Una sociedad distópica quema libros para proteger a sus ciudadanos de la infelicidad. Cuando Ray Bradbury escribió Fahrenheit 451, a principios de los años 50, quería denunciar la manipulación de los medios de comunicación, la ubicuidad de la televisión y cómo esta vende una falsa idea de felicidad. Pero, sobre todo, quería denunciar la censura. El libro cuenta la historia de Guy Montag, un bombero que se dedica a quemar libros sin plantearse demasiado lo inmoral de su trabajo hasta que una adolescente le abre los ojos. Fahrenheit 451 es un clásico de la ciencia ficción que sigue vigente en la actualidad, a pesar de haber sido construido como respuesta a sucesos adscritos a un período histórico concreto, como las bombas de Hiroshima y Nagasaki, la caza de brujas del macartismo o la quema de libros en la Alemania nazi.
Hitler no fue el primero en prender fuego a los libros. Se dice que el califa Omar mandó quemar 400.000 manuscritos de la biblioteca de Alejandría en el siglo VII porque el único libro importante era el Corán. Se teoriza sobre la destrucción de otros tantos escritos en esta biblioteca a manos de los cristianos con una motivación similar.
En su libro La edad de la penumbra, la periodista Catherine Nixey asegura que solo el 1% de los textos grecolatinos han llegado a nuestra época debido a la censura y destrucción a los que les sometieron los cristianos al oficializarse esta religión. Miles de Iliadas y Odiseas que se perdieron en las llamas de la historia. Nixey relativiza las purgas que sufrieron los cristianos y traza un relato mucho más violento del cristianismo, analizando cómo se reescribió la historia y se modificó la cultura en dos procesos paralelos y análogos. Su obra viene a explicar que la famosa frase de Orwell, asegurando que la historia la escriben los vencedores, también se aplica al legado cultural.
Mucho han cambiado las cosas desde la legalización del cristianismo. La sociedad actual es más respetuosa con el legado cultural, pero eso no quiere decir que no se siga reescribiendo. Nuestros valores, nuestros gustos, nuestra idea de moral de lo que es ofensivo y lo que es permisible; todas estas son variables que cambian con el tiempo.
Por eso la supervivencia de elementos culturales a través de la historia es complicada. Algunos pierden relevancia al estar muy ligados a situaciones históricas concretas o a actos que, con el tiempo, van convirtiéndose en inmorales o poco inclusivos. Otros se mutilan, cercenan o censuran para adaptarse a los valores actuales. Este fenómeno es constante y se da a todos los niveles, afecta a la alta y a la baja cultura y va desde la polémica de Mecano y Operación Triunfo por un quita de ahí esa mariconez hasta la reciente decisión de no reeditar los libros antisemitas de Louis-Ferdinand Céline.
La reescritura cultural se está agudizando en los últimos años. Los muy celebrados cambios de mentalidad han hecho que la sociedad eche la vista atrás y quiera revisar, con la mirada de hoy, obras que se crearon en un contexto cultural bien distinto. Más de 9.000 personas pidieron que el Museo Metropolitano de Nueva York retirase Teresa soñando, una pintura de Balthus que representa a una adolescente sexualizada.
El fenómeno es muy similar al que está sufriendo Lolita. La obra de Nabokov retrata la historia de un pedófilo que se obsesiona con una niña de 12 años, un hecho que está provocando que se ponga en tela de juicio su mera vigencia como obra de ficción. A este respecto es interesante rescatar las palabras de la polémica teórica feminista Camille Paglia, quien asegura que «el feminismo transformará el mundo creando grandes obras, no censurando otras de moral discutible».
Es lo que muchas autoras se han lanzado a hacer. El feminismo es un fenómeno interdisciplinar que ha irrumpido en todos los ámbitos: también en el literario. Basta darse un paseo por cualquier librería para descubrir decenas de títulos que rescatan heroínas desconocidas o reinterpretan pasajes históricos como la caza de brujas.
