Crug y Grod en el Neolítico. Tam-Tam: «¿Mamut este sábado?». Tam-Tam-Tam: «Me traen a mis sobrinos». Una mentira como un pedrusco.
Ataulfo y Wenceslao en la Baja Edad Media. Paloma con mensaje: «¿Quema de brujas este sábado?». Paloma con mensaje: «Me traen a mis sobrinos». Una mentira como una catedral gótica.
Estas cosas no pasaban.
La modernez trajo a esa gente autodefinida ‘amiga’ que molesta con sus mensajes para quedar. Cuando tan sólo existía el teléfono como medio de comunicación a distancia, cada persona tenía al menos un cansino. Cuando este personaje llamaba, mamá respondía:
«Hola, Fulano, mi hij…».
Tú con la cabeza: «No-no-no-no».
«Ha salido», decía mamá.
Suspirabas. Mamá, la perfecta recepcionista.
Te fuiste de casa de mamá. Diste el teléfono a todos menos al cansino. Lo hizo un amigo común. Y el cansino llamó y comenzaste a inventar excusas: «Ya he quedado», «me ha salido un curro», «mi abuela está en el hospital», «me traen a mis sobrinos». Mentiras. La abuela llevaba años muerta y los sobrinos estaban en Disneylandia. Querías tu sofá y tu tele y quedar con quien querías quedar.
Sabías de memoria los días y las horas a las que llamaba el cansino y no descolgabas. Así eludiste al personaje durante años.
Llegó internet. Llegaron los móviles. Y con ellos el correo electrónico, Facebook, Twitter, Whatsapp… y el cansino encontró nuevas vías para mortificarte. Peor aún. La proporción de cansino por persona se disparó. De tener uno pasaste a tener dos o tres o más. Los cansinos que perdiste volvieron. Gracias, Facebook. El cansino pasó a ser virtual, pero no por ello menos molesto. Algunos de estos cansinos formaron grupos y te incluyeron en él y cuando hacen barbacoa la mitad de los miembros te agobia con vente-vente-vente-vente-vente, hará frío, pero lo pasaremos bien.
«Te escribí un mensaje en Facebook», el cansino en un wasap. «Te envié un wasap», el casino en un privado en Twitter. «Te he estado llamando», el cansino por correo electrónico. Reclama tu atención y te obliga a mentir.
A la pregunta «¿tienes un plan para el sábado?», quieres contestar que «pasar todo el día en el sofá». Pero la experiencia te enseña que el cansino tiene una respuesta para esto: «Eso no es un plan: llevo unas cosas de picoteo y…».
Quieres sincerarte: «No me apetece quedar contigo. No somos amigos». Un puñado de mensajes cruzados en alguna red social o haber compartido algún evento no os convierte en amigos. Haberos conocido en el instituto no os hace amigos. Tú lo sabes.
Te gustaría ser borde, pero eres educada y no quieres ganarte un enemigo, y recurres a las excusas de manual. Tu madre, tus sobrinos (que siempre están llegando sin llegar).
No conviene decir «yo te llamo». Te hace vulnerable. Se gana tiempo, pero el cansino no olvida, y pasadas unas semanas usa los medios a su alcance para recordarte: «Oye, dijiste que llamarías».
Confías en que el cansino se canse. Confías en la inteligencia del cansino, pero el cansino ni se cansa ni se percata de la asimetría de la relación imaginada. El cansino SIEMPRE reclama tu atención. Tú la suya, jamás. Al amigo dices: «Esta semana no puedo», y a continuación propones: «¿La siguiente?».
Quizá en cansino insiste porque tú eres el premio. Su premio es quedar con alguien que lo ha eludido.
En ocasiones aceptas quedar con el cansino. «Así no me da más la lata», piensas. Torpe idea. Así das esperanzas al cansino. Cree que realmente hay una amistad o una afinidad. En estos casos, lo mejor es que el cansino no se presente. Y después fingir cierto enfado en un mensaje: «Esperé más de una hora. ¿Quedar? Ya veré». Cansino que no aparece, cansino que pierde. Y si no, puedes meter a tu abuela en el hospital en bucle y quedarte con tus sobrinos, que pueden ser tantos como quieras.
Imagen de portada: Rocketace