Las contradicciones del Baron Armstrong: Inventor, filántropo y vendedor de armas

Algo amarra al agua a quien nace cerca del mar y a la roca a quien que nace cerca de la montaña. William George Armstrong estaba entre los primeros: vivía a las afueras de Newcastle upon Tyne y creció junto al mar, junto a un río y haciendo excursiones a lagos.

A principios del siglo XIX, William Armstrong era un niño que disfrutaba mojándose los pies mientras pescaba truchas y que de mayor quería ser ingeniero. A los cinco años construía sus juguetes, pero no como cualquier niño de su época. Él disfrutaba con el proceso de elaboración que minuciosamente llevaba a cabo. Siendo adulto aclararía que su infancia fue «un constante aprendizaje de ingeniería, química y mecánica». Pero su padre ya tenía un futuro ideado para él.

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A los dieciséis años emprendió un tedioso viaje a Londres de casi cuarenta horas en busca del sueño de su padre: estudiar derecho. Armstrong no renunció a las leyes. Estudió en la oficina de su cuñado y trabajó con un amigo de su padre. Ejerció durante más de una década, pero tampoco pudo renunciar a su vocación: empleaba sus ratos libres imaginándose ingeniero y haciendo lo posible por convertirse en uno de ellos. El tiempo y el esfuerzo confirmaron que, aunque era bueno en asuntos legales, su padre estaba equivocado: se convirtió en el primer ingeniero en formar parte de la Cámara de los Lores y fue I Barón Armstrong de Cragside.

El verano de 1835 era la primera vez que disfrutaba de unas vacaciones en quince años. Junto al agua, donde ocurrieron los acontecimientos más importantes de su vida, tuvo una revelación mientras pescaba en el río Dee (Dentdale). Se quedó ensimismado observando un molino, preguntándose cuán inútil sería desperdiciar tal cantidad de agua. Y, entonces, lo vio: el poder del agua. «Pensé en lo magnífica sería la fuerza de incluso una pequeña cantidad de agua si su energía estuviese concentrada en una columna», escribió después.

El gato hidráulico había sido patentado hacía solo cuarenta años. Contando con este precedente, Armstrong quería crear una grúa hidráulica. Y no lo hizo solo: su mujer fue la encargada de ayudarle cuando él estaba fuera por trabajo. Las cartas que le enviaba durante sus viajes no eran de amor, no muestran atisbo alguno de cariño: eran instrucciones a su esposa para que le ayudase a mejorar la en la distancia la máquina que estaba creando. Gracias a sus avances, también los ascensores dejaron de funcionar a vapor y pasaron a depender de la presión de agua y aceite.

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Armstrong empezó a ganar prestigio tres años después de visualizar su idea, cuando publicó un artículo en Mechanics Magazine explicando su proyecto. «El primer paso para lograr este objetivo debe ser obtener una caída perpendicular, y la única forma concebible para hacer esto es conduciendo la corriente de una tubería desde el comienzo hasta el pie del descenso», escribió.

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«Supongamos, además, que la columna de agua contenida en el tubo pudiese funcionar por su propio peso o por la presión que ejerciera una maquinaria adecuada colocada en la parte inferior. Tendríamos entonces el efecto concentrado de toda la caída en la parte de abajo. Entonces, para concentrar esa fuerza, solo sería necesario ramificar el extremo inferior de la tubería», explicó en un discurso en el que trató de convencer de las posibilidades del acumulador hidráulico que estaba ideando y que construyó en 1843.

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Armstrong satisfizo el sueño de su padre durante demasiado tiempo. Dejó su trabajo después de doce años, compró una considerable extensión de tierra junto al río Tyne y comenzó a construir Elswick Engines Works, una fábrica que generó tantos empleos que, a su muerte, contaba con 25.000 trabajadores.

