Carcosa, la ciudad misteriosa e intacta desde el siglo XIX

Aprieten los andares, en este Folletín Ilustrado, ahora que nos dirigimos a un lugar irreal
13 de diciembre de 2019
13 de diciembre de 2019
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carcosa

En un lugar de la mente, entre las páginas de un libro quizá, está la ciudad de Carcosa. Este lugar imaginario, nacido de la fantasía de Ambrose Bierce, tiene un origen ancestral.

Aunque en el mundo nuestro de los papeles escritos, la ciudad apareció en 1886: el año en que el poeta estadounidense publicó el relato Un habitante de Carcosa. Y no ha podido el olvido con esta villa incierta; aún palpita hoy en la serie True Detective.

Aquel lugar que se dio a conocer… bajo los pies de un tipo llamado Bayrolles. Fue un día sin sol. Frío, húmedo. Arriba, sobre su cabeza, sentía una bóveda plomiza de nubes bajas, grisáceas, insinuando quizá una maldición.

Lo que parecían piedras resultaron lápidas. Eran reliquias, vestigios de la vanidad humana, monumentos de piedad y afecto tan gastados, y el lugar tan abandonado, que Bayrolles no pudo más que creerse el descubridor del cementerio de una raza prehistórica cuyo nombre se había extinguido hacía milenios.

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Pero ¿cómo había llegado hasta ahí? De pronto recordó que estaba enfermo, que un repentino ataque de fiebre lo había aplastado en la cama. ¿La cama? ¿Dónde estaba ahora su cama? ¿Dónde estaba su familia? ¿Qué hacía él en aquel cementerio? ¿Estaría delirando de fiebre?

Llamó a su mujer. Gritó a sus hijos. Tendió las manos hacia quien fuera.

A lo lejos, una cabeza pareció brotar de la tierra. Medio desnudo, medio envuelto en pieles, el hombre se fue acercando.

—¡Que Dios te guarde! —dijo, pero aquel ser no le prestó la menor atención—. Buen extranjero, estoy enfermo y perdido. Te ruego que me indiques el camino a Carcosa.

El hombre entonó un bárbaro canto en una lengua desconocida, siguió caminando y desapareció.

Bayrolles se sentó al pie de un árbol. Ya no sentia fiebre, no podía estar delirando. ¿Estaría loco entonces? Entre las raíces vio una sepultura de la que había brotado el árbol. Las raíces hambrientas habían saqueado la tumba y aprisionado la lápida.

Un brusco soplo de viento barrió las hojas secas y distinguió entonces las letras de una inscripción. Se inclinó a leerlas.

¡Dios mío! ¡Mi propio nombre! ¡La fecha de mi nacimiento! ¡Y la fecha de mi muerte!

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Patrick Thomas

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