Los Cabecicubos vamos en bicicleta

29 de noviembre de 2012
29 de noviembre de 2012
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En el genial historieta ‘Los Cabecicubos’, posiblemente la mejor de Superlópez, la cabeza de la gente se volvía cuadrada tras consumir unos enigmáticos huevos cuadrados, convirtiéndose en el hazmerreír del resto de la gente, los “cabeza redondas”. Pero, claro, poco a poco los cabecicubos pasaron a ser mayoría y empezaron a marginar y a intimidar a sus antiguos hostigadores, vengándose de las antiguas afrentas.

‘Los Cabecicubos’ era una atinada diatriba contra el fanatismo, la intolerancia y la xenofobia, y un certero retrato del gregarismo y el temor a la disensión. En mi condición de ciclista urbano en las calles de Madrid no puedo evitar sentirme como un cabecicubo a pedales, siempre en minoría frente a los monstruos metálicos devoradores de espacio y oxígeno, dueños y señores de las calles… de momento.

Al igual que sucede con la corbata, hoy en día sólo tiene coche el infeliz que no le queda más remedio que usarlo. Los que nos hemos liberado del coche –los cabecicubos, para entendernos- caminamos, pedaleamos, patinamos o saltamos a la pata coja, y lo hacemos por nuestro propio bien y, eventualmente, por el de nuestros vecinos. Hace tiempo que tener coche dejó de ser cool, y más que un signo de estatus se ha convertido en una aparatosa marca de sumisión.

El coche privado siempre fue un sinsentido termodinámico: mover en torno a una tonelada de acero y cristal para desplazar a una persona (la ocupación media de los vehículos en ciudad es de 1,2 pasajeros) es un descomunal dispendio energético, un despilfarro propio de la era del petróleo barato. Pero esa era ya pasó y, es hora de decirlo bien alto, nunca volverá. Ni los planes Renove, ni los coches eléctricos, ni las campañas de adoctrinamiento de los (depauperados) jóvenes consumidores conseguirán que el coche vuelva a estar de moda. El vehículo privado será, como mucho, un incómodo armatoste que, de cuando en cuando, nos permitirá escapar de la burbuja de ruido y humos que él mismo ha creado.

Poco a poco, casi con cuentagotas, cada vez hay más cabecicubos en las ciudades. Ya no es extraño coincidir con otro ciclista en un semáforo en Madrid, algo que es norma hace años en Sevilla, Barcelona o San Sebastián. Entre mi círculo de amistades casi todos tenemos bici y sólo los raros tienen coche, y lejos de envidiarles, les afeamos la conducta. ¿Superioridad moral? A pedaladas…

Pero, ojo, que este artículo no pretende ser un alegato nostálgico por una Arcadia preindustrial, que a mí los involucionistas me dan prurito. Como buen hijo de mi época, tengo carnet de conducir desde los 18 años y, sorpresa, me encanta conducir. Cuando quiero ir a algún sitio al que no llega el transporte público (tren si es posible, por favor), alquilo un coche o me agencio alguno de los que están inertes la calle (¿sabías que cada coche pasa 22 horas al día aparcado?). Con lo que me he ahorrado en coche, gasolina, multas, seguros y reparaciones en los últimos 20 años podía haber ido en taxi a todas partes… pero no lo he hecho, claro: he preferido pedalear, correr o caminar, y de paso he ahorrado también en gimnasio y en médicos.

Soy consciente de que si todos hicieran lo mismo que yo estaríamos condenando al paro a un ejército de mecánicos, vendedores de coches, trabajadores de las fábricas, tiendas de recambios, gorrillas de parking y guardias civiles, esos modernos asaltadores de caminos armados del Código de Circulación. Pero qué le vamos a hacer… hay empleos y actividades económicas que, por mucho dinero que generen, resultan un desastre para el medioambiente y la sociedad, y el sector automoción es uno de ellos. Como dice Yayo Herrero, de Ecologistas en Acción, “el sistema económico es incapaz de discernir lo que nos acaricia de lo que nos aplasta”. Así es: cuando un cabecicubo muere atropellado por un cabecihuevo al volante aumenta el PIB.

En el cómic, los cabecicubos acaban sometiendo a los cabezas redondas cuando éstos son minoría, una actitud vengativa que desdichadamente he visto en algunos de mis compañeros ciclistas cuando somos mayoría (en la Bici Crítica, por ejemplo). Pero al conductor no hay que odiarle, sino compadecerle. Al fin y al cabo, pilota su humeante máquina contra el viento de la Historia, el mismo que nos impulsa a los cabecicubos.

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