Cuando Lord Armstrong creció, Newcastle era una ciudad ondulante, definida por colinas y valles que fueron desapareciendo. La expansión de la ciudad y la red ferroviaria alisaron la orografía del lugar, en detrimento de la sinuosa silueta que caracterizaba la ciudad. Armstrong también contribuyó a cambiar ese paisaje. Su máquina funcionaba, al fin podía decir que había inventado la grúa hidráulica. Con su invento cambió el aspecto del puerto de Newcastle, pero también del resto de ciudades portuarias de Inglaterra y gran parte del mundo.

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«El idilio de William Armstrong con el agua -en el que fue profundizando a medida que se hacía mayor- y su deseo en general de comulgar con el mundo natural, tuvo un lado intensamente práctico: una fascinación por canalizar el poder elemental para fines útiles. Esto partía de su deseo por conocer cómo funcionaba todo y, una vez lo averiguaba, ponerlo en práctica, una búsqueda a la que daba rienda suelta durante los largos periodos, a veces de incluso meses, en los que se quedaba en casa por problemas de salud», escribió su biógrafa, Henrietta Heald, en ‘William Armstrong. The magician of the North’.

Armstrong llegó a describir a su mujer ideal en términos acuáticos y creía en los poderes curativos del agua. En 1843 viajó a Rothbury para pescar, donde esperaba que su salud volviese a mejorar. Desde allí escribió a su esposa: «Me estoy recuperando a toda velocidad. He estado casi constantemente metido en el agua durante este día glorioso y no hay nada que me haga sentirme tan bien». Armstrong pasó de ser un joven enfermizo al que las aseguradoras rechazaban a convertirse en un anciano vigoroso. Fue en Rothbury donde construyó la casa de sus sueños y, años después, aseguraba que era el aire de Rothbury lo que le devolvió la salud.

Cragside

A mediados del siglo XIX, Armstrong construyó una casa que hoy parece el escenario de un cuento retrofuturista. Cragside se convirtió en la primera casa de la historia alimentada con energía hidroeléctrica en la que aún hoy las bombillas lucen. A pesar de un parón de más de medio siglo, a raíz de la Segunda Guerra Mundial, la casa volvió a iluminarse en 2014. Según The Telegraph, la iluminación volvió a funcionar gracias a la sustitución de una pieza que National Trust, que regenta Cragside, calcula que podría durar otros 150 años.

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En el siglo XIX, dos hombres intentaban alumbrar el mundo a miles de kilómetros de distancia. Edison y Swang trabajaban en una lámpara incandescente. El último fue el primero en conseguir la bombilla que patentó Edison un año después. Swang era amigo y vecino de Armstrong y creador de las bombillas que aún lucen en Cragside.

[pullquote author=»William Armstrong» tagline=»Inventor e ingeniero»]Estoy seguro de que si no hubiese existido Cragside, hoy no podría estar hablando con ustedes: ha sido mi vida[/pullquote]

Además de cientos de bombillas, la casa contaba con dos ascensores hidráulicos, agua corriente caliente y fría y calefacción en una época en la que semejante mecanismo era considerado de mal gusto. Según los decoradores coetáneos a Armstrong, nada igualaba en elegancia a una chimenea.

Armstrong extendió por el mundo la necesidad de una buena iluminación no solo doméstica, también promovió el alumbrado público. En el libro ‘La casa. Historia de una idea’, Witold Rybczynski explica que la arquitectura y las nuevas tecnologías domésticas estaban reñidas en la época de Armstrong. «Pocos años después de la gran innovación de Lord Armstrong en Cragside, varios edificios públicos, entre ellos la Cámara de los Comunes y el Museo Británico, estaban alumbrados por electricidad y, al cabo de poco tiempo no sólo en las mansiones de los ricos se utilizaba la luz eléctrica. Surgieron compañías eléctricas en Nueva York, Londres y todas las grandes ciudades de Europa. Hacia 1900 el alumbrado eléctrico era algo aceptado en la vida urbana. Una vez la electricidad entró en la casa, estaba disponible para otros usos», escribe Rybczynski.

