicar el masoquismo. Antes, podíamos pasar buenos ratos removiendo nuestras cagadas y patinazos en la memoria con la suerte de que el recuerdo se fuera difuminando, dando lugar a la esperanza, dejándonos pensar que no había sido para tanto.
Ahora podemos oírnos cagándola sin pausa, y analizar y magnificar cada matiz, cada grumo de la tontería, cada respiración tipo bruja de blair. No podemos huir de nuestra mierda. - Los mensajes de voz, igual que los fragmentos de conversación, rulan a veces de unos chats a otros. Se comparten entre amigos, se diseccionan en grupo. Tengan (los comentaristas) más o menos buena fe, caen en algo inevitable: acaban desconectando la voz del cuerpo, separando las palabras y el tono de las circunstancias que lo originaron. Tú ya no eres quien crees: no eres una persona con una biografía, una cara, un contexto de más o menos licencias de confianza; de pronto, eres una voz, y, a partir de ahí, quienes te escuchan y analizan componen una idea de ti que jamás imaginarías.
ESTAMOS VENDIDOS
Son menos invasivos que una llamada, dan la libertad de escucharlos y responderlos con flexibilidad… Pero no siempre. Hay algo venenoso en los audios que lamentan incluso sus adeptos. No importa cómo hayas configurado el móvil, siempre saben (sabes) si lo has escuchado o no. Da igual cómo tengas configurada la privacidad: cambian de color, se ponen azules cuando se escuchan.
El archivo, encima, tiene forma de cajita: puede ser un regalo, una cita interesante, un paquete bomba o una propuesta que implique un compromiso que te motiva tanto como esnifar ántrax. El audio es la criptonita de los escaqueados y de los mullidores de excusas.
¿El resultado? Hay miles de audios en cuarentena, marginados, acurrucados en un zulo.
Deberían, por solidaridad, crear un banco de archivos abandonados y hacerlo público. Que cualquiera con un poquito de solidaridad y conciencia pueda acceder, mirarlos tristes y grises, apiadarse y tocarles el botoncito para ver cómo se ponen azules de contentos. ¿Cuántos audios habrá que tan solo piden un poquito de amor?