Si la vida es un instante, ¿por qué no ocuparse en aquello para lo que hemos nacido?

A Kamo no Chōmei le sobran las palabras en su vida y en sus obras. Prefería ir al grano, así que no es difícil imaginarlo magrear, en la inmensidad de su soledad, las cuerdas de la biwa, un instrumento musical semejante al laúd que amaba tanto como a la poesía.  «Toco para mí mismo, para dar sustento a mi corazón», escribió en Hōjōki, uno de esos clásicos japoneses que ahora, un milenio después, Errata Naturae desempolva bajo el título Pensamientos desde mi cabaña.

Chōmei era hijo de un sacerdote acomodado de la corte, pero el desencanto y desasosiego de sí mismo pronto le brindó un hallazgo: aquello que llamaban vida no era tal. Por eso, Pensamientos desde mi cabaña es un libro, un tratado con aires de receta médica. Mucho más en tiempos convulsos.

Los de Chōmei lo eran, por lo que las páginas destilan un carácter algo oscuro, casi de decaimiento y de poca esperanza hacia el común de los mortales. Si la vida es un instante, ¿por qué no ocuparse en aquello para lo que hemos nacido?

Vista la experiencia de los seres humanos en la historia, pareciera que las grandes transformaciones solo suceden –y a cuentagotas– cuando alguna fuerza telúrica e interior nos golpea en el centro de nosotros mismos. Desde luego, era su caso. «Cada vez con mayor frecuencia», admite, «me ha tocado ser testigo de hechos terribles».

Él había nacido en 1155 en Kioto, una época en la que la sucesión de tragedias le llevó a tomar conciencia de la fragilidad del mundo exterior. En 1177 Kioto sufrió un gran incendio que contempló y narró con firmeza y crudeza, una lenta agonía en la que el fuego avanzaba y se llevaba personas, casas, palacios, ganado. Frente a la debacle, Chōmei critica con fuerza la estupidez del ser humano: toda la vida esforzándose en acumular algo que desaparece en un instante.

Dibujo de Kamo no Chōmei, por Kikuchi Yosai
Dibujo de Kamo no Chōmei, por Kikuchi Yosai

Lo que había comprobado en aquella sacudida natural lo revivió tres años después, cuando un huracán convirtió el cielo de Kioto en un remolino oscuro de humo, casas y árboles.

«Pensé que ni siquiera las ráfagas que azotan el infierno serían tan terribles», reflexiona ante un ambiente catastrófico en el que la gente preveía una gran –otra– catástrofe, que finalmente llego en 1181. Fue una hambruna, y volvió a desnudar lo que realmente importaba y lo que era accesorio: «El grano siempre valía más que el oro».

Las escenas eran terribles, los hombres y mujeres caían mientras caminaban y morían en las calles. El olor era insoportable, pero pronto la ciudad comenzó a recuperarse hasta que la tragedia volvió a asomarse: la tierra crujió, sacudió la superficie y se tragó –de nuevo– la capital. Solo habían pasado cuatro años desde la última desgracia y el poeta, con la desazón de un tiempo oscuro, reconoce: «Sí, he tenido la desgracia de vivir en un tiempo inmundo y de extrema decadencia».

Sin embargo, a él, que podría disfrutar de la comodidad material y del privilegio de la corte, la catástrofe le sacudió de aquellas ambiciones que las tragedias habían arrancado en miles de personas. En apenas diez años, cuatro hecatombes que destruyeron todo se sucedieron y Chōmei fue más allá de las apariencias.

Un ejemplo que podría inspirar nuestros días en los que los viejos patrones y valores se visten de nuevas ropas mientras las catástrofes castigan a los de siempre, en los lugares de siempre mientras en el mundo desarrollado amortigua la realidad con las armas de propaganda: consumo, promesas efímeras, placer de los sentidos, egoísmo y gratificación del más pequeño de los yoes mientras las paredes de este mundo se derrumban con mayor silencio que los tiempos de Chōmei, cuando se  enfrentaban los clanes Minamoto y Taira y todo temblaba bajo sus pies.

La pregunta que él se había hecho empezaba a tomar sentido: «¿Es posible acaso que por un solo instante hallemos cómo descansar nuestro cuerpo y cómo apaciguar nuestro corazón?». Y  él, de a poco, fue encontrando su senda.

Llega la cabaña

A los 30 años, el músico y poeta se construyó una pequeña casa sin mucha alegría porque la escasez apretaba, pero durante las dos décadas que pasó allí fue tomando conciencia de sí mismo hasta mudarse, otro puñado de años, a otra cabaña al norte de la capital. Allí, admitió, su almohada eran las  nubes. Con 60 años tomó la decisión final con la fuerza de sesenta años de búsqueda y desengaño: se construyó una minúscula choza en el monte Hino, en la ciudad de Hinocho.

Y es a esa edad y en este pequeño refugio donde la vida de Chōmei dio otro giro y la descripción de Hōjōki, también. Ahora la sencillez extrema, más extrema que nunca, no tiene los tintes pesimistas de su anterior vida. Creó un altarcito, fabricó su cama con helechos, hizo una pequeña huerta y, en una estantería de bambú, colocó escrituras e imágenes budistas. Se sentía, más que nunca, preparado para darse el último martillazo a sí mismo.