Las dos caras de Armstrong

Lord Armstrong se lo puso tan fácil a sus defensores como a sus detractores. Resulta desconcertante leer que el hombre que inventó la artillería moderna fue un filántropo. Pero a menudo ocurre en la misma frase. Armstrong financió bibliotecas, escuelas y museos. Fundó el precedente de la actual Universidad de Newcastle y donó a la ciudad el enorme parque que lleva su nombre, en el que plantó cientos de árboles. Fomentó el uso de energías renovables hace casi doscientos años y predijo que Inglaterra dejaría de producir carbón en doscientos años, apostando por la energía solar y eólica.

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Cuando Armstrong hablaba de ahorro energético, nadie comprendía su idioma. En Madrid quedó impresionado por la limpieza del aire y, a su regreso, fomentó la necesidad de controlar los humos de Newcastle. Más allá de sus logros como inventor,  consiguió emplear a miles de personas en una zona del país que el resto consideraba incapaz de generar empleo.

Cómo se convirtió en uno de los hombres más ricos de Europa y consiguió dar tanto trabajo es la gran mancha de su vida: Armstrong está considerado el inventor de la artillería moderna. Creó un cañón que lleva su nombre y varios tipos de pistolas. Puede que viviese arrepentido de sus inventos armamentísticos, pues se negó a aceptar dinero de la nación por sus armas y donó todas las patentes al estado.

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En algún momento aseguró que si hubiese sabido que su invento fomentaría la guerra y acabaría con vidas de seres humanos, no lo habría hecho. ¿En qué estaría pensando? Quizá le presionaron, quizá quiso ayudar a su país durante la Guerra de Crimea sin ver más allá o puede que simplemente fuese un hipócrita, porque no desaprovechó la oportunidad de enriquecerse vendiendo armas a ambos bandos durante la Guerra de Secesión.

«Sus críticos más feroces argumentaban que lo único que Armstrong merecía era ser despreciado como un barón ladrón y un mercader de la muerte; un hombre responsable de crear, manufacturar y vender a las naciones más importantes de la tierra las máquinas de matar más dañinas que el mundo jamás ha visto», escribió su biógrafa.

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Eduardo VII de Inglaterra, que visitó Cragside, discrepaba: «Su nombre es conocido por todo el mundo como un gran hombre y un gran inventor. No menos conocida es su gran liberalidad y su gran filantropía», dijo el que aún era Príncipe de Gales.

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Sobre la dualidad de Lord Armstrong escribe Adam Hart-Davis en su libro ‘Engineers’ que se le acusó de haberse mostrado inflexible ante la huelga de 1871 en la que los trabajadores exigían una jornada laboral de nueve horas, se decía que el agua que distribuía su compañía a la ciudad era de mala calidad y se le acusó de no construir viviendas para sus empleados, como sí solían hacerlo sus coetáneos. «Tenía la imagen del tirano, insensible y egoísta industrialista victoriano», escribe.

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Fue una figura cargada de contradicciones. Mientras se le consideró un paisajista excepcional y dejó reflexiones sobre la naturaleza en sus diarios en las que exaltaba la belleza del paisaje no tocado por el hombre, aquel esteta romántico construía lagos artificiales y alteraba el paisaje para crear su gran sueño: una casa alimentada por energía hidroeléctrica que, a pesar de estar rodeada de un paisaje desbordante, en realidad fue construida sobre una roca que él fue cubriendo a lo largo de los años.

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Lord Armstrong vivió noventa años y murió la última semana del siglo XIX. El último día del siglo fue enterrado. Su legado es tan contradictorio como su vida. A su muerte, parte de su capital se siguió invirtiendo en su ciudad durante años, pero sus armas también siguieron matando y fueron cruciales durante la I Guerra Mundial.

Imágenes: Tyne & Wear Archives & Museums – Flickr

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