Estos libros iluminan y ensalzan momentos o personajes que antes pasaban desapercibidos. Es una forma no de cambiar el relato, sino de ensalzar aquellas partes del mismo que en su momento pasaron desapercibidas. Los beneficios que presenta esta técnica respecto a la modificación o censura de obras machistas es más que evidente.
Pero eso no impide que la reinterpretación cultural se siga dando. En 2011, en un artículo en The Atlantic, el periodista Ta-Nehisi Coates alertaba sobre la paulatina desaparición en las escuelas de Las aventuras de Huckleberry Finn como lectura obligatoria por contener la palabra nigger. Desde entonces, las iniciativas para frenar su desaparición han sido polémicas.
La más comentada ha sido la publicación de una nueva versión de la novela (considerada un fuerte alegato contra el racismo en su momento) cambiando la palabra de la discordia por esclavo, algo más digerible en el EEUU contemporáneo. Matar un ruiseñor, de Harper Lee, está sufriendo una suerte similar y también se ha censurado la palabra nigger en ediciones recientes. El uso de «la palabra que empieza por N» (término con el que se refiere la prensa anglosajona a nigger) es un tabú en el EEUU actual; pero era corriente, aunque despectivo, en el pasado. Borrarlo de los libros, aparte de deformar la obra original, le añade una pátina edulcorada y evita que aprendamos de los errores del pasado.
Sostener una idea dogmática, por muy bienintencionada que sea, puede llevarnos a una distopía, especialmente si se opta por censurar y reescribir la historia en torno a una visión monolítica. Es lo que sucede en la adaptación de Fahrenheit 451 que ha estrenado la HBO. En ella se han cambiado varias cosas para adaptar la historia a nuestra época. Algunas responden a una cuestión más moralista. Por ejemplo, su protagonista es negro y no blanco; su contraparte femenina ya no es una adolescente, sino una mujer adulta.
Hay otros elementos que actualizan la obra para que sus referentes no sean tan anticuados. Las referencias a Hiroshima desaparecen, la crítica a la televisión se convierte en crítica a las redes sociales, no solo se destruyen libros, sino también vídeos y pendrives, y a los acusados no se les mata, sino que se les borra su personalidad online.
Hay muchos cambios. Sin embargo, la película mantiene vivo el espíritu de la original. Pretende actualizarla, revisarla. Quizá el cambio más revelador sea el que hace referencia a los inicios de la censura en este mundo distópico. En la película, la censura, la quema de libros, no viene promovida por el Gobierno como en el relato original. Son las minorías sociales las que se sienten ofendidas por la cultura y piden que esta sea reescrita. O eliminada.
Lo de revisar las obras culturales en busca de algo ofensivo con el objetivo de mejorarlo es una memez. Las obras de Shakespeare o el Gran Dictador de Chaplin deberían estar bien censuradas por esta regla de tres, pero los memos no las censurarán, pero principalmente porque no se las han leído ni han visto esa película. Como tolerar si no, esas generalizaciones sobre lo usureros que son los judíos, o el machismo de los moros o de como las mujeres manipulan a los hombres para conseguir el poder…
Otra cosa es lo de separar la personalidad del autor de su obra, como en el caso de Celine o por ejemplo de Knut Hamsun. Esto puede ser muy difícil cuando lo que hacen no es ficción y encima se trata de ideas repugnantes. Puesto que en la ficción «autobiográfica» de Celine en viaje al fin de la noche o Muerte a crédito yo al menos no ví ese antisemitismo que profesaba el autor, seguiré pensando que es uno de los mejores escritores que he leído, otra cosa es lo que piense de su ideas.
En cuanto a la serie de Farenheit, me parece desnaturalizar la esencia del libro, ya que como dice el articulo, advertía del monopolio del discurso visual y simplificado de los audiovisuales sobre el discurso tipográfico.
¿Que el feminismo no cambia las cosas? ¿Que ha pasado con las cazafantasmas? ¿O terminator? ¿Que ha pasado con marvel? El feminismo es otro lavado de cerebro más