A ratos emplea una prosa poética que embelesa y se funde en la naturaleza para escuchar la suya propia mientras componía poemas, aunque la nostalgia nunca le dejó del todo en paz. Pero aun así, en la senda de este iniciado que admite haberse quedado a medio camino, las montañas le sugerían lo inabordable de la vida, la belleza de la existencia sabiendo qué posición ocupaba.

«Conociendo el carácter transitorio del mundo, no deseo nada que esté fuera de mi alcance y tampoco me inquieto por lo que no tengo; solo busco la tranquilidad y el placer que me ofrece la ausencia de toda angustia», escribe.

La casa en la que apenas le cabía el cuerpo –«el cangrejo ermitaño prefiere refugiarse en pequeñas conchas porque conoce bien su tamaño»– la hizo para él, no para nadie más, y se sorprendía, con ironía, de cómo había quienes se construían su casa para guardar sus tesoros; esos que él había visto desvanecerse en un segundo.

La historia nos ha legado, y lo sigue haciendo, ejemplos de personas que se retiran bajo los palos de una cabaña para llevar a cabo sus propósitos más honestos, lejos de ataduras y compromisos mundanos.

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Y es por eso que existe una montaña de especulaciones sobre la relación entre la arquitectura y el ser humano. «No hay nada comparado con la dificultad de ser un buen arquitecto», le escribió Wittgenstein a su amiga y psiquiatra Maurice Drury. El filósofo, que halló refugio en una cabaña en el fiordo Skjolden, llevó unos diarios en los que dibuja lo que muchos siglos atrás le llevó al poeta y músico japonés a retirarse a las montañas.

«¡Qué difícil le resulta a uno no querer interpretar su propio ideal, sino verlo en la distancia en que está!», anotó en 1937. «Sí, ¿es eso siquiera visible, o habría que volverse bueno o loco por ello? Esa tensión, si el ser humano lo captara plenamente, ¿no habrían de o bien destruirlo o bien llevarlo al todo?», se preguntaba dos años antes de admitir: «Nada es tan difícil como no engañarse».

El escritor japonés comenzó su aventura con el propósito de todos los ascetas mucho antes de que la cabaña tomara aires de mito en el país que todo lo eleva a los altares: Estados Unidos.

Durante las elecciones de 1840, la figura de esta construcción de madera tomó el protagonismo cuando el candidato Van Buren trató de descalificar a su rival, William Henry Harrison, un hacendado de Virginia, diciendo que si le dieran una cabaña y un barril de sidra, no necesitaría más para ser feliz. Harrison, que acabó ganando, lo usó en su favor y cargó con una cabaña en el tren electoral mientras recorría el país en busca de votos.

Los valores pegados a aquel símbolo dieron sus frutos en un país en el que han nacido siete presidentes bajo una construcción de troncos entrelazados; Lincoln, el más famoso de ellos. Muchas otras figuras literarias de la historia han seguido el mismo curso y le deben a esa construcción clásica buena parte de obra y espíritu, desde Thoreau a Virginia Woolf, pasando por Roald Dahl, Mark Twain, Jack London, Lawrence de Arabia o Dylan Thomas.

En Pensamientos desde mi cabaña, la unión entre humano y casa es constante, como sigue sucediendo en las culturas indígenas que relacionan cada parte de sus casas con el cuerpo humano.

Las metáforas del ermitaño oriental exceden la obligación de encerrarse en cuatro paredes y, sin embargo, se encierra en ellas (y las trascienden). De esa enseñanza se extrae un hecho que está acechando la vida en las grandes ciudades: los espacios reducidos. Al fin y al cabo, escribe Chōmei de su minúscula choza, «como lugar para vivir no le falta nada, es decir, puede albergar cómodamente un cuerpo». La diferencia es el porqué y el qué nos lleva a habitarlas.

Tampoco conviene olvidar que han pasado mil años y, lejos de resolver ciertas cuestiones, a ratos se sigue remando en la dirección contraria a las respuestas. Sirva como ejemplo el hecho que, en vida del poeta, «los emperadores amaban a su pueblo», existía una Oficina Imperial de Poesía y una Oficina del Ministerio de Asuntos Divinos.

Es precisamente el ambiente filosófico (divino) de su época, donde se promovían enseñanzas de búsqueda, lo que le puso en la senda de la realización. Un camino en el que la sencillez de sus palabras, desprovistas de las piruetas filosóficas y teóricas que traza Tamamuro Kyo en el epílogo explicativo, le llevan a Chōmei a poner en práctica la vida, no a teorizar sobre ella.

Pensamientos desde mi cabaña acaba con una melancolía y desazón que el propio escritor transmite cuando escribe la obra, allá por 1212, y la luna de su vida «declina en el cielo y está ya por hundirse en las montañas». Pero la búsqueda de la honestidad que marcó su rumbo atraviesa los siglos para surcar los nuevos tiempos en los que la humanidad camina confusa.

Él no encontró en sus coetáneos la esperanza de unas relaciones honestas y, sin embargo, la mayor enseñanza es que se apartó «sin rencores ni temores». El poeta, antes que verse rodeado de relaciones ficticias, prefirió acostarse en la naturaleza para «ser el sirviente de uno mismo». Por si cundiera su ejemplo.

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