La anécdota es falsa, inventada, tan chula que nos encanta creerla. La inventó uno de esos profesores que han llenado el mundo de buena enseñanza, Alexander Calandra. Físico y sobre todo docente genial (sí, eso existe, por supuesto). La versión más famosa tiene como supuestos protagonistas a Rutherford y Bohr.
Parece ser que llamaron a Rutherford para que hiciera de juez en el caso de un estudiante de física al que se había hecho una pregunta. Los profesores querían ponerle un cero, pero el estudiante afirmaba que su respuesta era correcta. La pregunta era: «Demuestre cómo es posible determinar la altura de un edificio con la ayuda de un barómetro». Y la respuesta del estudiante había sido: «Se ata el barómetro a una cuerda larga, se descuelga el barómetro hasta el suelo, se marca la cuerda y se mide».
La respuesta era correcta, pero no demostraba los conocimientos de física que se le estaban examinando, y sobre todo no era la que los examinadores esperaban. Rutherford llamó al estudiante y le dio unos minutos para contestar la pregunta de nuevo. Este, al cabo de un rato, dijo: «Lance el barómetro desde la azotea, calcule el tiempo de caída con un cronómetro, aplique la fórmula de la caída libre y tiene la altura del edificio».
El estudiante afirmaba tener más respuestas y las iba soltando una tras otra: «Sitúese con el barómetro en la planta baja y suba por las escaleras marcando sucesivamente la altura del barómetro; cuente el número de marcas y multiplique por la altura del barómetro. Ate una cuerda al barómetro y muévalo desde la azotea como si fuera un péndulo midiendo la velocidad al pasar por la perpendicular. Usando sencillas fórmulas trigonométricas se obtiene la altura del edificio. Mida en un día soleado la altura del barómetro y la longitud de su sombra; mida la sombra del edificio y aplique proporcionalidad. También puede ofrecer el barómetro al conserje a cambio de que le diga la altura del edificio…».
Ninguna de las respuestas coincidía con la que los examinadores habían pensado. Se le preguntó si sabía que la diferencia de presión marcada por un barómetro en dos lugares diferentes nos da la diferencia de altura entre ambos lugares, es decir, si conocía la respuesta convencional. «Por supuesto», dijo el estudiante. «Pero a mí mis profesores me han enseñado a pensar». El estudiante se llamaba Niels Bohr y llegó a ganar el Premio Nobel por su comprensión de la estructura del átomo.
La historia es buena, aunque nada tenga que ver con Bohr ni con Rutherford y fuera inventada por un magnífico profesor para hablar de las bondades de cierta forma creativa de resolver problemas. Eso a lo que desde los años 60 llamamos pensamiento lateral.
Si se fijan, hay un personaje siniestro en esta historia, que sigue provocando pesadillas por todo el mundo. Acecha en cada nueva vuelta de la historia del barómetro y quizá sale venciendo al final. Se trata de la respuesta convencional. Ese aliado de los docentes que siembran mediocridad, esa losa para los estudiantes que huyen de ella. Estén atentos a la respuesta convencional, segura en su corrección, implacable, soberbia e insuficiente cuando de lo que se trata es de dar un paso adelante diferente o novedoso. Ya sea en la escuela, en el arte o en nuestras míseras vidas cotidianas, la respuesta convencional es la cuerda de atar corto, el lado gris de esa mierda que los libros de autoayuda (sic) llaman la zona de confort.
Bohr no es el del barómetro, no, pero sí es uno de los padres de la física cuántica, tan correcta y tan poco convencional.
Muy bueno, me lo apunto. Gracias por la lección de hoy
La anécdota, igual o muy similar, está descrita en un libro que leí hace tiempo y no recuerdo del todo. Quizás «el quark y el jaguar» de Gell-Mann o alguno del divulgador y genio Feynman. El caso es que los protagonistas eran un profesor que hacía los exámenes y él, al que el profesor perplejo le preguntaba sobre cómo debía evaluar al alumno.
Esto del pensamiento lateral es un timo new age además de una contradicción. Una contradicción porque si «pensar lateralmente» se convierte en la norma, en lo convenido, entonces deja de ser extraordinario; y una estafa porque las ideas geniales no son producto de contemplar los problemas desde cualquier punto de vista. La genialidad es producto de un conocimiento exhaustivo de lo convencional hasta encontrar sus puntos débiles y sus paradojas, amén de trabajo, de mucho trabajo.
Incluso se puede prescindir del barómetro. Cualquier estudiante de Física conoce el valor de “g ”. Sería suficiente subir al punto más elevado del edificio y saltar al vacío. A partir del tiempo que se tarda en llegar al suelo, se puede calcular con precisión la altura del edificio.
Buenísimo. Formidable. Gracias