A veces tendemos a adorar a los ídolos equivocados: que si Stefan Sagmeister, que si los libros de 500 pavos de Taschen, que si las caricias del piano de Olafur Arnalds. Por algún motivo, nunca se le ocurre a uno mirar hacia arriba, o hacia dentro, o hacia dónde diablos haya que mirar para alucinar con la mente propia. Siempre miramos a las ajenas subestimando la propia capacidad. Igual es una cuestión de amor propio.
Esa asquerosa masa de color pardo, con desagradables pliegues y textura indeseable, es el milagro que hace que la Tierra gire y el universo se expanda. Bueno, no. Pero sí de que seamos capaces de conocer cómo ocurre eso y apreciarlo convenientemente. Y, puñetas, todos tenemos una bullendo para ser un poco más creativa. Sagmeister y tú.
Para tratar de saber cosas como por qué no escribo yo igual que Margaret Atwood, es por lo que Isabel Minhós Martins, Maria Manuel Pedrosa y Madalena Matoso editaron Comerse el Tarro (Fulgencio Pimentel Ed.), un libro ilustrado dirigido a la chavalada de entre 10 y 99 años, que trata de descubrir el funcionamiento del cerebro.
«Cuando llegó el momento de decidir qué libro hacer, barajamos que fuera sobre el cuerpo humano, sobre el centro de la Tierra o sobre ideas para hacer en casa», explica Isabel Minhós. Así que lo que hicieron fue tirar por la calle de enmedio y hacerlo del cerebro, la mente, la memoria, la creatividad y el aprendizaje. Si el cerebro no es el centro de la Tierra, ya me dirás.
Como el tema era delicado, se rodearon de cerebros que aportasen datos y rigor. «Construimos un pequeño gran equipo que nos apoyó en la revisión. En el equipo, contamos con dos neurocientíficas, una psicóloga, dos personas del campo de la filosofía y una neuróloga», destacan.
Y llegaron a la conclusión de que no eres más Sagmeister porque no entrenas, pichón. Toda esa ensalada de cerebros se dedicó a aglutinar información, a traducirla a un lenguaje accesible al común de los mortales y a llenar las más de 350 páginas del libro de dibujos y conocimiento.
Comerse el tarro trata de mapear la mente y sus procesos, y visibilizar esa fiesta neuronal de la manera más comprensible posible. «Por eso nos planteamos preguntas, preguntas difíciles. Por ejemplo, ¿cómo nace un pensamiento?¿Qué es lo que ocurre dentro del cerebro cuando tenemos una idea? ¿Cómo consigue el cerebro guardar lo que aprendemos? ¿Cómo influyen nuestras emociones en nuestros pensamientos?».
Se dieron cuenta de que, en pleno siglo XXI, las respuestas que quedan por contestar son más de las que pensaban. También se dieron cuenta de que si uno se pone a hablar de dopamina, neurotransmisores, sinapsis o propiocepción, tenían que «establecer una relación con el lector, conectar lo que contamos con sus propias experiencias personales, con las ideas que probablemente ya conoce», explica Minhós. Y por eso, las estrellas invitadas son también la neurona Jennifer Aniston y la magdalena de Proust, por poner dos ejemplos.
Todos estos son los ingredientes de la receta suprema de la creatividad: que la creatividad es lo contrario a una receta y que las personas creativas huyen de los lugares comunes y las fórmulas.
La misión tiene mucho de olvidar lo que te han enseñado las personas grises que marcaban el camino con una regla. Sí hay mucho de disciplina y entrenamiento, pero porque el cerebro necesita actividad continua y poca repetición de procesos.
Las autoras de Comerse el tarro se dieron cuenta en pleno parto del libro. «Una de las cosas que más nos sorprendió fue la neuroplasticidad, que se refiere al modo en el que el cerebro se transforma con aquello que vivimos. Todas nuestras experiencias, todas las personas que conocemos, aquello que decidimos hacer y lo que no contribuye a moldearnos. Y no es una imagen bonita o poética, ¡es una realidad física!», describe Minhós.
Por eso conviene equivocarse y reivindicar a la sociedad el derecho a hacerlo sin que eso sea castigado. Por eso es necesario cuestionar el aprendizaje que se plantea en las escuela, que se ocupa mucho más del pensamiento convergente, de la repetición de fórmulas que ahorra esfuerzo a la mente.
Nadie duda de la necesidad del pensamiento convergente, pero la clave del pensamiento creativo está en el pensamiento que se denomina divergente. Las personas más creativas tienden a salirse del camino ya explorado. Ahí, fuera de los senderos, es donde se encuentra la mayor capacidad de innovación.
Lo que dice la ciencia es que la creatividad es siempre un proceso de cuatro etapas: preparación, incubación, inspiración y realización. Las soluciones llegan solo si hay trabajo e investigación, si la mente se mantiene alerta, si la persona mantiene una cierta apertura de espíritu para que la solución nueva encuentre su salida y pueda ser distinguida entre tantas otras que no sirven.
Comerse el tarro ejemplifica muy claramente el concepto. «¿Y si la manzana que cayó sobre la cabeza de Newton hubiera caído sobre la cabeza de un jardinero?». La mente de Newton estaba preparada, estimulada y alerta para que el calamonazo manzanero disparase una espectacular serie de teorías que cambiarían la historia de la física. Inspiración y transpiración.
Si no eres Stefan Sagmeister es, aunque suene duro decirlo, porque has ido menos al gimnasio de la mente (y otro millón de circunstancias sociales y ambientales que permitieron que el talento del alemán brotara como un géiser, claro). Pero si aún quieres tratar de retomar el reto, puede que esta última enseñanza te sirva. Atiende.
Dibujar el mapa de la creatividad es, a día de hoy, misión imposible. Pero quizás no contaste con la astucia de algunos neurocientíficos que optaron por estudiar a las personas que demuestran ser más creativas en su vida.
El libro de Minhós, Pedrosa y Matoso narra un experimento que se llevó a cabo con pianistas profesionales de jazz. Querían, explican en Comerse el tarro, «intentar comprender cómo se comportaban sus cerebros en los momentos de improvisación. Para ello, compararon imágenes obtenidas en dos momentos. Cuando los pianistas tocaban una composición de memoria y cuando improvisaban alguna pieza. En los momentos de improvisación más creativos, la actividad cerebral aumentaba en la zona del córtex prefrontal dedicada al pensamiento introspectivo, aquello que hacemos cuando estamos pensando en las musarañas, como se suele decir».
A la vez, la actividad disminuía en otra zona del córtex relacionada con la planificación de acciones y su inhibición, es decir, cuando decidimos no hacer una cosa. «La conclusión es sencilla. El cerebro creativo funciona mejor cuando no está preocupado por lo que los otros piensan y cuando apaga algunas partes que normalmente toman el mando de las operaciones». Si te descuidas, mejor. ¡Ah!, y el experimento funcionó igual con raperos. Así que puedes tratar de ser Sagmeister, un pianista de jazz o Kanye West.