Los primeros ordenadores eran mastodontes de rieles, engranajes y mecanismos imposibles que ocupaban grandes habitaciones y realizaban tareas que hoy nos resultan irrisorias. En unas pocas décadas, el tamaño de los ordenadores disminuyó, a medida que aumentaban sus capacidades y su velocidad de proceso.
La ley de Moore ha ido señalando el ritmo de crecimiento de esos bichitos que al mismo tiempo se han ido asomando más a zonas cada vez más íntimas de nuestra identidad. De unidades de cálculo para departamentos militares a ordenadores personales en cada casa y de ahí a nuestro bolsillo e incluso nuestra muñeca.
Cualquier smartphone moderno tiene mayor capacidad de cómputo que los ordenadores que llevaron a los primeros astronautas a la luna. Alexa o Google Home nos ayudan a poner luz suave que nos arrope y nos cantan algo animado si nos sentimos solos. Mi amigo Txema llama exocerebro al móvil, entre resignado y realista.
La idea de tener un interfaz conectado a esa especie de cerebro omnisciente va adquiriendo cada vez un significado más definido. El año pasado ya unos científicos sudafricanos anunciaron a bombo y platillo que habían conectado un cerebro a internet.
En realidad, era una página web que mostraba la actividad registrada por un encefalograma que transmitía esa actividad neuronal a un ordenador pequeñito. Un poco exagerado llamarlo Brainternet, y además el nombre es horrible, pero ocupó titulares durante un tiempo y provocó mensajes agoreros en los que nuestro cerebro sería una cosa más en la internet de las cosas.
Sin desdecir el Brainternet, que tiene su mérito, algo más ambicioso es el proyecto Neuralink, del bueno de Elon Musk, que se plantea transferir información de modo bidireccional entre el cerebro y un ordenador o los ordenadores conectados a internet. Antecedentes no le faltan. A nivel básico y muy funcional, la historia de los interfaces cerebro-máquina para ayudar a personas con discapacidad es una historia plagada de éxitos.
La clave está en que nuestro cerebro funciona (entre otras cosas) por impulsos eléctricos que estamos aprendiendo a traducir de un modo cada vez más complejo. Este mismo año tres equipos independientes han publicado resultados sobre traducción en palabras y frases de impulsos eléctricos registrados en el cerebro. Otro equipo ha sido capaz de conectar los cerebros de tres personas para jugar juntos al Tetris de modo bastante parecido a lo que llamaríamos telepatía.
Y todo a través de esos impulsos eléctricos. Los efectos espectaculares están lejos aún, pero especular es gratis y le da a uno por pensar que a lo mejor eso de que el móvil es nuestro exocerebro no es sino el primer paso para convertirnos en los exocuerpos de un cerebro global al que estaremos conectados en una partida de Tetris que va a ser la leche.
Va a hacer falta comprender mejor el cerebro –estamos en ello, HumanBrainProject es hoy en día el mayor proyecto científico conjunto de Europa– y seguramente necesitaremos muchos avances en la capacidad de cómputo, porque la dimensión de la complejidad del asunto es inabarcable para los ordenadores de hoy. Quizá haya que esperar a que nos echen una mano los tan nombrados ordenadores cuánticos.
Pero, bueno, los primeros ordenadores cuánticos son hoy en día mastodontes de superconductores, electrones y mecanismos imposibles que ocupan grandes habitaciones y realizan tareas que nos resultan irrisorias.