Uso Twitter, soy un delincuente común y no lo sé

3 de abril de 2018
3 de abril de 2018
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¿Eres consciente de que podrías ser un delincuente común y no saberlo? Si eres usuario de Twitter, Facebook o Instagram y no eres capaz de atarte los deditos de las manos antes de darle rienda suelta a tu incontinencia verbal, presta atención. Es sencillo. Si alguna vez has sentido la necesidad de escribir un tuit para mostrar tu alegría por la muerte de un personaje público o le has deseado la muerte a alguien, podrías estar delinquiendo.

Si has tuiteado algún mensaje –ya sea usando tu nombre real, un seudónimo o bajo el anonimato– en el que defiendes diferentes formas de violencia por razón de etnia, religión o género, o has mostrado alguna imagen especialmente desagradable u ofensiva, también. A estas alturas, deberías saber que las redes sociales ya están sometidas al ordenamiento jurídico de España y que esa regulación ha llevado ya a la detención de varios tuiteros. No es por acojonarte, pero sí: tú podrías ser el próximo en acabar en el talego.

Parece que, en la práctica, los márgenes punitivos están creciendo al ritmo que disminuyen los de la libertad de expresión. Un libro llamado Cometer delitos en 140 caracteres: el derecho penal ante el odio y la radicalización en internet (Marcial Pons), y escrito por el profesor Fernando Miró Llinares, analiza ahora este asunto y la respuesta del derecho penal a las expresiones ofensivas y a los mensajes supuestamente radicalizadores en internet.

Es una especie de psicosis colectiva. La gente necesita que nuestro Código Penal siga ensanchándose para perseguir a estos nuevos delincuentes (que, a veces, se enfrentan a penas de varios años de prisión). Es más, hoy día ya se contemplan en nuestro ordenamiento jurídico hasta trece delitos que cualquier usuario de Twitter puede cometer con un desafortunado mensaje: amenazas, revelación de secretos, calumnia, injurias, contra la Corona, contra las instituciones del Estado, relacionados con los derechos fundamentales, ultrajes a la nación española, enaltecimiento del terrorismo, etc.

De hecho, han sido varias las sentencias dictadas recientemente basándose en la aplicación del artículo 578 del Código Penal (que considera que el enunciado de determinados tuits es constitutivo de delito). Un polémico artículo que se ha modificado en las diferentes revisiones del Código Penal y que ha ampliado los supuestos que se consideran delito.

Estas sentencias condenatorias han recibido numerosas críticas (por parte de muchos juristas especializados en Internet) al considerarse que quienes las dictaron no tuvieron en cuenta todos los elementos que se deben analizar a la hora de emitir el veredicto –el derecho penal se compone del elemento objetivo, el tuit, y el subjetivo, que es la intención–.

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El debate daría para mucho. ¿Es (o debería ser) la libertad de expresión un derecho absoluto? «Parecía que internet iba a democratizar las opiniones públicas al dar la posibilidad a todo el mundo de expresarse en libertad, pero en vez de eso lo que ha hecho es generalizar la hipersensibilidad», explica a Yorokobu el profesor Miró.

«Cada vez son más las cosas que nos ofenden, con el añadido de que para unos son unas y, para otros, otras. En medio de todo ello está lo políticamente correcto o lo indiscutiblemente inocuo, pero el debate público no puede limitarse a estas formas, pues eso arruinaría la democracia. La realidad es que bajo nuestra Constitución caben ideas, expresiones y opiniones de mal gusto, irracionales, políticamente incorrectas e, incluso, antidemocráticas».

«Y nos tendríamos que preocupar todos de defenderlas, aunque no nos agraden, pues una sociedad madura tiene que replantearse siempre las cosas y ante las opiniones, agradables o desagradables, debatir y argumentar. En esto consiste el Estado de Derecho democrático y en ello se fundamenta, en el debate plural de ideas».

Parece obvio que esto no debe traducirse tampoco en una barra libre de ofensas. La libertad de expresión no es un derecho absoluto y Miró dejaría fuera de ello «aquellas expresiones sumamente vejatorias que lleven aparejada la afectación de los derechos de los demás afectando a su honor, dignidad, o incitando claramente a la violencia o a la discriminación por cualquier motivo». Pero ¿es fácil delimitarlo? No lo parece, a la vista de las últimas resoluciones judiciales, bastante contradictorias.

Todo esto hace que mucha gente tenga miedo a meter la pata y se lo empiece a pensar dos (o más veces) antes de publicar un mensaje o compartir algo en las redes sociales. Es lo que se conoce, según Miró, como el efecto desaliento: «Si un ciudadano no sabe si una opinión puede ser ofensiva y delictiva, lo más probable es que se la calle y ejerza la autocensura; y con ello podríamos estar evitando que la gente se ofenda ante expresiones terribles, pero también que se debatan ideas que son necesarias aunque al principio no gusten».

¿Es ilusorio pensar que la tipificación de estas conductas evitará que se sigan dando? «Los castigos disuaden muy poco, sobre todo si se sancionan conductas que gran parte de la sociedad no considera reprochables», argumenta Miró. El profesor considera que el derecho penal debería mantenerse al margen, por ejemplo, de las ofensas.

«A menos que afectasen a los derechos de otros, en el sentido de que se demostrase que se pueden ver afectados de algún modo. Sucede por ejemplo con la incitación a la discriminación o con el denominado discurso del odio. Eso sí, nunca deberían sancionarse con pena de prisión pues se trata de comportamientos que no dañan intereses individuales ni colectivos».

Esta situación no difiere demasiado de lo que puede observarse en otros países de nuestro entorno europeo. Aunque podamos tener una visión muy negativa de nuestro sistema penal por algunas resoluciones recientes, no les va mucho mejor a nuestros vecinos en ese sentido. Sin embargo, en otros países del ámbito anglosajón –especialmente en Estados Unidos– la cosa es bien diferente.

Foto: Rob Hampson
Foto: Rob Hampson

Miró señala que la defensa de la libertad de expresión es mucho más amplia –«e incluso radical»– allí. ¿Qué significa esto? Que existen «muy pocas posibilidades de sancionar, y menos con pena de prisión, a alguien por una expresión de mal gusto o de discrepancia política aunque defienda las ideas más terribles y repugnantes».

No se sienta culpable. Todos hemos publicado mensajes ofensivos alguna vez (y, en ocasiones, los hemos borrado rápidamente después por temor a que alguien se pudiera ofender sobremanera). Todos nos hemos dejado llevar por la indignación o el cabreo y hemos corrido a las redes sociales a soltar un exabrupto. Todos. Incluso Miró.

«Creo que uno de los problemas de las redes es que nos apremian a reacciones inmediatas que son contrarias al actuar racional. La autocensura no es mala cuando sirve para que yo no exprese cosas que pueden herir a los demás. Pero lo es cuando viene por un miedo al qué dirán, por un temor a que se me malinterprete, por querer estar en el terreno de lo políticamente correcto. Como sociedad eso no es bueno que suceda», señala. Parece que todo nos ofende (o al menos, a todo el mundo le ofende algo).

«Como afirmaba el propio Ricky Gerbais “la gente ve algo que no le gusta y espera que pare sin más, sin lidiar con sus propias emociones”, y de las que los demás no tenemos la obligación legal de hacernos cargo, añadiría yo. Pero las consecuencias de eso son terribles y ya advirtió de ellas hace casi cuatro siglos Benjamin Franklin cuando afirmó que “si todos los impresores hubieran estado dispuestos a no imprimir nada hasta que estuvieran seguros de que no ofendería a nadie, habría muy poco impreso”», sentencia.

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